– ¡Vaya! ¡Debería habérseme ocurrido a mí!
Salim al-Bashir sonreía satisfecho ante los aplausos de los asistentes a su conferencia. Se había metido al público en el bolsillo diciéndoles lo que querían escuchar: que era posible la convivencia pacífica entre musulmanes, cristianos y judíos; que el islam era una religión de paz y que no se debía confundir a quienes profesaban esta religión con quienes ponían bombas o secuestraban aviones; que era intolerable que los periódicos occidentales calificaran a los autores de estos actos como «terroristas islámicos»: «¿Acaso cuando un cristiano asesina a alguien los periodistas le califican de asesino cristiano? No, no lo hacen, lo califican de asesino simplemente, pero en Occidente hay prejuicios contra el islam. Sí, por más que a muchos les cueste reconocerlo es así, y por eso nos ofenden cuando, para explicar que alguien ha cometido un acto de violencia, se añade la religión del sujeto siempre que éste profesa el islam. Yo pido a los periodistas que reflexionen sobre esto».
También había revindicado el respeto «para nuestra cultura y nuestras normas, que no intentamos imponer a nadie. Entonces, ¿por qué tienen miedo a que nuestras mujeres y nuestras hijas elijan ir con hiyab ? ¿A quién ofendemos por no comer carne de cerdo y pedir que en los colegios sean respetuosos con nuestros hijos y no les obliguen a comer lo que va contra nuestra religión? Es posible la convivencia desde el respeto, el respeto a la diferencia, porque si no se respeta la diferencia, nuestros hijos terminan sintiéndose de ninguna parte, y crecerán confusos, con rabia y humillados por tener que esconder lo que son. Los poderes públicos tienen que ayudar a que la comunidad musulmana viva en paz de acuerdo a sus costumbres y a su cultura, facilitando que podamos educar a nuestros hijos como buenos musulmanes. Juntos podemos combatir la violencia, sólo hay un secreto: el respeto y la tolerancia porque, desgraciadamente, Occidente se dice tolerante, y lo es para consigo mismo, pero no lo es con los demás. Que cada cual rece a Dios como quiera hacerlo, y que por eso no sea perseguido como lo somos los musulmanes».
Buscó la mirada de Omar, jefe del Círculo en España, que se hacía pasar por hombre de negocios, un operador turístico y uno de los jefes más respetados de la comunidad musulmana en la Península. Ambos intercambiaron una mirada cargada de ironía: allí estaban destacados miembros de la política y la cultura española, aplaudiéndole a él, el jefe de las operaciones terroristas del Círculo, al que tenían por un respetable profesor. Era muy fácil tratar con los occidentales: sólo había que decirles que no se preocuparan por nada, que su vida no tenía por qué cambiar, que podían continuar sumidos en su cultura hedonista sin preocuparse por lo que sucedía a su alrededor, pendientes sólo de sí mismos.
Los occidentales no querían problemas; por eso estaban dispuestos a creer al que les dijera que no los habría. Y es lo que él les explicaba: que les dejaran hacer, que si lo hacían, no pasaría nada… mientras ellos se seguirían extendiendo como una mancha de aceite hasta llenarlo todo, hasta que las catedrales de toda Europa se convirtieran en mezquitas. Al fin y al cabo era un destino más digno que el que los infieles daban a algunas de sus iglesias, a las que convertían en restaurantes y hasta en discotecas como ocurría ya en Inglaterra… Merecían perderlo todo porque no se respetaban a sí mismos, porque no creían en nada, ni siquiera en su Dios.
Dios, decían los gurús de la cultura occidental, era cosa del pasado, de fanáticos, de gente que no había puesto el reloj en la hora de la Historia, e invitaban a vivir y divertirse, a consumir y nada más. Por eso los vencerían. Era fácil derrotar a una sociedad que no creía en nada.
Cuando se bajó del estrado desde donde había impartido la conferencia, Salim al-Bashir se vio rodeado y saludó a parte del numeroso público que momentos antes le había aplaudido. Después se dirigió a una sala contigua donde le aguardaba un nutrido grupo de periodistas que le reiteraron las mismas preguntas que le venían haciendo otros periodistas a lo largo y ancho del mundo. Todos querían saber qué pensaba él del Círculo. También le preguntaron por el último atentado perpetrado por dicho grupo en Frankfurt, y sobre los comunicados de esta organización revindicando al-Andalus. Las preguntas sobre la situación en Oriente Próximo, el drama del pueblo palestino, las consecuencias de la guerra de Estados Unidos contra Irak fueron el colofón de todo lo anterior.
Hasta una hora después no pudo abandonar el salón de actos acompañado por Omar y otros hermanos del Círculo, que pasaban por ser pacíficos hombres de negocios.
Sentado junto a Omar, que conducía un todoterreno, los dos hombres permanecieron casi en silencio hasta que salieron de Granada, seguros ya de no ser observados.
– Has tenido un gran éxito -le felicitó Omar.
– Gracias; ya te dije que el secreto es decirles lo que quieren escuchar.
– La prensa te elogiará. He oído a algunos periodistas hacer comentarios positivos sobre tu intervención.
– Sí, supongo que lo harán; hasta ahora siempre lo han hecho.
– Iremos a mi casa, allí cenaremos con algunos de nuestros hombres. Verás a Mohamed y a Ali, que están a la espera de tus instrucciones.
– Sí, el plan es sencillo. Es más efectivo que los atentados se lleven a cabo el mismo día y a la misma hora.
– Tú eres el jefe de operaciones, pero creo que a los cristianos les asustaría más que los atentados fueran en días consecutivos; cuando aún no se hayan repuesto de uno, golpearles con otro.
– ¿Sabes, Omar? Si se desechó esa idea fue porque una vez que se produce un atentado todos los servicios antiterroristas se ponen en situación de alerta. Y si hasta el día anterior están relajados haciendo su trabajo como una rutina, a partir de que se produce un atentado incrementan las medidas de seguridad en aeropuertos, ferrocarriles y todos los lugares que creen susceptibles de ser atacados. Llenan las calles de policías y soldados, aprietan a sus confidentes; además, todo aquel que tiene aspecto de árabe se convierte en sospechoso y alguno de los nuestros puede ser detenido en un control rutinario, de manera que es mejor golpear en los tres lugares al mismo tiempo.
Sin apartar la vista de la carretera, Omar asintió a las explicaciones del jefe de operaciones del Círculo.
– Por cierto, ¿quién era esa chica que estaba sentada en las primeras filas y que cuando se abrió el turno de preguntas me hizo varias? Era magrebí, y no llevaba el hiyab cubriéndole el cabello.
– Se llama Laila Amir; es la hermana de Mohamed, te he hablado de ella. Esa mujer nos crea un montón de problemas.
– Me ha puesto en un aprieto al preguntarme si no creía que el Profeta se había equivocado al afirmar que las mujeres deben estar subordinadas al hombre, y azotar a las adúlteras y lapidarlas…
– Has sabido callarla diciéndole que era una conferencia para hablar de política, no de teología, pero que gustosamente podrías hablar de esos temas en otra ocasión.
– Sí, pero ha podido arruinarme la conferencia. Afortunadamente el público estaba de mí parte y han visto en ella a una provocadora. Debes hacer algo con esa mujer y pronto.
– Le he dado un ultimátum a Mohamed.
– Si no ha sido capaz de arreglar lo de su hermana, ¿cómo podremos confiar en él?
– Hasan me lo ha recomendado. Está seguro de que es el hombre idóneo, y que llegado el momento aceptará entregar su vida por el éxito de la misión.
– No me importa que muera o no, lo que me importa es si es capaz de matar.
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