Paul-Jean Franceschini - Calígula

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Cayo Julio César Germánico se conviertió en emperador romano el año 37 d.C. Inteligente y cultivado, aunque acomplejado por su físico, tenía dos grandes pasiones: el teatro y Drusila, la más bella de sus hermanas. Calígula comenzó su gobierno adulado por el pueblo y lo terminó siendo detestado por todos: se había comportado como el peor de los dictadores, destacando por sus extravagancias, provocaciones y brutalidad. La ambición de poder era tal, que Calígula acabó creyendo ser un dios. Pero su ceguera y autocomplacencia le impidieron percatarse de la conspiración que se fraguaba en torno a su persona. Esta es la historia de un ser fuera de lo común, conocido por su crueldad, lujuria, y naturaleza desequilibrada, y por las intrigas familiares y políticas en las que participó

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En su palacio itinerante, Calígula concedía audiencias. Cuando se cansaba de los cumplidos de los dignatarios, ordenaba llamar al famoso cómico Apeles para que le recitase un poema o, si le entraba la vena amorosa, a su favorito, el egipcio Helicón. Pese al regocijo que le producía la perspectiva de ver pronto a Drusila, su impaciencia se teñía de inquietud. ¿Cómo habría vivido ella tan larga separación? Él no se atrevía a compartir sus temores con nadie. Había autorizado a Enia a desplazarse directamente a Roma con Macrón, y lo lamentaba. Le había tomado el gusto a su admirativa confianza en la misión que los dioses le habían encomendado. Agripa poseía una rara inteligencia, pero no creía ni en su dios ni en los de los demás. ¡Ese escéptico ni siquiera había reconocido al prodigioso ser anunciado por Trasilo!

Jenofonte ocupaba la carroza que avanzaba detrás de la del emperador. Tras la muerte de Tiberio, su prestigio había llegado a lo más alto, y sus colegas de las localidades por las que pasaban solicitaban humildemente el honor de ser presentados a la gloria de la isla de Cos. A Agripa le habían asignado, para efectuar el viaje en compañía de Salomé, el majestuoso pompaticum que proclamaba su dignidad de príncipe extranjero. Su compañera estaba alborozada por verse libre del estorbo de sus padres. Aquélla era su primera estancia en Italia. Como una colegiada en vacaciones, observaba encantada el espectáculo, admirando el porte de los militares que se relevaban para cabalgar junto a su portezuela, como siguiendo un plan preconcebido. Un día, si Agripa sabía manejarse bien, ella misma sería también aclamada por aquella multitud de adoradores y pasaría bajo esos arcos de triunfo de follaje mientras las madres sostenían en alto a sus pequeños, a la vista de la pareja real.

.-Cayo nos invita pocas veces a su carruaje -comentó al concluir el segundo día.

– ¡Tiene demasiado quehacer! No te imaginas lo que es la vida de un emperador.

Delante del ludus de una aldea perdida, una decena de gladiadores en atuendo de combate se había alineado para saludar al cortejo. Al príncipe se le ocurrió de improviso una idea para salir del apuro. Mandó buscar a Graco. El lanista acudió sin tardanza y subió al pompaticum con la agilidad de un joven.

– ¡Ay, príncipe, los dioses nos devuelven la vida! El emperador abroga el edicto de Tiberio sobre la caza. ¡Podré utilizar mis fieras!

– Espero que hagas fortuna bajo este nuevo reinado.

– ¡No lo dudes! A los Juegos Fúnebres seguirán muchos otros más. Los negocios vuelven a animarse. Calígula me está muy agradecido por los servicios prestados.

– ¿Crees que es posible contar con la gratitud de los grandes?

– Tú no sabes todos los servicios que le he prestado.

– Sí que lo sé. Según me ha contado has sido un mensajero muy valioso.

– Me ha prometido darme el anillo con su efigie que permite acceder a él en todo instante.

– Es un gran honor por el cual te felicito, pero ahora hablemos de dinero. Le llueven las propuestas para los Juegos Fúnebres. Tu principal rival de Capua tiene bastantes posibilidades. Verás, mi querido Graco, debo hacerte un pequeño reproche.

– ¿Un reproche? Ah, si te refieres a esa cuadriga de los Verdes que di por vencedora el año pasado…

– ¡Eso es una bagatela! No, lo que te reprocho, amigo mío, es tu falta de ambición. Te contentas con la riqueza, cuando en la posición en que te encuentras, deberías amasar una inmensa fortuna y llegar a convertirte en un nuevo Creso.

– ¿Y cómo?

– El emperador me reserva el trono de Israel. ¿Quieres hacer negocios con un rey?

– Sería un gran honor. ¿De qué negocios se trata?

– De vender a los judíos objetos de gran valor. Yo proporcionaré la mercancía y compartiremos los beneficios a partes iguales.

– Ellos no compran nada de valor…

– Tienes razón, no compran ni joyas, ni muebles, ni esclavos. Sí conceden en cambio una enorme importancia a su religión. Algunos de mis futuros súbditos son muy ricos y están dispuestos a pagar cuanto se les pida para parecer piadosos. Nosotros los llamamos fariseos. Les venderemos reliquias de los profetas de Israel, y te garantizo que pagarán sumas que no alcanzas a imaginar.

– ¿Qué entiendes por reliquias? Nunca había oído esa palabra.

– Las reliquias son lo que queda del paso por la tierra de los hombres ilustres. Por ejemplo, la trompeta de Josué o el bastón de

Moisés.

– ¿Un trompeta y un bastón? -repitió Graco, atónito.

– La trompeta por sí sola se vendería fácilmente por mil talentos, tal vez más. Un talento equivale a algo más de treinta mil sestercios.

– ¡Treinta millones de sestercios por una trompeta!

– Sí. Y aún se pagaría más por el bastón de Moisés. El número de reliquias es infinito. Por ejemplo, existe en mi país una pequeña secta cuyo profeta ha sido crucificado. ¡Hay algunos discípulos ricos a quienes podrías vender pedazos de su cruz! Comprenderás sin duda que no conviene que un rey lleve a cabo ese tipo de negocios en persona. Necesito un socio. ¿Aceptas, pues, mi proposición?

– Ah, príncipe, la acepto con gratitud. ¡Pongo a Mercurio por testigo!

– ¡Pues bien, ya somos socios! Debo asumir algunos gastos antes de mi coronación. Estaría bien que me adelantaras una parte de nuestras ganancias. Bastará con un millón de sestercios.

– ¿Un millón de sestercios?

– El bastón solo vale treinta veces más. Aunque si no está dentro de tus posibilidades, ya buscaré otro socio. No se hable más.

– No, príncipe, no está fuera de mis posibilidades. Te facilitaré la suma no bien lleguemos a Roma. Puedes contar conmigo. ¡Cumpliré mi palabra, por Hércules!

En el momento en que el pompaticum se detenía, Salomé, que egresaba a su puesto, se topó con el lanista. «¡Un bastón! -lo oyó farfullar-. ¡Pedazos de una cruz! ¡Una trompeta!»

– ¡Tu amigo se ha vuelto loco! -le comentó a Agripa, que reía para sí.

El cuarto día, Macrón regresó de Roma a galope tendido. Aseguró que la ciudad preparaba al emperador una acogida más prodigiosa que el célebre triunfo de Paulo Emilio. A continuación señaló que diez condenados a muerte aguardaban su ejecución en la cárcel de Tullianum.

– ¿Cuáles son tus órdenes, César?

– ¿De qué se les acusa?

– De lesa majestad.

– ¿Desde cuándo están allí?

– Desde hace diez meses.

– ¿Y por qué siguen aún con vida?

– Tiberio no había tomado una decisión al respecto.

– Encárgate de que liberen a esos desdichados. ¿Te has cerciorado de que otorguen el antiguo apartamento de Livia a Drusila?

– El mayordomo me ha confirmado que ese asunto estará resuelto a tu llegada. A propósito, si me permites un consejo, los gastos de reformas no deben constar en el presupuesto del Estado.

– Lo tomaré en cuenta. Tienes una opinión para todo. ¡Eres un nombre de valor inestimable!

– Sólo quiero serte útil.

¡Francamente, el sarcasmo y el humor quedaban fuera del alcance de los militares!

El décimo día, llegaron a los suburbios de Roma. Se congregó a multitud enorme. El populacho expresaba su sentir por el diento mediante un juego de palabras: «¡Tiberio al Tíber!» Calígula ordenó que los guardias germanos dispersasen a los insolentes. Arrastrada por el gentío, la delegación de la orden ecuestre, que acudía al encuentro del nuevo emperador, recibió su ración de golpes de cuerda y a duras penas logró zafarse de la muchedumbre.

En la Curia, adonde llegaron después de dejar el catafalco bajo la custodia de las vestales, los senadores dispensaron al emperador una recepción deferente y cargada de esperanza. Aquel joven desconocido y pálido había de ser por fuerza preferible al viejo tirano que tanto los había aterrorizado. Ahenobarbo lo presentó con pomposas fórmulas. Los senadores renovaron por unanimidad los poderes excepcionales atribuidos desde el anuncio de la muerte del emperador y le concedieron su título oficial: Caius Caesar Germanicus Imperator. A continuación, se trasladó a un gabinete próximo donde se vistió con las insignias de la dignidad imperial.

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