Jean-Christophe Rufin - El Abisinio

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Jean Baptiste Poncet, un joven médico perteneciente a la colonia francesa de El Cairo, es elegido para dirigir una misión cuyo objetivo es curar al Negus, mítico soberano abisinio. La embajada es, en realidad un pretexto del monarca Luis XIV para restablecer el contacto con Abisinia, afianzando así la presencia francesa en Oriente. Poncet, que ignora la trama urdida a sus espaldas, parte hacia África en compañía de su acólito Juremi, un artista y liberal francés, y el padre Brèvedent, jesuita que esconde una siniestra ambición de poder. Tras haber cumplido con su objetivo, vuelven a Versalles, donde comunican sus impresiones al Rey. Sin embargo, el recibimiento en palacio será muy diferente al esperado: la ideología liberal de Poncet chocará con el conservadurismo de la corte. Emocionante novela de aventuras impregnada de humor, parábola que cuestiona el papel colonizador de Occidente, El Abisinio recibió el premio Goncourt.

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– Pero vamos a ver -dijo el señor Macé en voz baja-, ¿acaso no saben cómo acabó todo?

– Eso ocurrió hace cincuenta años.

– Sí, pero aunque así sea… -continuó en un murmullo el secretario-. Cuánta habilidad y cuánta torpeza. Decir que han convertido al Negus y que casi subyugado el país para luego ser perseguidos, desterrados y comprobar que todos los católicos tienen prohibido entrar en Abisinia… No me diga, Excelencia, que ese cura es tan insensato que quiere volver.

– No, Macé, cálmese. La cuestión es que no quiere ir personalmente. Su plan es aún más extraordinario de lo que imagina.

El labio inferior del cónsul temblaba ligeramente. Temía marearse otra vez, así que tuvo la cautela de apoyar una mano en la mesa de roble.

– A mí, ahora quieren mandarme a mí.

– ¡A usted, Excelencia! -exclamó el señor Macé, levantándose de un salto-. ¡Pero eso es completamente imposible!

Permanecieron un momento así, de pie, cara a cara, inmóviles y pálidos. En medio de tanto silencio se deslizó cierto desasosiego. Era imposible, desde luego, sin duda alguna. Ahora bien, la pregunta era: ¿por qué? La única y verdadera razón era inconfesable, porque nadie proclama que tiene miedo. Pero ¿cómo justificar entonces esa negativa tan evidente? El señor Macé comprendió que el cónsul iba a encomendarle su primera misión importante. Y entonces se percató de que se le presentaba de forma inesperada una oportunidad para ser digno de los favores que creía haber perdido a consecuencia de su imprudente conducta con la señorita De Maillet.

– Su salud… -dijo el secretario, gesticulando con la mano como si quisiera aprehender una idea en el aire o atrapar una mariposa.

– Sí, sí… -dijo rápidamente el cónsul-, mi salud no lo soportaría. El clima. Además hay que atravesar desiertos…

Luego se le ensombreció el semblante.

– No me creerán. En Versalles no saben distinguir entre El Cairo y las arenas de Sudán…-No llegarán a esos extremos -dijo el señor Macé, que seguía inmerso en sus cavilaciones.

– ¡Los turcos! -dijo el cónsul-. Los turcos nunca me darán la autorización. Aquí está prohibido el proselitismo cristiano, y los turcos tienen interés en que Abisinia continúe rodeada de musulmanes. Su mayor temor es que una alianza católica los encuentre desprevenidos.

– Sí -dijo el señor Macé-, en caso de enviarse esta embajada, tiene que ser secreta. Y su portador un desconocido.

– Por supuesto -dijo el señor De Maillet sin miedo a contradecirse-, así no será tan cara. Con los turcos todo se compra, pero habría que pagar una buena suma para que el pacha autorizara el desplazamiento de un cónsul, que para ellos tiene el rango de bey.

– En cada etapa, los presentes serían más onerosos.

Los dos hombres sufrían un nerviosismo febril. El señor De Maillet condujo a su adjunto hacia un rincón de la estancia donde había un escritorio de persiana que se obstinaba en permanecer medio abierto porque el calor había dilatado los listones. El señor Macé tomó papel y pluma y escribió al dictado una breve nota, donde el cónsul mencionaba todos los argumentos que le impedían personarse en Abisinia. Luego lo releyeron con un tono resuelto. El señor De Maillet llenó hasta el borde dos vasitos de jerez (nombre que se daba en la casa al vino de Burdeos cuando se había remostado) y brindaron.

– No obstante -dijo el cónsul mientras dejaba el vaso con el semblante apesadumbrado como si el líquido lo hubiera atravesado de amargura-, desobedecer al Rey…

– ¡Usted no desobedece, Excelencia! El soberano quiere una embajada, y usted únicamente le explica que no puede dirigirla.

– En tal caso, debemos encontrar a otro.

De pronto, al pensar que el cónsul podía designarlo a él, el señor Macé se puso a temblar. No tenía ningunas ganas de partir hacia la muerte, y menos aún con el brillante y apacible porvenir que tenía por delante.

– Tenemos que buscar a alguien que realmente tenga posibilidades de llevarla a término -se apresuró a decir-. Yo creo que el Rey no desea sólo que su embajada se ponga en camino sino que también quiere que regrese. Un diplomático sería demasiado llamativo; ni siquiera pasaría la frontera de Egipto.

– ¡Justamente! -corroboró el cónsul-. Eso es lo que le decimos al ministro en nuestro despacho.Todavía estaban reflexionando en silencio cuando la campana de la capilla dio las dos de la tarde. El calor que pesaba sobre la ciudad había traspasado ya la cortina de verdor que rodeaba las casas, y el cónsul experimentó una sensación de disgusto al contemplar las manchas de sudor que impregnaban la chaqueta de algodón del señor Macé a la altura de las axilas. «Realmente, podría cambiarse de ropa de vez en cuando», se dijo.

Luego volvió a darle vueltas al asunto, pero sin duda ese instante de distracción lo llevó por nuevos derroteros.

– ¡Lo que en realidad necesitamos es un hombre útil! -exclamó.

Se quedó tan sorprendido de su propia idea que guardó silencio.

El señor Macé también se sorprendió gratamente ante aquella evidencia tan afortunada.

– Sí -continuó el secretario-, Su Excelencia tiene razón. Deberíamos encontrar a un hombre que ofreciera al Negus lo que necesita.

– ¡Un comerciante!

Al señor Macé se le iluminó el rostro de repente.

– El señor cónsul recordará -dijo con gran entusiasmo- que el mes pasado nos comentaron la llegada a El Cairo de una caravana procedente de Etiopía. Sin embargo, nadie la ha visto todavía. Probablemente se haya dispersado más al sur. Su jefe es un comerciante musulmán que ha viajado a Abisinia en varias ocasiones.

– ¿Usted lo conoce?

– Lo vi una vez en El Cairo. Es un hombre de aspecto muy humilde, casi parece un mendigo. Pero se dice que en su último viaje ha traído cinco mil escudos en polvo de oro, algalia y ámbar gris para cambiarlos por mercancías que el Negus le había pedido.

El señor De Maillet iba y venía, absolutamente entusiasmado.

– ¿Estará aquí?

– Lo ignoro. A decir verdad es poco probable, aunque quién sabe… Lleva todos sus asuntos con extrema discreción. Ni siquiera estoy seguro de que acepte hablar con nosotros, y menos aún de que nos proporcione algún detalle sobre Abisinia.

– Cada cosa a su tiempo -dijo el cónsul con tono perentorio-. Usted encuéntrelo. Ya lo convenceremos después.

La decisión estaba tomada, así que sin pensárselo más empujó al señor Macé hacia la puerta.

– Emprenda inmediatamente la búsqueda de ese hombre.

El secretario se sintió un poco desarmado ante tanta premura.-Tome mi caballo, un guardia, dinero, lo que necesite, y si está aquí, tráigamelo. Pero dígame, ¿cómo se llama?

– Los árabes le llaman Hadji Ali.

– En fin, le deseo buena suerte para encontrar a Hadji Ali, querido amigo.

El señor Macé se precipitó en dirección al patio del consulado, lleno de orgullo por el apelativo aunque desesperado por la misión que debía cumplir. Diez minutos más tarde, ya estaba en la ciudad.

El jesuíta, completamente repuesto, escuchó con serenidad al señor De Maillet mientras éste le exponía con la mayor naturalidad del mundo y de forma supuestamente improvisada el breve escrito que había redactado con el señor Macé.

Tras meditar unos instantes, el padre Versau se avino a las razones del cónsul y decidió, para gran alivio de éste, que no debía ser él quien acudiera en embajada a Abisima.

– A decir verdad -concluyó el bondadoso jesuíta-, nadie pensaba realmente que fuera usted personalmente.

Esta observación disgustó al cónsul. ¿Acaso sospechaban que en realidad era un cobarde? Se disponía a protestar cuando pensó que el auténtico coraje se demostraba aceptando las afrentas sin pestañear. Así que se contuvo valerosamente.

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