Irène Némirovsky - Suite Francesa

Здесь есть возможность читать онлайн «Irène Némirovsky - Suite Francesa» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Историческая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Suite Francesa: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Suite Francesa»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

El descubrimiento de un manuscrito perdido de Irène Némirovsky causó una auténtica conmoción en el mundo editorial francés y europeo.
Novela excepcional escrita en condiciones excepcionales, Suite francesa retrata con maestría una época fundamental de la Europa del siglo XX. En otoño de 2004 le fue concedido el premio Renaudot, otorgado por primera vez a un autor fallecido. Imbuida de un claro componente autobiográfico, Suite francesa se inicia en París los días previos a la invasión alemana, en un clima de incertidumbre e incredulidad. Enseguida, tras las primeras bombas, miles de familias se lanzan a las carreteras en coche, en bicicleta o a pie. Némirovsky dibuja con precisión las escenas, unas conmovedoras y otras grotescas, que se suceden en el camino: ricos burgueses angustiados, amantes abandonadas, ancianos olvidados en el viaje, los bombardeos sobre la población indefensa, las artimañas para conseguir agua, comida y gasolina. A medida que los alemanes van tomando posesión del país, se vislumbra un desmoronamiento del orden social imperante y el nacimiento de una nueva época. La presencia de los invasores despertará odios, pero también historias de amor clandestinas y públicas muestras de colaboracionismo. Concebida como una composición en cinco partes -de las cuales la autora sólo alcanzó a escribir dos- Suite francesa combina un retrato intimista de la burguesía ilustrada con una visión implacable de la sociedad francesa durante la ocupación. Con lucidez, pero también con un desasosiego notablemente exento de sentimentalismo, Némirovsky muestra el fiel reflejo de una sociedad que ha perdido su rumbo. El tono realista y distante de Némirovsky le permite componer una radiografía fiel del país que la ha abandonado a su suerte y la ha arrojado en manos de sus verdugos. Estamos pues ante un testimonio profundo y conmovedor de la condición humana, escrito sin la facilidad de la distancia ni la perspectiva del tiempo, por alguien que no llegó a conocer siquiera el final del cataclismo que le tocó vivir.

Suite Francesa — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Suite Francesa», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– Vamos, caballero… Venga, señora, ¿no les da vergüenza?

– Pero ¿dónde están los coches? -chilló Corte.

– Han ordenado retirarlos.

– Pero ¿quién? ¿Por qué? ¿Y nuestro equipaje? ¡Mis manuscritos! ¡Soy Gabriel Corte!

– ¡Por amor de Dios, ya encontrará sus dichosos manuscritos! ¡Y déjeme decirle que otros han perdido mucho más!

– ¡Ignorante!

– Lo que usted diga, caballero, pero…

– ¿Quién ha dado esa estúpida orden?

– Eso, caballero… Se han dado muchas que no eran más inteligentes, debo reconocerlo. Encontrará usted su coche y sus documentos, estoy seguro. Entretanto, no deben quedarse aquí. Los alemanes llegarán de un momento a otro. Tenemos orden de volar la estación.

– ¿Y adónde vamos?

– Vuelvan a la ciudad.

– Pero ¿dónde nos alojaremos?

– Sitio no les va a faltar. Todo el mundo se larga -dijo otro soldado que se había acercado a Corte.

El claro de luna derramaba una luz tenue y azulada. El hombre tenía un rostro rudo y severo: dos grandes pliegues verticales le surcaban las toscas mejillas. Posó la mano en el hombro de Gabriel y, sin esfuerzo aparente, lo hizo girar.

– ¡Ea, arreando! Ya nos hemos cansado de verlos, ¿entendido?

Por un instante, Gabriel pensó que se arrojaría sobre el soldado, pero la presión de aquella mano férrea sobre el hombro lo hizo recapacitar y retroceder dos pasos.

– Llevamos en la carretera desde el lunes… y tenemos hambre…

– Tenemos hambre -gimió Florence haciendo eco a Gabriel.

– Aguanten hasta mañana. Si seguimos aquí, les daremos sopa.

Con su voz cansada y suave, el soldado de las gafas gruesas repitió:

– No se queden aquí, caballero… Vamos, váyanse -les urgió, cogiendo del brazo a Corte y empujándolo levemente, como se hace con los niños para sacarlos del salón y mandarlos a dormir.

Gabriel y Florence volvieron a cruzar la plaza arrastrando los cansados pies, pero esta vez el uno al lado del otro. Su cólera había desaparecido, y con ella la tensión nerviosa que los sostenía. Estaban tan desmoralizados que no tuvieron fuerzas para ponerse a buscar otro restaurante. Llamaron a puertas que no se abrieron. Acabaron derrumbándose en un banco, cerca de una iglesia. Florence se quitó los zapatos con una mueca de dolor.

Pasaba el tiempo. No ocurría nada. La estación seguía en su sitio. De vez en cuando se oían los pasos de los soldados en la calle de al lado. En un par de ocasiones, un hombre pasó por delante del banco sin siquiera mirar a Florence y Gabriel, ovillados en el silencio de la noche, con las cabezas pesadamente apoyadas la una en la otra. Un hedor a carne podrida llegó hasta ellos: una bomba había incendiado los mataderos de las afueras. Se adormecieron. Cuando despertaron, vieron pasar a unos soldados que llevaban escudillas. Florence soltó un débil gemido de hambre y los soldados le dieron un cuenco de caldo y un trozo de pan. Con la luz del día, Gabriel recuperó parte del respeto humano: no osó disputarle a su amante un poco de caldo y aquel mendrugo. Florence bebía lentamente. Sin embargo, se detuvo y le dijo:

– Cómete el resto.

Él rehusó.

– No, mujer, si apenas hay para ti…

Ella le tendió el recipiente de aluminio, medio lleno de un liquido tibio que olía a col. Gabriel lo cogió con manos temblorosas, se llevó el borde a los labios y bebió el caldo a grandes tragos, sin apenas respirar. Al acabar soltó un suspiro de satisfacción.

– ¿Están mejor? -les preguntó un soldado.

Reconocieron al que la noche anterior los había echado de la plaza de la estación, aunque los rayos del sol naciente suavizaban su rostro de feroz centurión. Gabriel recordó que llevaba cigarrillos en el bolsillo y le ofreció uno. Los dos hombres fumaron en silencio durante unos instantes, mientras Florence intentaba en vano ponerse los zapatos.

– Yo en su lugar -dijo al fin el soldado- me largaría, porque, se lo garantizo, los alemanes volverán. Lo raro es que todavía no estén aquí. Pero ya no les corre prisa -añadió con amargura-. Ahora será un paseo hasta Bayona.

– ¿Cree usted que está todo perdido? -le preguntó Florence con timidez.

Por toda respuesta, el soldado dio media vuelta y se fue. Ellos también se dirigieron hacia las afueras, paso a paso y sin mirar atrás. De aquella ciudad que parecía desierta surgían ahora pequeños grupos de refugiados cargados de maletas. Aquí y allá se reunían como animales perdidos que se buscan y se juntan después de una tormenta. Iban hacia el puente custodiado por los soldados, que los dejaban pasar. Y allí fueron los Corte. Sobre sus cabezas resplandecía el cielo, un cielo de un azul puro y deslumbrante en el que no se veía ni una nube ni un avión. A sus pies discurría un bonito río. Enfrente, veían la carretera hacia el sur y un bosque de árboles muy jóvenes, cubiertos de tiernas hojas verdes. De pronto tuvieron la impresión de que el bosque se animaba y avanzaba a su encuentro. Camiones y cañones alemanes camuflados se dirigían hacia ellos. Corte vio que la gente de delante levantaba los brazos, daba media vuelta y echaba a correr. En el mismo instante, los franceses abrieron fuego y las ametralladoras alemanas les respondieron. Atrapados entre dos fuegos, los refugiados corrían en todas las direcciones, aunque algunos se limitaban a dar vueltas sobre sí mismos, como si hubieran perdido el juicio. Una mujer pasó las piernas por encima del pretil y se arrojó al agua. Florence agarró del brazo a Gabriel e, hincándole las uñas, chilló:

– ¡Volvamos, corre!

– Pero ¡van a volar el puente! -gritó él.

La agarró de la mano y la arrastró hacia delante. De pronto se le ocurrió la idea, extraña, súbita y deslumbrante como un relámpago, de que corrían hacia la muerte. Atrajo hacia sí a Florence, la obligó a agachar la cabeza para ocultársela bajo su abrigo, como quien le venda los ojos a un condenado, y, tropezando y jadeando, llevándola casi en vilo, recorrió los escasos metros que los separaban de la otra orilla. Aunque le parecía que el corazón le golpeaba el pecho como el badajo de una campana, en realidad no tenía miedo. Deseaba salvarle la vida a Florence con un ansia salvaje. Confiaba en algo invisible, en una mano protectora tendida hacia él, hacia él, un ser débil, miserable, pequeño, tan pequeño que el destino se apiadaría de él como la tempestad de una brizna de paja. Cruzaron el puente, pasaron casi rozando a los alemanes en su carrera y dejaron atrás las ametralladoras y los uniformes verdes. La carretera estaba despejada y la muerte quedaba atrás, y de pronto, allí mismo, a la entrada de un pequeño camino forestal, distinguieron -sí, no se equivocaban, lo habían reconocido de inmediato- su coche, con sus fieles criados, que estaban esperándolos. Florence sólo pudo gemir:

– ¡Julie! ¡Alabado sea Dios, Julie!

Las voces del chofer y la doncella llegaron a los oídos de Gabriel como esos sordos y extraños sonidos que atraviesan a medias la bruma de un desvanecimiento. Florence se echó a llorar. Con lentitud, con incredulidad, con eclipses de lucidez, Corte comprendió penosa y gradualmente que le devolvían el coche, que le devolvían los manuscritos, que había vuelto a la vida, que ya nunca volvería a ser un hombre corriente, desesperado, hambriento, a un tiempo cobarde y arrojado, sino un ser privilegiado y protegido de todo mal: ¡Gabriel Corte!

18

Al fin, el lunes 17 de junio a mediodía, Hubert llegó a orillas del Allier con los soldados que lo habían recogido en la carretera. Por el camino se les habían unido voluntarios: guardias móviles, senegaleses, militares que intentaban en vano reconstituir sus desbaratadas compañías aferrándose a cualquier núcleo de resistencia con desesperado coraje, y chicos como Hubert Péricand, que habían quedado separados de sus familias durante el éxodo o se habían fugado durante la noche para «unirse a las tropas», frase mágica que circulaba de pueblo en pueblo, de granja en granja. «Vamos a unirnos a las tropas, a escapar de los alemanes y reagruparnos al otro lado del Loira», repetían bocas de dieciséis años. Aquellos chicos llevaban un hatillo a la espalda (las sobras de la merienda del día anterior envueltas a toda prisa en un jersey y una camisa por una madre deshecha en llanto), tenían rostros sonrosados y redondos, los dedos manchados de tinta y voces que estaban mudando. Tres de ellos iban acompañados por sus padres, veteranos del catorce que, debido a su edad, sus viejas heridas y su situación familiar, habían permanecido al margen de los combates desde septiembre. El jefe de batallón instaló su puesto de mando bajo un puente de piedra cercano al paso a nivel. Hubert contó casi doscientos hombres en el camino y la orilla del río. En su inexperiencia, creyó que ahora el enemigo tenía enfrente a un poderoso ejército. Vio colocar toneladas de melinita en el puente de piedra; lo que ignoraba era que no habían conseguido encontrar cordón Pickford para la mecha. Los soldados trabajaban en silencio o dormían tumbados en el suelo. Llevaban todo un día sin comer. Al atardecer repartieron botellas de cerveza. Hubert no tenía hambre, pero la cerveza rubia, con su sabor amargo y su suave espuma, le proporcionó una sensación de bienestar. Le hacía falta para animarse porque, de momento, allí nadie parecía necesitarlo. Iba de soldado en soldado ofreciendo tímidamente sus servicios, pero no le respondían, ni siquiera lo miraban. Vio a dos hombres llevando paja y haces de leña hacia el puente, y a otro empujando un barril de alquitrán. Hubert cogió un enorme haz de leña, pero con tanta torpeza que se clavó las astillas y tuvo que ahogar una exclamación de dolor. Pensaba que nadie lo había oído, pero instantes después creyó morirse de vergüenza cuando, al soltar su carga a la entrada del puente, uno de los hombres le gritó:

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Suite Francesa»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Suite Francesa» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Suite Francesa»

Обсуждение, отзывы о книге «Suite Francesa» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x