Isabel Allende - Hija de la fortuna

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Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valparaíso en 1894, el año en que se descubre oro en California. Su amante, Joaquín Andieta, parte hacia el norte decidido encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la búsqueda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atraídos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo común. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi`en, un médico chino, quien la conducirá de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condición humana.

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Eliza retribuía de mil formas sutiles: discreción para respetar su silencio y sus horas de estudio, esmero en secundarlo en el consultorio, valor en la tarea de rescate de las niñas. Sin embargo, para Tao Chi´en el mejor regalo era el invencible optimismo de su amiga, que lo obligaba a reaccionar cuando las sombras amenazaban con envolverlo por completo. "Si andas triste pierdes fuerza y no puedes ayudar a nadie. Vamos a dar un paseo, necesito oler el bosque. Chinatown huele a salsa de soya" y se lo llevaba en coche a las afueras de la ciudad. Pasaban el día al aire libre correteando como muchachos, esa noche él dormía como un bendito y despertaba de nuevo vigoroso y alegre.

El capitán John Sommers atracó en el puerto de Valparaíso el 15 de marzo de 1853, agotado con el viaje y las exigencias de su patrona, cuyo capricho más reciente consistía en acarrear a remolque desde el sur de Chile un trozo de glaciar del tamaño de un barco ballenero. Se le había ocurrido fabricar sorbetes y helados para la venta, en vista de que los precios de las verduras y frutas habían bajado mucho desde que empezó a prosperar la agricultura en California. El oro había atraído a un cuarto de millón de inmigrantes en cuatro años, pero la bonanza estaba pasando. A pesar de ello, Paulina Rodríguez de Santa Cruz no pensaba moverse más de San Francisco. Había adoptado en su fiero corazón a esa ciudad de heroicos advenedizos, donde aún no existían las clases sociales. Ella misma supervisaba la construcción de su futuro hogar, una mansión en la punta de un cerro con la mejor vista de la bahía, pero esperaba su cuarto hijo y quería tenerlo en Valparaíso, donde su madre y sus hermanas la mimarían hasta el vicio. Su padre había sufrido una oportuna apoplejía, que le dejó medio cuerpo paralizado y el cerebro reblandecido. La invalidez no cambió el carácter de Agustín del Valle, pero le metió el susto de la muerte y, naturalmente, del infierno. Partir al otro mundo con una ristra de pecados mortales a la espalda no era buena idea, le había repetido incansable su pariente, el obispo. Del mujeriego y rajadiablo que fuera, nada quedaba, no por arrepentimiento, sino porque su cuerpo machucado era incapaz de esos trotes. Oía misa diaria en la capilla de su casa y soportaba estoico las lecturas de los Evangelios y los inacabables rosarios que su mujer recitaba. Nada de eso, sin embargo, lo volvió más benigno con sus inquilinos y empleados. Seguía tratando a su familia y al resto del mundo como un déspota, pero parte de la conversión fue un súbito e inexplicable amor por Paulina, la hija ausente. Se le olvidó que la había repudiado por escapar del convento para casarse con aquel hijo de judíos, cuyo nombre no podía recordar porque no era un apellido de su clase. Le escribió llamándola su favorita, la única heredera de su temple y su visión para los negocios, suplicándole que volviera al hogar, porque su pobre padre deseaba abrazarla antes de morir. ¿Es cierto que el viejo está muy mal?, preguntó Paulina, esperanzada, en una carta a sus hermanas. Pero no lo estaba y seguramente viviría muchos años jorobando a los demás desde su sillón de lisiado. En todo caso, al capitán Sommers le tocó transportar en ese viaje a su patrona con sus chiquillos malcriados, las sirvientas irremediablemente mareadas, el cargamento de baúles, dos vacas para la leche de los niños y tres perritos falderos con cintas en las orejas, como los de las cortesanas francesas, que reemplazaron al chucho ahogado en alta mar durante el primer viaje. Al capitán la travesía le pareció eterna y lo espantaba la idea de que dentro de poco debería conducir a Paulina y su circo de vuelta a San Francisco. Por primera vez en su larga vida de navegante pensó retirarse a pasar en tierra firme el tiempo que le quedaba en este mundo. Su hermano Jeremy lo aguardaba en el muelle y lo condujo a la casa, disculpando a Rose, que sufría de migraña.

– Ya sabes, siempre se enferma para el cumpleaños de Eliza. No ha podido reponerse de la muerte de la muchacha -explicó.

– De eso quiero hablarles -replicó el capitán.

Miss Rose no supo cuánto amaba a Eliza hasta que le faltó, entonces sintió que la certeza del amor maternal le llegaba demasiado tarde. Se culpaba por los años en que la quiso a medias, con un cariño arbitrario y caótico; las veces que se olvidaba de su existencia, demasiado ocupada en sus frivolidades, y cuando se acordaba descubría que la chiquilla había estado en el patio con las gallinas durante una semana. Eliza había sido lo más parecido a una hija que jamás tendría; por casi diecisiete años fue su amiga, su compañera de juegos, la única persona en el mundo que la tocaba. A Miss Rose le dolía el cuerpo de pura y simple soledad. Echaba de menos los baños con la niña, cuando chapoteaban felices en el agua aromatizada con hojas de menta y romero. Pensaba en las manos pequeñas y hábiles de Eliza lavándole el cabello, masajeándole la nuca, puliéndole las uñas con un trozo de gamuza, ayudándola a peinarse. Por las noches se quedaba esperando, con el oído atento a los pasos de la muchacha trayéndole su copita de licor anisado. Ansiaba sentir una vez más en la frente su beso de buenas noches. Miss Rose ya no escribía y suspendió por completo las tertulias musicales que antes constituían el eje de su vida social. La coquetería también se le pasó y estaba resignada a envejecer sin gracia, "a mi edad sólo se espera de una mujer que tenga dignidad y huela bien", decía. Ningún vestido nuevo salió de sus manos en esos años, seguía usando los mismos de antes y ni cuenta se daba que ya no estaban a la moda. La salita de costura permanecía abandonada y hasta la colección de bonetes y sombreros languidecía en cajas, porque había optado por el manto negro de las chilenas para salir a la calle. Ocupaba sus horas releyendo a los clásicos y tocando piezas melancólicas en el piano. Se aburría con determinación y método, como un castigo. La ausencia de Eliza se convirtió en buen pretexto para llevar luto por las penas y pérdidas de sus cuarenta años de vida, sobre todo la falta de amor. Eso lo sentía como una espina bajo la uña, un constante dolor en sordina. Se arrepentía de haberla criado en la mentira; no podía entender por qué inventó la historia de la cesta con las sábanas de batista, la improbable mantita de visón y las monedas de oro, cuando la verdad habría sido mucho más reconfortante. Eliza tenía derecho a saber que el adorado tío John era en realidad su padre, que ella y Jeremy eran sus tíos, que pertenecía a la familia Sommers y no era una huérfana recogida por caridad. Recordaba horrorizada cuando la arrastró hasta el orfelinato para darle un susto, ¿qué edad tenía entonces? Ocho o diez, una criatura. Si pudiera empezar de nuevo sería una madre muy diferente… De partida, la habría apoyado cuando se enamoró, en vez de declararle la guerra; si lo hubiera hecho, Eliza estaría viva, suspiraba, era culpa suya que al huir encontrara la muerte. Debió acordarse de su propio caso y entender que a las mujeres de su familia el primer amor las trastornaba. Lo más triste era no tener con quién hablar de ella, porque también Mama Fresia había desaparecido y su hermano Jeremy apretaba los labios y salía de la habitación si la mencionaba. Su pesadumbre contaminaba todo a su alrededor, en los últimos cuatro años la casa tenía un aire denso de mausoleo, la comida había decaído tanto, que ella se alimentaba de té con galletas inglesas. No había conseguido una cocinera decente y tampoco la había buscado con mucho ahínco. La limpieza y el orden la dejaban indiferente; faltaban flores en los jarrones y la mitad de las plantas del jardín languidecían por falta de cuidado. Durante cuatro inviernos las cortinas floreadas del verano colgaban en la sala sin que nadie se diera el trabajo de cambiarlas al final de la temporada.

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