Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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Annand de la Tour rogó al fraile que les dejara solos y éste, a regañadientes, obedeció. No le gustaban los templarios, los consideraba arrogantes y misteriosos, y había escuchado algunas historias que ponían en entredicho la santidad de estos monjes soldados.

El físico templario se acercó al lecho donde yacía Julián y sin ningún miramiento le destapó, sobresaltando al enfermo.

Fernando le tranquilizó asegurándole que estaba en buenas manos e instándole a responder a cuantas preguntas le hiciera el físico.

– ¿Dónde os duele? -quiso saber De la Tour.

Julián señaló desde el corazón hasta el vientre. Le confesó que a veces el dolor era tan agudo que no podía ponerse derecho ni caminar, y que en ocasiones notaba un hormigueo en los brazos y las piernas hasta sentirlos rígidos. Sufría fiebre, explicó; además, también tenía vómitos.

Armand de la Tour examinó minuciosamente al enfermo. Le hizo mostrar la lengua, luego hundió sus ágiles dedos en el estómago y en el vientre; a continuación, le hizo que encogiera y estirara las extremidades. Luego le llegó el turno a los ojos y a la nuca.

Fernando asistía en silencio al quehacer de su compañero de armas y sonreía para sus adentros por el temor que reflejaba el rostro de su hermano.

Tras examinar a Julián, el caballero Armand de la Tour se sentó a su lado y le pidió que le describiera con detalle todo lo concerniente a sus dolores.

– ¿Qué os preocupa, fray Julián? -preguntó súbitamente el físico.

Temiendo que aquel templario fuera capaz de leer en su alma, Julián sufrió una fuerte convulsión.

– No es fácil la vida en un campamento militar -respondió intentando desviar la atención de De la Tour.

– No lo es más que en cualquier otro lugar, y a vos nada os falta. Sois notario de la Inquisición a la espera de examinar de cerca las almas perdidas de los herejes de Montségur.

Julián se santiguó y volvió a ser presa de temblores. Una ola de sudor y frío le inundó la frente.

– Yo creo que vos sufrís, fray Julián, y si me dijerais por qué acaso pudiera ayudaros.

– ¿Sufrir? Bueno… sufro por esas almas perdidas que pronto irán al Infierno.

– Pero vos sois un hombre de experiencia, lleváis años ejerciendo como notario.

– Es tanta la responsabilidad… temo equivocarme en mis juicios…

– Sois simplemente notario, a vos no os corresponde juzgar.

– No creáis, en ocasiones mis hermanos requieren mi juicio; saben que a mí no se me puede escapar ninguna palabra de los acusados, y que de mi entendimiento de cuanto dicen a veces depende su pena.

– Insisto en que sois hombre de experiencia.

– Lo soy, lo soy, no hace mucho participé en un cónclave y, para evitar el error en los juicios contra los sospechosos, compilé un glosario para hacer mejor mi labor. Fray Ferrer nos guió.

Julián carraspeó y, clavando los ojos en Armand de la Tour, recitó como si de una letanía se tratase:

– Son «herejes» los que se obstinan en el error. Son «creyentes» los que tienen fe en los errores de los herejes y los asimilan. Los sospechosos de herejía son los que están presentes en los sermones de los herejes y participan, por poco que sea, en sus ceremonias. Los «simplemente sospechosos» han hecho estas cosas sólo una vez. Los «sospechosos virulentos», muchas veces. Los «sospechosos más virulentos» han hecho estas cosas con frecuencia. Los «encubridores» son los que conocen a herejes pero no los denuncian. Los «ocultadores» son los que han consentido en impedir que se descubra a los herejes. Los «receptores» son los que han recibido dos veces a herejes en sus posesiones. Los «defensores» son los que defienden a sabiendas a los herejes a fin de que la Iglesia no extirpe la depravación herética. Los «favorecedores» son todos los de arriba en mayor o menor grado. Los «reincidentes» son los que vuelven a sus antiguos errores heréticos tras haber renunciado formalmente a los mismos…

– Bien, bien, está claro que sabéis cuál es vuestra función y cómo distinguir a los herejes. Con ese glosario es difícil equivocarse, ¿no? -preguntó con sorna el caballero.

– No creáis… a veces… a veces, es difícil saber si mienten o si sencillamente son inocentes. Entre los herejes hay gente rústica que responde con simpleza a las preguntas sin darse cuenta de que con sus palabras siembran la sospecha… pero tal vez son inocentes, simplemente no saben demostrarlo… Pero fray Ferrer…

– Ese dominico… -Fernando no se atrevió a terminar la frase.

– ¿De dónde viene? -quiso saber el caballero De la Tour.

– Es catalán, de Perpiñán, y se ha hecho cargo de todo después del asesinato de nuestros hermanos en Avinhonet. Es muy minucioso, nada se escapa a su mirada, lee en el corazón de los hombres y sabe cuándo le mienten -explicó, azaroso y nervioso el fraile.

– Y a vos os aterra -añadió Armand de la Tour.

– ¡Oh, es mi hermano en Cristo! -protestó Julián-. Él se encargará de los herejes de Montségur.

– ¿Y a vos os preocupa la suerte que puedan correr?

– ¿Que si me preocupa? Sabéis que la condena puede ser la hoguera. ¿Habéis visto morir a algún hombre en la hoguera? Los herejes desafían a la Iglesia y muchos se niegan a pedir perdón prefiriendo morir abrasados. He visto a mujeres y hombres, también a jóvenes, enfrentarse al fuego cantando, mientras el olor a carne quemada se prendía en el aire hasta hacer insoportable el hedor de nuestras ropas y de nosotros mismos. Ese olor… a veces me despierto oliendo a carne quemada y veo los rostros de quienes por no saber decir la palabra precisa han sido pasto de las llamas.

– Os duele la conciencia -sentenció el físico-. Es un alivio saber que aún hay quien tiene conciencia.

– Pero ¡qué decís! -protestó asustado el fraile-. Os aseguro que mi conciencia nada tiene que ver con el dolor que me atraviesa el vientre. ¿Es que no sois capaz de diagnosticar mi mal?

– Calmaos, mi buen fraile; tener conciencia es un don, un don doloroso por cierto, pero un don.

– ¡No os entiendo!

– Hermano, no os agitéis -terció Fernando-. Y vos, Armand, ¿qué estáis diciendo? No acabo de saber adónde queréis llegar.

– Vuestro hermano sufre mucho, bien es cierto, y ese sufrimiento es su principal mal. No creo que padezca del hígado ni tampoco creo que su dolencia esté en los intestinos, o en la garganta… Su mal está en el alma, y para eso sólo hay un remedio.

Fernando escuchaba atentamente al caballero Armand, meditando todo cuanto decía, mientras Julián les observaba, temblando como lo haría un niño descubierto en falta.

– Y bien, ¿cuál es ese remedio? -preguntó Fernando.

– Que viva de acuerdo a su conciencia, que no haga nada de lo que tenga que avergonzarse, que escuche la palabra que Dios le murmura al oído y se resiste a atender. Vuestro hermano sufre por los bons homes … y lo hace porque no está seguro de que sean unos malvados o, en todo caso, no cree que sus creencias merezcan tanto sufrimiento, ¿me equivoco?

Julián lloraba como un niño entre convulsiones e hipidos ante la mirada compasiva de Fernando, que se acercó para abrazarlo intentando darle consuelo.

– Entonces, ¿no ha de tomar ninguna medicina? -insistió su hermano.

– Sí, algo le daré para ayudarle a conciliar el sueño. Lo que no debe es someterse a más sangrías innecesarias que le están debilitando. Yo mismo os prepararé unas hierbas que tomaréis antes de acostaros. Os ayudarán a encontrar un sueño tranquilo y profundo. Por lo demás, no creo que tengáis ningún mal.

– Os equivocáis -acertó a quejarse Julián-, estoy enfermo.

– Sí, pero la vuestra es una enfermedad del alma; sólo cuando os pongáis a bien con vuestra conciencia sentiréis alivio, hasta entonces lo único que se puede hacer por vos es ayudaros a que podáis dormir. Hablaré con el físico del senescal para aconsejarle que detenga las sangrías a las que os viene sometiendo.

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