El trabajo más importante de Tao Chi´en y Eliza Sommers comenzaba en las noches. En la oscuridad disponían de los cuerpos de las infortunadas que no podían salvar y llevaban a las demás al otro extremo de la ciudad, donde sus amigos cuáqueros. Una a una las niñas salían del infierno para lanzarse a ciegas a una aventura sin retorno. Perdían la esperanza de regresar a China o reencontrarse con sus familias, algunas no volvían a hablar en su lengua ni a ver otro rostro de su raza, debían aprender un oficio y trabajar duramente por el resto de sus vidas, pero cualquier cosa resultaba un paraíso comparado con la vida anterior. Las que Tao conseguía rematar se adaptaban mejor. Habían viajado en cajones y habían sido sometidas a la lascivia y brutalidad de los marineros, pero todavía no estaban completamente quebradas y mantenían cierta capacidad de redención. Las otras, libradas en el último instante de la muerte en el "hospital", nunca perdían el miedo que, como una enfermedad de la sangre, las quemaría por dentro hasta el último día. Tao Chi´en esperaba que con el tiempo aprendieran al menos a sonreír de vez en cuando. Apenas recuperaban sus fuerzas y entendían que nunca más tendrían que someterse a un hombre por obligación, pero siempre serían fugitivas, las conducían al hogar de sus amigos abolicionistas, parte del "underground railroad", como llamaban a la organización clandestina dedicada a socorrer a los esclavos evadidos, a la cual también pertenecía el herrero James Morton y sus hermanos. Recibían a los refugiados provenientes de estados esclavistas y los ayudaban a instalarse en California, pero en este caso debían operar en dirección contraria, sacando a las niñas chinas de California para llevarlas lejos de los traficantes y las pandillas criminales, buscarles un hogar y alguna forma de ganarse la vida. Los cuáqueros asumían los riesgos con fervor religioso: para ellos se trataba de inocentes mancilladas por la maldad humana, que Dios había puesto en su camino como prueba. Las acogían de tan buena gana, que a menudo ellas reaccionaban con violencia o terror; no sabían recibir afecto, pero la paciencia de esas buenas gentes iba poco a poco venciendo su resistencia. Les enseñaban unas cuantas frases indispensables en inglés, les daban una idea de las costumbres americanas, les mostraban un mapa para que supieran al menos dónde se encontraban, y trataban de iniciarlas en algún oficio, mientras esperaban que llegara Babalú, el Malo, a buscarlas.
El gigante había encontrado al fin la mejor forma de dar buen uso a sus talentos: era un viajero incansable, gran trasnochador y amante de la aventura. Al verlo aparecer, las "sing song girls" corrían despavoridas a esconderse y se requería mucha persuasión de parte de sus protectores para tranquilizarlas. Babalú había aprendido una canción en chino y tres trucos de malabarismo, que utilizaba para deslumbrarlas y mitigar el espanto del primer encuentro, pero no renunciaba por ningún motivo a sus pieles de lobo, su cráneo rapado, sus aros de filibustero y su formidable armamento. Se quedaba un par de días, hasta convencer a sus protegidas de que no era un demonio y no intentaba devorarlas, enseguida partía con ellas de noche. Las distancias estaban bien calculadas para llegar al amanecer a otro refugio, donde descansaban durante el día. Se movilizaban a caballo; un coche resultaba inútil, porque buena parte del trayecto se hacía a campo abierto, evitando los caminos. Había descubierto que era mucho más seguro viajar en la oscuridad, siempre que uno supiera ubicarse, porque los osos, las culebras, los forajidos y los indios dormían, como todo el mundo. Babalú las dejaba a salvo en manos de otros miembros de la vasta red de la libertad. Terminaban en granjas de Oregón, lavanderías en Canadá, talleres de artesanía en México, otras se empleaban como sirvientas de familia y no faltaban algunas que se casaban. Tao Chi´en y Eliza solían recibir noticias por medio de James Morton, quien seguía la pista de cada fugitivo rescatado por su organización. De vez en cuando les llegaba un sobre de algún lugar remoto y al abrirlo hallaban un papel con un nombre mal garabateado, unas flores secas o un dibujo, entonces se felicitaban porque otra de las "sing song girls" se había salvado.
A veces a Eliza le tocaba compartir por algunos días su habitación con una niña recién rescatada, pero tampoco ante ella revelaba su condición de mujer, que sólo Tao conocía. Disponía de la mejor pieza de la casa al fondo del consultorio de su amigo. Era un aposento amplio con dos ventanas que daban a un pequeño patio interior, donde cultivaban plantas medicinales para el consultorio y yerbas aromáticas para cocinar. Fantaseaban a menudo con cambiarse a una casa más grande y tener un verdadero jardín, no sólo para fines prácticos, sino también para recreo de la vista y regocijo de la memoria, un lugar donde crecieran las más bellas plantas de China y de Chile y hubiera una glorieta para sentarse a tomar té por las tardes y admirar la salida del sol sobre la bahía en las madrugadas. Tao Chi´en había notado el afán de Eliza por convertir la casa en un hogar, el esmero con que limpiaba y ordenaba, su constancia para mantener discretos ramos de flores frescas en cada habitación. No había tenido antes ocasión de apreciar tales refinamientos; creció en total pobreza, en la mansión del maestro de acupuntura faltaba una mano de mujer para convertirla en hogar y Lin era tan frágil, que no le alcanzaban las fuerzas para ocuparse de tareas domésticas. Eliza en cambio, tenía el instinto de los pájaros para hacer nido. Invertía en acomodar la casa parte de lo que ganaba tocando el piano un par de noches a la semana en un "saloon" y vendiendo "empanadas" y tortas en el barrio de los chilenos. Así había adquirido cortinas, un mantel de damasco, tiestos para la cocina, platos y copas de porcelana. Para ella las buenas maneras en que se había criado eran esenciales, convertía en una ceremonia la única comida al día que compartían, presentaba los platos con primor y enrojecía de satisfacción cuando él celebraba sus afanes. Los asuntos cuotidianos parecían resolverse solos, como si de noche espíritus generosos limpiaran el consultorio, pusieran al día los archivos, entraran discretamente a la habitación de Tao Chi´en para lavar su ropa, pegar sus botones, cepillar sus trajes y cambiar el agua de las rosas sobre su mesa.
– No me agobies de atenciones, Eliza.
– Dijiste que los chinos esperan que las mujeres los sirvan.
– Eso es en China, pero yo nunca tuve esa suerte… Me estás malcriando.
– De eso se trata. Miss Rose decía que para dominar a un hombre hay que acostumbrarlo a vivir bien y cuando se porta mal, el castigo consiste en suprimir los mimos.
– ¿No se quedó soltera Miss Rose?
– Por decisión propia, no por falta de oportunidades.
– No pienso portarme mal, pero después ¿cómo viviré solo?
– Nunca vivirás solo. No eres del todo feo y siempre habrá una mujer de pies grandes y mal carácter dispuesta a casarse contigo -replicó y él se echó a reír encantado.
Tao había comprado muebles finos para el aposento de Eliza, el único de la casa decorado con cierto lujo. Paseando juntos por Chinatown, ella solía admirar el estilo de los muebles tradicionales chinos. "Son muy hermosos, pero pesados. El error es poner demasiados", decía. Le regaló una cama y un armario de madera oscura tallada y después ella eligió una mesa, sillas y un biombo de bambú. No quiso una colcha de seda, como se usaría en China, sino una de aspecto europeo, de lino blanco bordado con grandes almohadones del mismo material.
– ¿Estás seguro que quieres hacer este gasto, Tao?
– Estás pensando en las "sing song girls"…
– Sí.
– Tú misma has dicho que todo el oro de California no podría comprarlas a todas. No te preocupes, tenemos suficiente.
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