Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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No pudimos despedirnos de Tichborne. Cuando abandonamos el cuartel, el médico todavía estaba operándole. No le quedaba mucho de la rodilla derecha, nos dijeron. Si sanaba, cojearía para siempre. Tuve la grave impresión de que difícilmente podría volver a unirse a nosotros en algún momento del viaje; la cosa parecía muy seria. En cualquier caso, y aunque desde el principio sentí por él un agudo rechazo, tuve que admitir que había actuado como un valiente durante la refriega y los niños y yo siempre tendríamos que agradecerle su gesto protector.

Nuestro sampán era una auténtica casa flotante que, por comparación con la barcaza en la que habíamos navegado hasta Nanking, podía considerarse casi un hotel de lujo: era grande y amplio, con dos velas enormes que se abrían como abanicos, un par de habitaciones en el interior de la cabina -cubierta por un hermoso tejado rojo hecho de cañas de bambú combadas- y una cubierta tan plana que Lao Jiang y yo podíamos practicar los ejercicios taichi sin más problemas que los provocados por la corriente del río, a veces muy embravecida. El patrón era miembro del Kuomintang y los dos marineros a sus órdenes eran soldados del capitán Song encargados de custodiarnos hasta Hankow, donde otro destacamento militar se haría cargo de nuestra seguridad. Lao Jiang temía que la Banda Verde pudiera atacarnos en el río, así que obligaba a los soldados a vigilar día y noche las riberas y él observaba con ojos de águila todos los barcos con los que nos cruzábamos, fueran chinos u occidentales. Confiaba en que el denso tráfico fluvial nos hiciera invisibles o que los hombres de Surcos Huang creyeran que habíamos tomado el Expreso Nanking-Hankow. Yo, por mi parte, en cuanto pasábamos frente a alguna gran ciudad, temía que nos dijera de nuevo aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» y ya me veía cargando mi hatillo y abandonando el sampán para tomar otro medio de transporte mucho menos cómodo. Pero los días pasaron y llegamos a Hankow sin ningún problema.

De aquel viaje recuerdo especialmente una noche en la que estaba sentada en la proa de la nave, rodeada por el incienso que usaba el patrón para espantar a los mosquitos y viendo balancearse las linternas de aceite al ritmo del río. Lejanamente se oía el ruido de la resaca del agua contra las orillas. De repente me di cuenta de que estaba cansada. Mi vida en Occidente me parecía lejana, muy lejana, y todas las cosas que allí tenían valor aquí resultaban absurdas. Los viajes tienen ese poder mágico sobre el tiempo y la razón, me dije, al obligarte a romper con las costumbres y los miedos que, sin darnos cuenta, se han vuelto gruesas cadenas. No hubiera querido estar en ninguna otra parte en aquel momento ni hubiera cambiado la brisa del Yangtsé por el aire de Europa. Era como si el mundo me llamara, como si, de pronto, la inmensidad del planeta me suplicara que la recorriera, que no volviera a encerrarme en el mezquino corrillo de zancadillas, ambiciones y pequeñas envidias que era el círculo de los pintores, galeristas y marchantes de París. ¿Qué tenía yo que ver con todo aquello? Allí sí que había auténticos mandarines que decidían lo que era arte y lo que no, lo que era moderno y lo que no, lo que debía gustar al público y lo que no. Ya estaba harta de todo aquello. En realidad, lo único que yo quería era pintar y eso podía hacerlo en cualquier parte del mundo, sin competir con otros artistas ni tener que adular a los galeristas y a los críticos. Buscaría la tumba del Primer Emperador para saldar las deudas de Rémy pero, si todo aquello no era más que una locura y el lance terminaba sin éxito, no volvería a tener miedo. Empezaría otra vez de la nada. Seguramente, los nuevos ricos de Shanghai, tan esnobs y tan chics, pagarían bien por la pintura occidental.

Aquella noche tan querida para mí fue la del 13 de septiembre. Dos días después arribamos al puerto de Hankow y Fernanda y yo nos enteramos, al poco de desembarcar y gracias a los cablegramas de información internacional que se recibían en el cuartel general del Kuomintang, que en aquella fecha había tenido lugar en España un golpe de Estado dirigido por el general Primo de Rivera quien, apoyado por la extrema derecha y con el beneplácito del rey Alfonso xiii, había disuelto las Cortes democráticamente elegidas y había proclamado una dictadura militar. En nuestro país imperaba ahora la ley marcial, la censura y la persecución política e ideológica.

CAPÍTULO TERCERO

Aún no habíamos llegado y el anticuario ya estaba ansioso por abandonar Hankow. Decía que allí no íbamos a estar seguros, que era una ciudad violenta y peligrosa y, de hecho, en el puerto, además de los sampanes, los juncos, los remolcadores y los vapores mercantes que atestaban el río, había una cantidad respetable de grandes buques de guerra de todas las nacionalidades. Esta visión, además de sobrecogerme, me persuadió de la necesidad de marcharnos cuanto antes pero, al parecer, no podíamos hacerlo hasta que el Kuomintang nos proporcionara un destacamento de soldados para nuestra protección. El patrón del sampán no ocultaba su nerviosismo mientras, con las manos clavadas en el timón, maniobraba esforzadamente entre la niebla para franquear los inmensos armazones metálicos.

Hankow [26], situada en la confluencia del Yangtsé con uno de sus grandes afluentes, el Han-Shui, era el último puerto al que las embarcaciones podían llegar desde Shanghai, a más de mil quinientos kilómetros aguas abajo. Después, el gran río Azul se volvía impracticable, de manera que las potencias occidentales, por motivos comerciales, habían convertido la ciudad en un gran puerto franco y habían levantado en ella unas espléndidas Concesiones que, para su desgracia, sólo habían atraído desde el principio la mala suerte: durante la revolución de 1911 contra el emperador Puyi, la urbe fue prácticamente arrasada y sólo siete meses antes de nuestra llegada habían tenido lugar en ella duros enfrentamientos y matanzas entre miembros del Kuomintang, del Kungchantang -el joven Partido Comunista, fundado apenas dos años atrás en Shanghai- y de las tropas de los caudillos militares que dominaban la zona.

Mientras los rickshaws nos llevaban hacia el cuartel del Kuomintang, los dos soldados disfrazados de marineros que nos habían acompañado desde Nanking corrían a nuestro lado con los pies descalzos y las manos en los revólveres que ocultaban bajo la ropa. Hubiera preferido, con diferencia, buscar alojamiento en algún lü kuan anodino; estar en manos de un partido militarizado empezaba a gustarme menos que los ataques de la Banda Verde, aunque no por ello dejaba de reconocer que nos hacía falta su amparo. Ahora, en Hankow, de nuevo en tierra firme, ¿cuánto tiempo transcurriría antes de que los esbirros que nos hostigaban desde Shanghai nos atacaran de nuevo?

Pasamos junto a unas viejas murallas destrozadas, dejamos atrás la -en otro tiempo- elegante Concesión Británica y llamó mi atención un soberbio edificio victoriano cuyas columnas corintias parecían haber sido abatidas a tiros. El hermoso estilo arquitectónico colonial estaba por todas partes pero también por todas partes había caído sobre él un odio destructor difícil de comprender. Al igual que había ocurrido poco antes en Europa, en China la guerra también estaba haciendo retroceder a la gente hacia el vandalismo, la necedad y la barbarie. Hankow debía de ser un polvorín y, en opinión de Lao Jiang y mía, no era una buena idea permanecer allí mucho tiempo.

Por suerte para nosotros, en el cuartel lo tenían todo preparado. Alguien había avisado por telegrafía al comandante del puesto y, desde días atrás, los transportes, avíos y escoltas aguardaban nuestra llegada listos para partir. Fue entonces cuando nos enteramos del golpe militar ocurrido en España y, mientras yo me lamentaba e intentaba explicarle a mi ignorante sobrina el alcance de la desgracia, el señor Jiang, viendo que había un teléfono, pidió permiso para ponerse en comunicación con el cuartel general de Nanking y preguntar por el estado de salud de Paddy Tichborne. Las noticias, por desgracia, no fueron buenas:

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