Fue en el transcurso de esos largos ratos de silencio y de éxtasis cuando Mani sintió por primera vez que le invadía el irreprimible deseo de pintar. Extraño deseo para un Túnica Blanca, deseo impío, deseo culpable. En aquel medio refractario a toda belleza, a todo color, a toda elegancia de las formas, en aquella comunidad para la que el más modesto icono revelaba un culto idólatra, ¿qué clase de milagro hizo posible que el talento y la obra de Mani surgieran? Mani, que con la perspectiva de los siglos está considerado como el verdadero fundador de la pintura oriental y del que nacerían, por cada pincelada suya, mil vocaciones de artista, tanto en Persia como en India, en Asia Central, en China y en Tíbet Hasta tal punto que, en algunas regiones, se dice aún «un Mani» cuando se quiere decir, con puntos de exclamación, «un pintor, un verdadero pintor».
Ese día, a la hora de despedirse, el chiquillo que aún vivía en él hizo un gesto curioso que habría parecido divertido si no hubiera estado impregnado de emoción. Inclinándose envarado ante el padre de Cloe, solicitó de él permiso para restaurar la pintura mural. Carias se guardó bien de reírse, pues se dio cuenta de que el muchacho estaba a punto de llorar. Sólo pudo balbucear con dificultad su consentimiento, al cual Mani respondió con un apretón de manos de adulto.
El griego, mientras le miraba alejarse cojeando, se sintió dividido entre la preocupación por haber confiado semejante tarea a un niño y el sentimiento de que estaba tratando, a pesar de todo, con un ser muy particular que, por alguna razón, le turbaba a él, el viejo Carias, e incluso le intimidaba.
Durante las semanas siguientes, Mani se dedicó a los preparativos. Primero los pinceles, hechos con sus propias manos con unas cañas en cuya extremidad ató pelos de cabra, obtenidos en el pueblo, para que tuvieran un tacto suave, o pelos tupidos de liebre. Luego los colores, pálidos o chillones, que descubría o componía él mismo con pasión e ingenio: de la arena, separaba los granos de color ocre o ladrillo; machacando cáscaras de huevos, conseguía la tonalidad del marfil; con pétalos, bayas o pistilos, completaba los reflejos y los matices; para fijarlos, los mezclaba con la resina que extraía de los troncos de los almendros.
Cuando se presentó la ocasión para hacer una nueva visita a los griegos, Mani acudió con sus pertrechos que fue desembalando sin precipitación. En aquel horno que era Mesopotamia en verano, pinturas y resinas exhalaban toda una paleta de fragancias. Carias y Maleo se fueron a la terraza para charlar como padre e hijo a la sombra de una palmera florecida mientras Cloe cortaba rajas de sandía para que todos saciaran su boca sedienta.
Al acercarse a Mani para servirle, la chiquilla sólo pudo ver una mezcla de colores; azul cielo a modo de fondo y zonas imprecisas, terrosas o sanguinas. Permaneció tras él, mirando. Y lentamente, entre la maraña de líneas y de luces, creyó distinguir un rostro. Los dedos de Mani revoloteaban a su alrededor y, a cada pasada, afirmaban sus rasgos. Apareció un personaje, como un viajero que emergiera de una bruma de otoño, sus cejas, su nariz, sus labios parecían atravesar la pared para volver a tomar asiento en el banquete de los vivos.
Subyugada, Cloe se acercó más al adolescente, que se interrumpió y retrocedió un paso para admirar a su personaje. Estaba empapado en sudor. Con un gesto ingenuo, la hija del griego levantó el borde de su blusa para secar gota a gota aquel sudor condensado en las sienes, en el contorno de los ojos y en el débil bozo donde también brillaban algunas gotitas como el rocío que la hierba retiene. A Mani le gustaba el agradable olor de Cloe, ese pícaro perfume de fruta, pero en aquel instante ya no lo olía, sino que lo respiraba, llenaba el aire a su alrededor, le envolvía, le invadía. Cada vez que la blusa de la niña le rozaba la cara, sentía que sus gestos se entorpecían, que su respiración se hacía más débil, que los ojos se le estrechaban. Pronto sólo vio su pincel, ese trozo de caña que, como un estúpido, sostenía levantado a la altura de sus labios. Su mirada se clavó en él, como si todo lo demás hubiera dejado de existir súbitamente. Ya no sentía sus miembros ni su cuerpo entero, sólo reconocía aquella mano que sostenía el pincel, que lo apretaba, que se aferraba a él desesperadamente. Y cuando la hija del griego se apartó para que el muchacho pudiera reanudar su obra, le vio inmóvil, con el pincel en suspenso, como si se dispusiera a dar un último toque de color.
Entonces, Cloe hizo señas a su padre para que se acercara sin hacer ruido, pero al entrar en la habitación, Carias dio rienda suelta a su alegría:
– ¡Era así! ¡En tiempos de mis antepasados, esa esquina de la pared debía de ser exactamente así!
Evidentemente, para él no podía haber mejor elogio. La figura reanimada por los pinceles parecía declarar en favor de la época gloriosa que él solía evocar.
– ¿Quién es ese personaje?
– Juan Bautista -dijo Mani como si descifrara el nombre en la pared.
– Nada de eso -se burló el griego-. En esta sala no ha habido jamás un Bautista. Sería más bien la diosa Deméter, Madre de los Cereales, o Ártemis Cazadora, o quizá Dioniso, a los que estaban consagrados todos nuestros banquetes. O incluso…
Se acercó a la imagen que había reaparecido.
– También podría ser el dios Mitra, ya que el pintor que vino de Dura-Europos estaba al tanto de todos sus misterios. Ahora estoy seguro, es él quien está representado aquí. ¡Mira, aún se ve la marca de los rayos de sol dibujados alrededor de su rostro!
– Mitra -murmuró Mani, lleno de terror.
Y tirando su pincel salió corriendo de la sala sin un gesto de despedida.
– ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! -no cesaba de repetir.
¿No le habían enseñado desde la infancia a huir de los griegos? ¿No le habían prohibido comer su pan y entrar en sus casas? ¿Qué locura de orgullo le había inducido a arrogarse el derecho de hacer caso omiso de esas prohibiciones? Y ahora estaba pintando ídolos. Impío, infiel, maldito.
¿Dónde habría podido refugiarse, sino en su península que ni siquiera Maleo conocía? Habría deseado encerrarse allí, olvidarse de todo, sepultarse, y que nadie jamás encontrara su cuerpo. Sin tomar aliento, se inclinó sobre el agua para calmar sus ojos.
Ahora se encontraba tendido, con los codos apoyados en el lecho del canal y la cara pegada a la superficie del agua. Sus amplias mangas flotaban como velas náufragas. Permaneció allí un largo rato, entumecido, quizá adormilado. Cuando miró de nuevo, vio su imagen reflejada, al principio borrosa, pero cada vez más nítida a medida que la superficie del agua se aquietaba. Jamás había visto su rostro tan de cerca. Una gota de agua estaba suspendida de sus labios entreabiertos.
Dijo una vez más «¡maldito!». Pero sus labios en el agua permanecieron inmóviles.
Aunque quería crisparlos con una mueca desolada, los labios en el agua no se crispaban. Sonreían. Y, lentamente, sus labios los imitaban. No era ya el agua la que reflejaba su imagen, era su rostro el que imitaba a ese otro ser que era él mismo y que veía en el agua.
Y, súbitamente, unas palabras fluyeron de sus labios, unas palabras que no eran suyas, pero que, sin embargo, pronunciaba con su voz:
– ¡Salve, Mani, hijo de Pattig!
Le temblaba la mandíbula y sintió dolor. Hubiera querido responder, hacer preguntas, pero sus palabras, sus propias palabras se le quedaban en la garganta, mientras las palabras del otro salían de su boca dominada:
– Salve, Mani, de mi parte y de parte de Aquel que me ha enviado.
Es el propio Mani quien cuenta esta escena sucedida al borde del agua. Para él, como para aquellos a los que un día llamarán maniqueos, señala el comienzo de su Revelación. Así nacen las creencias, dirán algunos: un deslizamiento de lo imaginario en el viraje de la pubertad, un encuentro con la mujer, la mujer prohibida; y el deseo se desborda…
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