Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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– Yo me sentía francés, sólo francés, hasta que desapareció mi madre. No me había dado cuenta de lo que significaba ser judío. En realidad no me sentía judío.

– Pues ahora ya sabes lo que eso significa.

– ¿Somos tan diferentes como para no poder entendernos?

Saul pensó la respuesta durante unos segundos. En realidad él no se sentía diferente a Abdul, ni a Marwan, ni a tantos otros amigos con los que había crecido.

– La diferencia estriba en que la mayoría de los judíos que están llegando venís de Occidente, y vuestra manera de ver las cosas y organizar la sociedad es occidental. Ahí radica la diferencia, el abismo. Yo he nacido aquí, al igual que toda mi familia, de manera que mi cabeza es más de Oriente que de Occidente, por eso comprendo sus miedos y temores, por eso sé que es inevitable lo que va a pasar.

– Pero has intentado convencer a Abdul.

– Abdul es un jeque respetado por otros muchos jeques, a él le escuchan. Él y yo no nos engañamos, sabemos lo bueno y lo malo que hay en nosotros mismos, en lo que defendemos y en lo que queremos. Su gente ha dicho no, y él estará con ellos por más que crea que se equivocan.

»El viejo rey Abdullah de Cisjordania también era partidario de entenderse con nosotros, y ya ves cómo le mataron. La vida y la muerte no tienen el mismo valor en Oriente. Eso no lo entienden en Occidente. Ni tú tampoco.

Llegaron a un kibbutz situado en las orillas del desierto de Judea. Estaba fortificado y se veían hombres armados recorriendo todo el perímetro.

Saul le dejó con otros jóvenes mientras él asistía a una reunión de oficiales de la Haganá. Le enseñaron el kibbutz, mucho más grande que el suyo, y le preguntaron cómo se las apañaban cuando les atacaban. Muchos de los jóvenes que vivían allí formaban parte de la Haganá, y estaban preocupados por lo que sabían que se avecinaba.

Una hora después, Saul fue a su encuentro para regresar a Jerusalén.

– Es una estupidez volver, pero lo haremos, Marwan y su esposa se llevarían un disgusto. Además, ¡quién sabe cuándo podré volver a dormir en casa!

Aquella noche David no pudo conciliar el sueño; se preguntaba por qué Saul le había llevado consigo. Pero estaba seguro de que lo había hecho por algo: no era hombre de gestos vacíos.

22

Mahmud observaba cómo preparaban las armas. Había organizado tres grupos formados por quince hombres cada uno. Ninguno sabía cuál sería su objetivo, lo único que les había dicho era que debían estar preparados para antes del amanecer.

Hamza pensaba en David. Apenas se habían visto en los últimos días. Él le había evitado, pero David también a él. Se habían saludado a través de la cerca haciéndose señales de que se verían más tarde, pero ninguno de los dos buscó al otro. ¿Acaso David sospechaba algo?, se preguntaba Hamza para, de inmediato, desechar este pensamiento: ¿qué podía saber? Nadie podía haberle dicho que ahora formaba parte de un grupo guerrillero.

También a él le había chocado no ver a David durante un par de días.

«A lo mejor estamos dejando de ser amigos porque no confiamos el uno en el otro. Yo tengo un secreto y puede que él desconfíe de mí o tenga otro», pensó.

– Bien, así me gusta, el arma limpia, bien preparada -le dijo Mahmud interrumpiendo sus pensamientos-; esta noche demostrarás lo que vales y lo que has aprendido.

Hamza no respondió y continuó en cuclillas, aspirando el humo del tabaco. Ahora fumaba sin parar, por más que su madre se quejara. Su padre estaba más callado que de costumbre y se le había agriado el carácter.

Hamza se preguntaba por qué Mahmud no les quería adelantar cuál sería su objetivo; creía que más que por desconfianza era por alardear de autoridad.

Hasta las cuatro de la madrugada no empezó a dar las órdenes.

– El grupo de Ehsan arrasará la aldea; el de Ali, asaltará el almacén, y el tuyo, Hamza, atacará el kibbutz que linda con la huerta de tu casa. Conoces bien el lugar y has ido allí en ocasiones. Os meteréis sin que os vean y colocaréis las cargas de dinamita. Luego entraréis en las habitaciones y dispararéis antes de que les dé tiempo a despertar; cuando salgáis, detonad la dinamita. Yo os acompañaré. He elegido vuestro grupo para combatir esta noche.

– En ese kibbutz viven veinte niños -dijo Hamza horrorizado-, morirán…

– Sí, puede que mueran todos o algunos, pero eso a nosotros no nos importa. Son judíos -respondió Mahmud riéndose entre dientes-. Si no tienes valor, no vayas -añadió de manera amenazante.

Mahmud le apuntaba directamente a la sien. Hamza sabía que no dudaría en disparar. Notaba que Mahmud estaba deseando encontrar una excusa para matarle y se lamentó por su apego a la vida.

Escuchó las instrucciones de Mahmud dominando la náusea que intentaba abrirse paso en su estómago. Sentía la risa seca de Mahmud regocijándose por su angustia. Aquélla era la prueba a la que le sometía para saber si podía confiar en él. Si era capaz de matar a quienes conocía, sería capaz de matar a cualquiera. Era una ecuación simple y terrible.

Dirigió al grupo reptando entre los arbustos para aproximarse a la cerca. Conocía bien los lugares por donde patrullaban las gentes del kibbutz. Cortaron la cerca y se adentraron en el recinto sin casi atreverse a respirar. Escuchó las voces de los que patrullaban y creyó reconocer la de David.

Rogó a Alá que no fuera así, que su amigo no estuviera de guardia aquella noche. Si no lo estaba, podría salvar la vida; de lo contrario, no sabía qué podía suceder.

Indicó a los hombres cómo repartirse. Ya les había señalado dónde colocar las cargas. Una en el taller, otra en el silo, otra más en las cocinas, que a esa hora estarían vacías; en el recinto donde guardaban los tractores, en el corral de los animales, en el pozo, para dejarles sin agua, en el tendido telefónico… Sus compañeros se movían con rapidez y sigilo entre las sombras de la noche mientras él y otros hombres aguardaban el momento para matar a los que patrullaban, irrumpir en las habitaciones y ametrallar a cuantos dormían. Sabía dónde estaba el cuarto de David y allí no entraría. Tampoco permitiría que lo hiciera nadie.

No tardaron mucho en distribuir las cargas y cuando se agruparon, hizo una señal. Se desplegaron en abanico y comenzaron a abrir las puertas con una patada mientras ametrallaban a los que en ese momento dormían plácidamente. En un minuto los gritos rasgaron el silencio de la noche; el traqueteo de otras armas automáticas comenzó a responder a las suyas. Los niños lloraban, hasta que su llanto era interrumpido por una bala.

Fuera de sí, Hamza disparaba sin pensar, corriendo de un lado a otro seguido por Mahmud, que parecía complacerse con el caos y la muerte.

Vio caer a algunos de sus compañeros por las balas de la gente del kibbutz; se sorprendió al ver a Tania disparando mientras gritaba. Entonces recordó que entre los judíos no se hacía distingo con las mujeres y que éstas recibían instrucción militar y manejaban armas. Luego la vio caer, con el rostro destrozado por la metralla.

De repente sucedió lo que más temía. Vio a David con una pistola en la mano disparando a quemarropa. Le sorprendió la falta de expresión en el rostro de su amigo, la firmeza con la que actuaba. El encuentro fue inevitable. Mahmud le incitaba a avanzar hacia el rincón del kibbutz que David defendía, hasta que, de pronto, se encontraron frente a frente. David le miró con pena pero sin sorpresa, como si hubiera estado esperando ese momento. Hamza iba a decirle que se cubriera y bajó la pistola. No pensaba matar a su amigo, aunque se arriesgara a que Mahmud le matara después a él. Pero David no vaciló como él. Avanzó hacia donde estaba disparando. Sintió un dolor agudo en el vientre y escuchó a Mahmud gritarle sin entender qué le decía. Luego se llevó la mano al estómago y se percató de que manaba sangre, volvió a mirar a David y pudo apreciar la angustia reflejada en el rostro de su amigo. Le sonrió mientras tiraba el arma y caía al suelo.

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