Paul-Jean Franceschini - Calígula

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Cayo Julio César Germánico se conviertió en emperador romano el año 37 d.C. Inteligente y cultivado, aunque acomplejado por su físico, tenía dos grandes pasiones: el teatro y Drusila, la más bella de sus hermanas. Calígula comenzó su gobierno adulado por el pueblo y lo terminó siendo detestado por todos: se había comportado como el peor de los dictadores, destacando por sus extravagancias, provocaciones y brutalidad. La ambición de poder era tal, que Calígula acabó creyendo ser un dios. Pero su ceguera y autocomplacencia le impidieron percatarse de la conspiración que se fraguaba en torno a su persona. Esta es la historia de un ser fuera de lo común, conocido por su crueldad, lujuria, y naturaleza desequilibrada, y por las intrigas familiares y políticas en las que participó

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– Debería conducirse con más prudencia.

– ¡Prudencia! ¡Si se exhibe en un espectáculo! ¡Seis aurigas a la vez! ¡Por lo visto le han puesto el mote de «la Venus verde»!

– ¿Quién sabe si la obra es tan indecente como aseguran? Ni tú ni yo hemos asistido a ella.

– ¡Sería el colmo!

– Tus amigas no la han visto tampoco. Quizá se trate de una alegoría en la que nuestra hija, por su belleza, representa el papel de Venus recibiendo la manzana del pastor Paris.

– ¡La manzana! Y en lugar de una manzana… ¡Ah, no me hagas decir barbaridades!

Lépida descargó su cólera propinando un puñetazo a la cama conyugal, la misma que, unos meses atrás, había prestado llena de esperanzas a su primo para que desvirgara a su hija.

– ¡Cálmate, mujer!

– ¡La Venus verde! Cuando él se entere, la repudiará.

– Tal vez no sea algo tan malo después de todo.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– ¡Está visto que las mujeres no entienden nada de política! ¿Te crees que Calígula va a vivir mucho tiempo todavía? ¿No has reparado en que, desde la marcha de su Drusila, se lo ve con más mala cara que un esclavo de las minas de Cerdeña?

– ¡Pues precisamente por eso! Si se muere, Claudio será emperador.

– No. El Senado nunca elegirá a un contrahecho. En mi opinión, escogerán a uno de entre ellos, con lo que Domicio Ahenobarbo tiene muchas posibilidades.

– ¿Y eso de qué nos sirve? Tanto da que sea él o que sea otro.

Barbato aprovechó para tomarse una pequeña revancha.

– Hombre, ya sabes que nuestra hija le gustaba tanto que se pasaba el día metido en esta casa. Estaba loco por ella.

– Pero si está casado -replicó Lépida, molesta.

– ¡Y qué! Repudiará a Agripina. De todas formas, no la soporta. En tiempos de Tiberio, le sacudía todas las mañanas, como a una alfombra.

– Tiene un hijo.

– Si se casa con Mesalina, en cuanto ella le procure un descendiente, le otorgará preferencia frente al hijo de una mujer que detesta. En cuanto a ti, serás la suegra del emperador.

Al contemplar esta perspectiva, Lépida se olvidó de la herida en su amor propio.

– Cierto: ella sabría hechizar a cualquier hombre para casarse con el. ¡Y entonces, se acabarán los devaneos con aurigas, gladiadores y negros! Ahenobarbo nunca se resignaría a ser el rey de los cornudos, como Claudio.

Discretamente, Barbato saboreó el placer de saberse por fin destronado.

42 Roma, mayo del año 38

El gran teatro de Marcelo estaba lleno a rebosar: resultaba peligroso no asistir a tina obra recomendada por el emperador. En el extremo de cada fila, se erguía un miembro de la guardia pretoriana armado como invitación militar a aplaudir con enfervorecido entusiasmo. A un maleducado que había osado bostezar, lo habían arrancado de su localidad y tras despertarlo con una lluvia de golpes, se lo habían llevado a un destino desconocido.

Calígula ocupaba un palco lateral que le permitía no perder de vista a los espectadores. En la primera fila, las vestales, acostumbradas a las ceremonias interminables, parecían petrificadas dentro de sus inmaculadas estolas. Tras ellas se alineaban los magistrados, cónsules y senadores en un despliegue de togas bordadas de púrpura, hasta la primera de las catorce hileras de gradas destinadas a los miembros de la clase ecuestre. Detrás de los caballeros, se apiñaba el público popular, reclutado a la fuerza en el Foro y en las calles para hacer bulto.

La acción transcurría en Egipto, y un recitante declamaba en griego rebuscados poemas. Los actores, con máscaras de chacal, león, halcón o cocodrilo, representaban el papel de dioses. Nada había más alejado de la mentalidad romana que aquella exhibición de fieras. La desventura de la hermana divina que busca los trozos del cuerpo de su hermano para reconstituirlo y devolverle la vida parecía, a orillas del Tíber, una grotesca fantasmagoría. En el palco imperial, Claudio dormía a pierna suelta, con la mano posada sobre el muslo de Mesalina. Agripina urdía sus planes sin dirigir una mirada al espectáculo. Envarado en su túnica de pliegues irreprochables, Barbato se aburría con distinción junto a Lépida, que vigilaba a su hija.

En el escenario, Cleopatra recibía la visita de un barquero que llevaba a hombros una enorme alfombra enrollada. Con un hábil gesto, éste la extendió ante el trono de la soberana y de ella surgió un hombre, cuyo pico de águila evocaba a César. Los asistentes emitieron un «¡oh!» de estupefacción ante aquella inversión de los papeles.

– Yo te saludo, reina -dijo el gran Julio con la potente voz del actor Apeles-. ¿Podrías prestarme tus soldados? Son más valerosos que los míos.

En la tercera fila sonó un rugido de indignación.

– ¡Mentira! ¡Eso es una descarada mentira! -grito Macrón. Tras concluir la obra, Calígula mandó que le llevaran al espectador que se había permitido bostezar. El hombre había recibido tal tunda que apenas se tenía en pie. Consciente de que su muerte era segura, temblaba como un azogado delante del emperador.

– No temas, amigo mío, no te deseo ningún mal. Sólo querría disipar el horrible aburrimiento que esta obra te ha infligido. Necesitas distracciones más insólitas, más sorprendentes. Veamos, ¿qué podría ofrecerte? -Se rascó despacio la cabeza, saboreando el terror de su víctima-. Ya está. Vas a partir, hoy mismo, hacia el reino de Mauritania. El viaje es más largo que la obra, pero como es mucho más variado, sin duda te distraerá. Con suerte, te toparás con piratas o con un naufragio. Es preciso de todos modos que te confíe una misión. ¿Qué podrías hacer allá? Claudio, ¿tú qué opinas?

– ¿Una mi… mi…?

– Una misión. Veo, tío, que tienes la cabeza en otra parte. ¿Agripina?

– Eso no me interesa lo más mínimo.

– ¿Lesbia?

– Podría traer púrpura o perfumes.

– No. ¿Mesalina?

– Esclavos negros de proporciones colosales.

– Se me ocurre una idea mejor. Secretario, toma nota: «A mi amigo, el rey de Mauritania: No hagas ni bien ni mal a este hombre que te envío. Cuídate y ámame.» Nunca una persona habrá ido tan lejos en balde.

– ¡No le hagas ni bien ni mal! -repitió Mnester-. ¡Qué soberbia réplica, digna de una comedia!

– La vida es una comedia. Nosotros, las gentes de teatro, lo sabemos bien. ¿No es así, Mesalina?

Después de despedir al involuntario viajero, Calígula mandó llamar al prefecto del pretorio. ¡Aquella vez, se había excedido! Para recibirlo, eligió la máscara de la solicitud irónica.

– Siento mucho que no haya sido de tu agrado la obra, mi querido Macrón. Por lo visto, le has encontrado errores.

– Sí, César. Todo el mundo sabe que era Cleopatra quien estaba dentro de la alfombra enrollada y no Julio. Pero considero más grave aún afirmar que sus soldados eran superiores a los nuestros. Un legionario romano es capaz de hacer huir a cincuenta egipcios.

– Tienes razón. De todas formas, tanto en el teatro como en la poesía, hay que conceder cierto margen a la fantasía. Ahora que lo pienso, ¿por qué mantenemos tres legiones en Egipto? Si lo que afirmas es cierto, con una sola bastaría para imponer respeto a esos cobardes de piel oscura.

– Sí, César. De sobra.

– Me has dado una excelente idea. Flaco ha demostrado su ineptitud en Alejandría. Se ha puesto a los judíos en contra y comete demasiadas tonterías. Estaba decidido a deshacerme de él, pero no sabía a quién nombrar en su lugar. A decir verdad, ignoraba que conocieras tan bien los asuntos egipcios.

– Pero, César…

– Prepárate para partir. Te nombro prefecto de Egipto.

Aquél era el puesto más elevado al que podía aspirar un simple caballero. De hecho, a la prefectura de Egipto se le atribuía el mismo valor que a todos los consulados. Aun así, Macrón sabía que esta designación lo privaría del mando, y por consiguiente también de la protección, de las cohortes pretorianas. Pensó en Sejano. ¿Qué habría sentido al enterarse de su caída en desgracia?

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