Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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A Arturo García le maravillaba la suerte que estaban teniendo. En cualquier momento podían bajar los terroristas y darse cuenta de lo que estaba pasando.

Habían trabajado a contrarreloj, sabiendo que cada minuto era precioso, y el comisario García no respiró hasta localizar los dos autocares de la agencia de viajes de Omar. Si alguien iba a cometer un atentado en Santo Toribio tenían que estar escondidos entre ese grupo de peregrinos. Dos ancianas asustadas le hablaron de «esos dos jóvenes tan simpáticos, con pinta de moros, pero que son buenos cristianos y vienen a ganar el jubileo».

Mohamed daba vueltas por la habitación enfadado con Ali, que todavía se estaba vistiendo.

– ¡Date prisa!

– ¿Para qué? Son las once, aún falta una hora.

– Si no te das prisa, me voy.

– Haz lo que quieras.

Pero Mohamed se sentó en la cama y dejó vagar la mirada a través de la ventana.

– Este pueblo es muy tranquilo. Mira, a pesar de la hora no hay nadie en la calle.

Las prisas no conducen a ninguna parte -respondió Ali.

Mohamed buscó su teléfono móvil y marcó el número de su casa. Le atormentaba saber que su primo Mustafa iba a asesinar a Laila.

Escuchó la voz sombría de su padre y supo que Laila ya estaba muerta.

– Mohamed, hijo, ¿dónde estás? Debes venir de inmediato, ha ocurrido algo terrible.

Mientras su padre le hablaba, escuchaba de fondo el llanto de su madre y de Fátima.

– No puedo ir, tengo que hacer un trabajo importante.

– Hijo, tu hermana… Mustafa ha matado a Laila… dice que ha sido por nuestro bien… ¡Por favor, hijo, ven!

Mohamed sintió que le faltaba el aire. Ali le observaba en silencio y en su mirada pudo leer reprobación.

– No puedo ir, padre, os quiero mucho, díselo a mi madre… ella y yo… bueno, no nos hemos entendido y sé que la he hecho sufrir.

Pero, hijo, ¿qué dices? ¿Qué me quieres decir? ¡Por favor, Mohamed!

La voz de Mustafa sonó imperiosa. Le había quitado el teléfono a su padre.

– No deberías haber llamado -le escuchó decir a su primo.

– ¿Qué le has hecho? -gritó Mohamed.

– Lo que tú no te has atrevido a hacer. Agradécemelo, señor importante. Y ya que has llamado, diles a tus padres que dejen de gimotear. Tengo que marcharme, no pueden llamar a la policía hasta que yo no esté seguro. Dales la orden o tendré que…

¡Cállate! No te atrevas a tocarles.

– Haz lo que te estoy diciendo.

Volvió a escuchar la voz entrecortada de su padre. ¡Cuánto odiaba a Mustafa!

– Hijo… ¿por qué?

– Padre, haced lo que os dice; de lo contrario os hará daño.

Fátima la ha encontrado degollada en su cuarto… es horrible. Tu hermana… ¡Que Alá sea misericordioso con ella! ¡Pobre hija mía! Tú madre se ha vuelto loca, no nos deja acercarnos a Laila, se ha abrazado a su cuerpo y… ¡Es horrible, hijo, es horrible!

¡Padre, escúchame! Dile a Mustafa que se puede marchar, que no llamaréis a la policía hasta dentro de un rato. Dadle tiempo para huir. Padre, si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro… Laila… Laila se había convertido en un problema, se lo advertí, os lo advertí a vosotros, pero no quisisteis escucharme… yo la quería…

Mohamed lloraba desconsoladamente y Ali le quitó el teléfono de las manos.

– Señor Amir, haga lo que le ha pedido Mohamed, es lo mejor para todos. Confíe en la sabiduría de quienes dirigen nuestra comunidad.

Luego devolvió el teléfono a Mohamed y éste pidió hablar con su esposa Fátima.

– Hazles entrar en razón, impide que mi madre llame a la policía. Mustafa debe escapar, tú lo sabes.

– No era necesario matarla -escuchó decir a Fátima.

¡Qué sabes tú, estúpida mujer! ¿Cómo te atreves a opinar sobre lo que nuestros jefes deciden? Pregúntale a tu hermano por qué tenía que morir Laila, pregúntaselo. Ha sido él quien lo ha decidido -gritó Mohamed.

Ali le quitó el teléfono y cortó la comunicación. Luego le obligó a beber un vaso de agua.

No deberías haber llamado; tú sabías que esto iba a suceder. Unos golpes fuertes en la puerta alertaron a los dos jóvenes.

Mohamed se secó las lágrimas con el reverso de la mano y Ali se acercó a la puerta preguntando quién era.

– Soy la camarera, tengo que llevarme las toallas sucias.

– No vamos a tardar mucho, saldremos en unos minutos -respondió Ali.

– Ya, pero si no le importa darme las toallas, se lo agradeceré. Ali abrió la puerta y encontró frente a él a una mujer de mediana edad que le sonreía con amabilidad.

– Siento molestarles, ¿puedo pasar al baño a por las toallas?

La camarera empujó la puerta sin esperar respuesta y Ali se apartó para dejarla pasar. Mohamed miraba por la ventana para evitar que la mujer le viera llorar. Un ruido le alertó y cuando se volvió, en la habitación había unos guardias civiles de paisano apuntándole con sus subfusiles, mientras que otro había derribado a Ali y le sujetaba las manos a la espalda mientras le ponía unas esposas.

Mohamed no se resistió. Aún no se había colocado el cinturón con los explosivos, de manera que no tenía siquiera la oportunidad de suicidarse. En realidad, sintió una oleada de alivio y se dejó colocar las esposas. Aquel día no iba a morir, Alá no quería su sacrificio. Había salvado la vida en Frankfurt y ahora la volvía a salvar. Se juró que nunca más la comprometería.

Rodeados de policías y guardias civiles salieron del hotel. Un hombre ya entrado en años, vestido de paisano, les miró con curiosidad antes de preguntar a uno de los guardias si habían registrado la habitación y encontrado los explosivos.

– Sí, estos angelitos tenían dos cinturones preparados para hacerlos explotar. Los guardaban en una bolsa en el armario; sólo les faltaba activarlos.

– Buen trabajo.

– Y que lo diga, comisario. Estos desgraciados podían haber matado a muchos inocentes.

– Llévenles al cuartel. Allí les interrogaremos antes de trasladarles a Madrid.

– A sus órdenes, comisario.

Arturo García suspiró aliviado al tiempo que telefoneaba al ministro del Interior para explicarle el resultado de la operación, luego telefoneó a Hans Wein a Bruselas y, por último, a Lorenzo Panetta.

– De buena nos hemos librado gracias a su informador. Felicítele de mi parte, sin su información habría sido imposible detener a estos dos desgraciados y encontrar el rastro del tal Omar.

¿Qué harán con Omar? -quiso saber Panetta.

– Nada.

¿Nada?

– Usted sabe cómo es este negocio, ahora sabemos que el tal Omar pertenece al Círculo, de manera que lo mejor es darle cuerda, ya veremos qué hace -sentenció Arturo García.

– Le pediría que interrogara cuanto antes a los detenidos; puede que sepan algo sobre el atentado de Roma.

– No se preocupe, es lo que voy a hacer. Espero que nos digan algo de interés, pero sobre todo que a través de ellos podamos tirar del hilo del Círculo. Procuraré llamarle cuanto antes.

45

El padre Aguirre parecía ensimismado y llevaba un buen rato sin decir palabra. Lorenzo le observó preocupado; el rostro del viejo sacerdote parecía del color de la cera, y no era difícil leer en sus ojos el inmenso sufrimiento que le embargaba.

– Sólo queda Roma. Afortunadamente se ha podido abortar el atentado de Santo Toribio, me lo acaba de decir nuestro delegado en España -informó Panetta.

El comisario Moretti le pasó el teléfono para que hablara con Hans Wein.

– Hans, lo sé, acabo de hablar con García; al menos los españoles se han librado del atentado y han salvado su Vera Cruz. Bueno, en realidad, hasta ahora ninguna reliquia ha sufrido daño, ni el trozo del Lignum Crucis de Jerusalén ní el de España, ni tampoco las reliquias de Mahoma.

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