– ¡Siga así, señora! ¡Que vean que no les tenemos miedo! Su prisionero estará orgulloso de usted -añadió, y se echó a lloriquear, no porque ella tuviera prisionero a nadie (hacía mucho tiempo que se le había pasado la edad de tener un marido o un hijo en la guerra), sino porque los prejuicios sobreviven a las pasiones, y ella era patriota y sentimental.
Cuando la anciana señora Angellier y el alemán se encontraban cara a cara, ambos retrocedían instintivamente, de un modo que, en el oficial, podía pasar por una afectación de cortesía, por el deseo de no importunar con su presencia a la señora de la casa, y se parecía bastante a la reparada de un purasangre que ve una víbora ante sus patas, mientras que la señora Angellier ni siquiera se molestaba en disimular el estremecimiento que la sacudía y se quedaba rígida, en la actitud de pavor que puede causar la proximidad de un animal peligroso e inmundo. Pero eso sólo duraba un instante: la buena educación sirve precisamente para corregir las reacciones instintivas de los seres humanos. El oficial se erguía todavía más, revestía sus facciones de una seriedad y rigidez de autómata, inclinaba la cabeza y daba un taconazo («¡Oh, ese saludo a la prusiana!», se decía la anciana, sin pensar que, tratándose de un hombre nacido en Alemania oriental, no podía esperarse ni la zalema de un árabe ni el apretón de manos de un inglés). Por su parte, la señora Angellier cruzaba las manos sobre el estómago con un gesto similar al de la monjita que está velando a un muerto y se levanta para saludar a un miembro de su familia sospechoso de anticlericalismo, lo que hace que su rostro adopte diversas expresiones: el aparente respeto («usted manda»), la censura («pero todo el mundo sabe que es usted un descreído»), la resignación («ofrezcamos nuestra repugnancia al Señor») y, por último, un destello de alegría feroz («tiempo al tiempo, amiguito: tú arderás en el infierno mientras que yo me iré al cielo calzada y vestida»), aunque en el caso de la anciana este último pensamiento coincidía más bien con el deseo que formulaba mentalmente cada vez que veía a un miembro del ejército de ocupación: «Ojalá se pudra en el fondo del Canal», porque en esa época se esperaba que intentaran invadir Inglaterra en cualquier momento. Tomando sus deseos por realidades, la señora Angellier incluso creía ver al alemán con las lívidas e hinchadas facciones de un ahogado devuelto a la playa por las olas, y sólo eso le permitía adoptar un rostro humano, dejar que una débil sonrisa vagara por sus labios como el último rayo de un sol que se apaga y responder a su interlocutor, que se había interesado por su salud: «Gracias. Bien, dadas las circunstancias», en un tono lúgubre que se acentuaba en las dos últimas palabras y significaba: «Bien, dado el desastroso estado de mi país por vuestra culpa.»
Detrás de la señora Angellier venía Lucile. Esos días estaba más callada, ausente y seria que de costumbre. Inclinaba silenciosamente la cabeza al pasar junto al alemán, que tampoco decía nada, pero, creyendo que no lo veían, la seguía con una larga mirada; sin volverse, la anciana Angellier, que parecía tener ojos en la nuca cuando de sorprenderlos se trataba, le murmuraba a su nuera, colérica:
– No le prestes atención. Sigue ahí. -La anciana no respiraba libremente hasta que la puerta se cerraba detrás de ellas; entonces, fulminaba a Lucile con una mirada asesina-. Hoy no te has peinado como siempre -le decía con voz seca, o bien-: ¿Te has puesto el vestido nuevo? No te favorece.
Sin embargo, pese al odio que sentía a veces hacia Lucile, simplemente porque ella estaba allí y su hijo, ausente, pese a todo lo que habría podido sospechar o presentir, ni se le había pasado por la cabeza que entre su hija política y el oficial alemán pudiera existir algún sentimiento tierno. En el fondo, todos juzgamos a los demás según nuestro propio corazón. El avaro cree que a todo el mundo lo mueve el interés; el lujurioso, el deseo, y así sucesivamente. Para la señora Angellier, un alemán no era un hombre, sino la personificación de la maldad, la crueldad y el odio. Que otros tuvieran una opinión distinta le parecía imposible, inconcebible… Era tan incapaz de imaginarse a Lucile enamorada de un alemán como de representarse el acoplamiento de una mujer y un unicornio, un dragón, una quimera… El alemán tampoco le parecía enamorado de Lucile, porque no podía atribuirle ningún sentimiento humano. Creía que lo único que perseguía con sus miradas era insultar todavía más aquella casa francesa que ya había profanado; que sentía un placer indescriptible al ver a su merced a la madre y la esposa de un prisionero francés. Lo que realmente la irritaba era lo que ella llamaba «la indiferencia» de Lucile: «¡Prueba nuevos peinados, se pone vestidos nuevos…! ¿Es que no comprende que el alemán pensará que es por él? ¡Qué falta de dignidad!» Le habría gustado cubrir el rostro de su nuera con una máscara y vestirla con un saco. Verla guapa y sana la hacía sufrir, le desgarraba el corazón: «Y mientras tanto, mi hijo, mi pobre hijo…»
El día que se cruzaron con el alemán en el vestíbulo y vieron que estaba pálido y llevaba un brazo en cabestrillo -«con ostentación», se dijo la señora Angellier-, se llevó una alegría enorme. Cuál no sería su indignación al oír que, casi a su pesar, Lucile se apresuraba a preguntar:
– ¿Qué le ha pasado, mein Herr ?
– Me ha derribado el caballo. Un animal difícil al que montaba por primera vez.
– Tiene muy mala cara -dijo ella mirando el rostro extenuado del teniente-. ¿Por qué no se acuesta?
– ¡Oh, no es más que un rasguño! Además… -añadió haciendo un gesto hacia la ventana, bajo la que en esos momentos pasaba el regimiento-. Las maniobras, ya sabe…
– ¿Cómo? ¿Otra vez?
– Estamos en guerra -respondió él con una débil sonrisa y, tras un breve saludo, se marchó.
– Pero ¿qué haces? -exclamó la señora Angellier con voz desabrida. Lucile había apartado la cortina y seguía a los soldados con la mirada-. Está visto que no tienes sentido de las conveniencias. Los alemanes deben desfilar ante ventanas cerradas y persianas echadas… como en mil ochocientos setenta.
– Cuando entran por primera vez en una ciudad, sí -respondió Lucile con impaciencia-; pero cuando recorren nuestras calles casi a diario, si siguiéramos las tradiciones al pie de la letra, estaríamos condenadas a una oscuridad perpetua.
El cielo de la tarde presagiaba tormenta; una luz sulfurosa bañaba todos aquellos rostros alzados, todas aquellas bocas abiertas, de las que salía un canto armonioso, exhalado a media voz, como contenido, como reprimido, que no tardaría en estallar en un solemne y magnífico coro.
– Tienen unos cánticos curiosos, que te arrastran… -decía la gente del pueblo-. ¡Parecen oraciones!
Al ponerse el sol, un rayo escarlata tiñó de sangre los cascos y las caras, las hinchadas yugulares, los uniformes verdes y al oficial a caballo que mandaba el destacamento. Hasta la señora Angellier se quedó sobrecogida.
– Ojalá fuera un presagio… -murmuró.
Las maniobras acabaron a medianoche. Lucile oyó la puerta de la calle, que se abría y volvía a cerrarse, y reconoció los pasos del oficial en las baldosas del vestíbulo. Suspiró. No podía dormir. ¡Otra mala noche! Ahora todas eran parecidas: vigilias interminables y absurdas pesadillas… A las seis, ya estaba en pie. Pero eso no solucionaba nada. Sólo hacía los días más largos y vacíos.
La cocinera comunicó a las dos señoras Angellier que el alemán había vuelto enfermo y que el oficial médico había pasado a verlo y, tras comprobar que tenía fiebre, le había ordenado guardar cama. A mediodía, dos soldados se presentaron con un almuerzo que el enfermo no tocó. Permanecía en su habitación, pero no estaba acostado; se lo oía ir de aquí para allá, y sus monótonos pasos irritaban de tal modo a la anciana Angellier que se retiró a sus habitaciones en cuanto acabó de comer, contrariamente a su costumbre, pues hasta las cuatro solía hacer cuentas o tejer en la sala, junto a la ventana en verano y ante el fuego en invierno. Después subía al segundo piso, donde tenía sus habitaciones y no la perturbaba ningún ruido. Lucile respiraba hasta que volvía a oír unos débiles pasos que bajaban la escalera, vagaban por la casa, al parecer sin objeto, y luego se perdían de nuevo en las profundidades del segundo piso. A veces se preguntaba qué haría su suegra allí arriba, a oscuras, porque cerraba ventanas y postigos y no encendía la luz. De modo que no leía. En realidad jamás leía. Puede que siguiera tejiendo en la oscuridad… Hacía bufandas para los prisioneros, largas y estrechas tiras de lana que confeccionaba sin mirar, con la seguridad de un ciego. ¿Rezaba? ¿Dormía? Volvía a bajar a las siete sin un solo pelo despeinado, muda y tiesa en su negro vestido.
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