Estaba tan cansado que le bastó con cerrar los párpados un instante para quedarse traspuesto. Pero apenas durmió un minuto. Volvió a abrir los ojos y escrutó la habitación con expresión ausente. Una leve corriente de aire movía la bombilla del techo haciéndola parpadear como si fuera a apagarse, como una vela expuesta al viento. Iluminaba estampas descoloridas, amorcillos de muslos otrora rojos como la sangre pero ahora cubiertos por una pátina de polvo oscuro. Era una habitación enorme de techo alto y muebles de madera negra y terciopelo granate, con una mesa en medio y un viejo quinqué cuyo globo, lleno de moscas muertas, parecía tapizado de densa mermelada negra.
Naturalmente, las balas también la habían alcanzado. En un lado, sobre todo, el tabique estaba atravesado por orificios enormes y el yeso, agrietado en forma de estrella, se descascarillaba poco a poco e iba amontonándose en el suelo como fina arena. Golder tocó distraídamente el desconchón y luego se sacudió las manos y se levantó. Eran más de las tres.
Dio unos pasos, volvió a sentarse, se inclinó para quitarse los zapatos y se quedó agachado, con el brazo estirado, inmóvil. ¿Para qué iba a desnudarse? No podría dormir. No había una jarra de agua. Fue al lavabo y abrió un grifo. Nada. Hacía un calor asfixiante y no corría ni un soplo de brisa. El polvo y el sudor le pegaban la ropa interior al cuerpo. Cuando se movía, la tela húmeda le daba escalofríos en los hombros, desagradables como los que provoca la fiebre.
«¡Qué ganas tengo de marcharme de este país, Dios mío!», se dijo.
La noche se le estaba haciendo eterna. Aún faltaban tres horas. El barco no zarpaba hasta el amanecer. Pero, claro, se retrasaría… En el mar todo iría mejor. Soplaría un poco de viento, un poco de aire. Y luego, Constantinopla. El Mediterráneo. París. ¿París? Pensó en todos aquellos hipócritas de la Bolsa y sintió una vaga satisfacción. «¿Sabe que el viejo Golder…? Pues sí. ¿Quién lo habría dicho, eh? La verdad es que parecía acabado.» Golder creía estar oyéndolos. Gentuza… ¿Qué podrían valer ahora los Teisk? Trató de calcularlo, pero era difícil… Desde la marcha de Valleys no tenía noticias de Europa. Tiempo al tiempo… Jadeó ruidosamente. Era curioso, pero no podía imaginar cómo sería su vida después de aquella travesía. Tiempo al tiempo… Joy… Hizo una mueca. Joy… De tarde en tarde, sin duda, cuando su marido, o ella misma, perdieran en el juego, se acordaría de que existía el viejo, se presentaría en casa, cogería el dinero y volvería a desaparecer durante meses… Expresamente, había hecho estipular a Seton que ella no podría tocar el capital. «Si no, desde el día de su boda hasta el de mi muerte…» No acabó la frase. No se forjaba ilusiones.
– He hecho todo lo que estaba en mi mano -dijo con tristeza en voz alta.
Se había quitado los botines. Fue hasta la cama y se acostó. Pero desde hacía algún tiempo no podía estar acostado. Se ahogaba. A veces se quedaba dormido, pero se despertaba enseguida respirando con ansia y soltando unos extraños gemidos que oía apenas, como en sueños, y que le parecían estremecedores e incomprensibles, cargados de una oscura y siniestra amenaza. Nunca supo que quien se quejaba de aquel modo, gimiendo como un niño, era él.
También esa noche empezó a asfixiarse en cuanto se tumbó en la cama. Se levantó con dificultad, arrastró un sillón hasta la ventana, la abrió… Abajo se veía el puerto, aguas negras… Estaba a punto de amanecer.
De repente, se durmió.
A las cinco, la primera sirena que sonó en el puerto despertó a Golder.
Se levantó con dificultad, cogió los zapatos y volvió a abrir el grifo del lavabo, en vano. Llamó al timbre y esperó largo rato; nadie acudió. En el frasco que llevaba en la maleta quedaba un poco de colonia. Se la echó en las manos y la cara, recogió sus cosas y bajó.
En el vestíbulo, consiguió que al menos le sirvieran una taza de té. Pagó y se marchó.
Buscó un coche con la mirada. Sin embargo, la ciudad parecía desierta. Una gruesa capa de arena, levantada por el viento que soplaba del mar, ocultaba parcialmente los guardacantones y cubría las calles, en las que los pasos se marcaban con tanta nitidez como en la nieve.
Golder llamó a un niño que corría descalzo, sin hacer ruido, por la calzada.
– ¿Me llevas la maleta hasta el puerto? ¿No hay coches?
El niño pareció no entender, pero cogió la maleta y echó a andar delante de Golder.
Las casas estaban cerradas; las ventanas, tapiadas con tablas. Se veían bancos y edificios públicos, pero vacíos, abandonados. En las fachadas, la huella del águila imperial, arrancada de la piedra, parecía una herida. Sin darse cuenta, Golder avivó el paso.
Le pareció reconocer algún callejón oscuro, las desvencijadas casas de madera… Pero qué silencio… De pronto, se detuvo.
Estaban cerca del puerto. Un fuerte olor a sal y cieno impregnaba la atmósfera. El cuchitril de un zapatero, negro, pequeño, con una bota de hierro oscilando y chirriando ante el escaparate… En la esquina de la calle, el hotel donde Golder había vivido, un antro de marineros y fulanas, seguía en pie. El zapatero era un primo de su padre establecido en la región. Golder iba a comer a su casa de vez en cuando. Se acordaba muy bien… Buscó la cara de aquel hombre en su memoria. Pero sólo encontró el sonido de su ruda y quejumbrosa voz, quizá porque se parecía a la de Soifer: «Quédate, chaval. ¿Crees que allí el dinero crece en los árboles? ¡Bah, la vida es igual de dura en todas partes!»
Casi sin querer, Golder extendió la mano hacia el picaporte, pero la dejó caer. ¡Hacía cuarenta y ocho años! Se encogió de hombros y siguió su camino.
«¿Y si me hubiera quedado?»
Rió por lo bajo. ¿Quién sabía? Gloria, cuidando de la casa y friendo tortas en grasa de oca los viernes por la noche…
– La vida… -murmuró débilmente.
Era extraño que al cabo de tantos años hubiera vuelto a aquel rincón perdido de la tierra.
El puerto: lo reconoció como si se hubiera marchado el día anterior. El pequeño edificio medio en ruinas de la aduana. Barcas varadas, encalladas en la arena negra, basta, salpicada de carbonilla y desperdicios… El agua verde, espesa, cenagosa, cubierta como antaño de corteza de sandía y animales muertos. Subió a bordo de un pequeño vapor griego que antes de la guerra hacía la travesía entre Batum y Constantinopla. Debía de haber transportado pasajeros, porque conservaba la apariencia de cierto confort. Tenía un salón con piano. Pero desde la Revolución sólo llevaba mercancías, aunque seguro que también se dedicaba a tráficos dudosos. Era un barco sucio y miserable.
«Por suerte, no es un viaje largo», se dijo Golder.
En la cubierta, un grupo de hombres, schurum-burum con los casquetes rojos calados, jugaban a las cartas sentados en el suelo. Al acercarse Golder, levantaron la cabeza. Uno de ellos agitó un collar de abalorios rosa que llevaba enrollado en el brazo y le sonrió.
– Compra algo, barin …
Golder meneó la cabeza y los apartó con suavidad valiéndose de la punta del bastón. Durante aquel primer viaje, que pervivía en su recuerdo con extraña nitidez, cuántas veces había jugado a las cartas, por la noche, en cualquier rincón del barco, con hombres como aquéllos… Hacía mucho tiempo… Los buhoneros encogieron las piernas para dejarle pasar. Golder bajó a su camarote y contempló suspirando el mar a través del ojo de buey. El barco zarpaba. Se sentó en la litera, unas tablas cubiertas con un delgado jergón relleno con una especie de paja seca y crepitante. Si no se estropeaba el tiempo, pasaría la noche en cubierta. Aunque hacía viento. El barco se balanceaba, cabeceaba. Golder miró el mar con una especie de odio. Qué harto estaba de aquel universo que no paraba de moverse, de agitarse a su alrededor… La tierra, corriendo tras las ventanillas de los coches y los trenes, aquellas olas con sus rugidos de animales inquietos, las humaredas en el tormentoso cielo de otoño… Contemplar, hasta la muerte, un horizonte inalterable…
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