Paul-Jean Franceschini - Calígula

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Cayo Julio César Germánico se conviertió en emperador romano el año 37 d.C. Inteligente y cultivado, aunque acomplejado por su físico, tenía dos grandes pasiones: el teatro y Drusila, la más bella de sus hermanas. Calígula comenzó su gobierno adulado por el pueblo y lo terminó siendo detestado por todos: se había comportado como el peor de los dictadores, destacando por sus extravagancias, provocaciones y brutalidad. La ambición de poder era tal, que Calígula acabó creyendo ser un dios. Pero su ceguera y autocomplacencia le impidieron percatarse de la conspiración que se fraguaba en torno a su persona. Esta es la historia de un ser fuera de lo común, conocido por su crueldad, lujuria, y naturaleza desequilibrada, y por las intrigas familiares y políticas en las que participó

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– Veamos si te he entendido: ¿ese tal Simón no es el hombre que busca Tiberio?

– ¡Por desgracia, no! A pesar de todo es un gran mago. ¿Por qué tuvo que ponerse a hablar de ese maldito rabino? Supongo que soltó otras inconveniencias.

Calígula se acostó en la cama.

– Apártate un poco, te lo ruego. ¡Apestas como si te hubieses acostado con un chivo! Ay, mi venerado maestro, te creía más sutil. ¿Cómo has podido imaginar por un instante que un ilusionista era el prodigioso ser que espera el mundo? Eres un poco corto de entendederas. A propósito, ¿sabes que Tiberio ha destituido a Pilatos y a Antipas? Los envía exiliados a la Galia.

– ¡Les está bien empleado! ¿Quién es el nuevo tetrarca?

– Aún no lo ha nombrado. ¿Quieres que interceda en tu favor, oh mi venerado maestro?

Agripa no sonrió. En ocasiones, su ex alumno ponía a prueba su paciencia.

14 Miseno, febrero del año 37

Como si quisiera desmentir los rumores que corrían sobre la inminencia de su muerte, durante la breve travesía de Capri a Miseno, Tiberio se paseó por el puente con paso firme. Luego se mostró curioso y divertido durante el recorrido de la villa de Apicio.

El ilustre gastrónomo había decorado su palacio campestre como uno de los gigantescos y elaborados pasteles que se servían en su mesa. Para los romanos, pueblo de campesinos enriquecidos, el lujo residía en lo complicado y lo rebuscado. En sus jardines, lo más alejados posible de la naturaleza, abundaban las grutas artificiales, los surtidores de agua coloreada, las estatuas, los macizos de flores raras, los árboles recortados en formas fantásticas de hipopótamos voladores o de serpientes con patas. Tiberio se paseó entre tales maravillas, fascinado.

Se había convocado a todos los miembros de la familia imperial a escuchar la lectura del nuevo testamento, a excepción de Drusila. Calígula percibió en ello una pequeña muestra de crueldad del viejo: pensaba privarlo de su hermana querida hasta el último día de su vida. Se esperaba de un momento a otro a Antonia, que se había retrasado a causa de un ataque de gota.

Todos habían comprendido que el final estaba próximo. Los criados se preparaban ya para llevar luto. Lesbia había dejado de reír. Agripina exhibía su vientre redondeado con el orgullo de un centurión portaestandarte, apuntando hacia delante con su mentón cuadrado. Aparte, se esforzaba por calmar a Ahenobarbo, que amenazaba con ir a cantarle cuatro verdades a Tiberio.

A finales de mes, Tiberio había mandado llamar al jefe de las cocinas. Jamás en Capri lo había honrado con una entrevista privada, ya que su mesa constituía la menor de sus precupaciones. La entrevista duró tanto rato que todos quedaron intrigados. A su salida, el hombre parecía atónito, pero se negó a efectuar la menor confidencia y circuló entre sus cocineros y pinches una consigna de silencio tan rigurosa que nadie logró averiguar nada. A Claudio, que, aguijoneado por la curiosidad, merodeaba por las cocinas, le cerraron el paso dos guardias germanos. Aquellos rubios brutos debían de haber recibido órdenes de Tiberio en persona.

– Pero ¿qué estará tramando? ¿Acaso se dispone a envenenarnos a todos?

Desde aquella noche que pasó sobre la paja del calabozo de Capri, Agripa le guardaba rencor a Calígula por haberse burlado de su mal trance.

– Yo no sé nada. Pregúntale a Laverna -respondió encogiéndose de hombros.

En el panteón latino, en consonancia con el talante utilitario de aquella civilización, cada divinidad desempeña una función precisa. La diosa Laverna era la especialista en trapacerías, engaños y mentiras. Puesto que disimulaba lo esencial, la representaban unas veces como un cuerpo sin cabeza y otras como una cabeza sin cuerpo. Siempre la invocaban en silencio.

– Jenofonte asegura -prosiguió Calígula- que a Tiberio le queda muy poco tiempo. No es ésa la impresión que da. Por lo visto, ha recuperado el apetito.

– Tal vez prepare un lectisternio.

– Ah, no. Habrían colocado estatuas.

En circunstancias excepcionales, acostaban las estatuas de los dioses en camas frente a mesas guarnecidas de manjares y flores. Así agasajados, los divinos comensales manifestaban su buena disposición hacia los mortales.

El festín fue servido en el mayor de los cinco comedores de la villa. Aquel santuario de la gastronomía estaba decorado con un gigantesco cuadro en el que Baco, coronado de sarmientos, agitaba una cepa de vid en dirección a una mesa rebosante de manjares. Bajo cada plato estaba inscrita la mejor procedencia: pavos de Samos, faisanes de la ribera del Phasis, cabritos de Ambracia, atunes de Calcedonia, jade de Galia y salchichones de Iberia. Calígula interpretó como un desaire que el emperador dejase a Gemelo recostarse a su derecha.

– Demos las gracias a los dioses por habernos reunido -dijo Tiberio en tono afable-. Estos últimos tiempos he estado enfermo. Ahora me siento mejor, mucho mejor. ¡Que comience la fiesta!

Una larga fila de pinches entró en la estancia. Portaban bandejas, como de costumbre, aunque en esta ocasión no transportaban en ellas jabalíes asados o pavos con la cola desplegada. Los sirvientes dispusieron sobre la mesa central varias decenas de platos que junto con las guarniciones componían una estudiada armonía de color que iba del verde claro al púrpura. No faltaba allí verdura alguna: rodajas de pepino en salmuera en sus recipientes de reluciente cerámica, acelgas alargadas, apio caballar de raíz carnosa, chirivía silvestre que agasaja el paladar y cebolla albarrana, que, según se dice, posee propiedades digestivas. Había coles que estaban dispuestas en cuadrados como un manípulo de legionarios: coles de Cumas de cabeza acampanada, coles de Bruttium de enormes hojas, coles de Alicia de diáfanas hojas, coles tiernas de Pompeya, de dulce sabor. Los brotes de orobanca, de lúpulo o de fresal alineados como en desfile acompañaban los tallos de enredaderas y de cardos silvestres, cardos borriqueros fritos, puerros de Tarento sumergidos en aceite. Unas escudillas de oro contenían humildes gachas de cebada, espelta, espinacas o habas, así como el alioli que se servía en las tabernas de la Suburra [1]. Cada una de las cincuenta y cinco verduras que enumera Apicio en su tratado estaba presentada en todo su esplendor. Los comensales se miraban, sin saber qué actitud adoptar. ¿Había que tomárselo a broma o no?

– Ya sabéis en cuánta estima os tengo a todos -declaró Tiberio, burlón-. Por eso me preocupo por vuestra salud. La carne estriñe y el vino enturbia las ideas. Las verduras son saludables. Yo las consumo en abundancia a fin de dejaros lo más tarde posible. ¿Qué Piensas tú de ello, Cayo? ¿Puedo esperar vivir aún mucho tiempo gracias a este régimen?

– Eso es lo que deseamos todos.

No lo dudo. Agripina, hazme el favor de probar este rábano blanco. Livia, que lo comía todas las mañanas, vivió ochenta y seis años. ¡Lesbia, cuidado con la malva! Fue la causante del último coco de Cicerón. ¡Los cólicos no son buenos para las chicas bonitas!

Se volvió hacia Ahenobarbo, que se había tomado el menú como una afrenta y se negaba de forma ostentosa a probar bocado.

– ¡Ah, no sales nada caro a tus anfitriones! Si todos los invitados de ese pobre Apicio te hubieran imitado, no se habría suicidado después de caer en la ruina.

Sin aguardar respuesta, pasó a Claudio que, aquejado de una voracidad crónica, estaba concentrado engullendo unas gachas de avena.

– Tú, como historiador, ¿cuál dirías que es la verdura más antigua de nuestra cocina romana?

– El rábano. Se cuenta en los anales que un tal Curio Dentato recibió a los samnitas, que habían venido a comprar su alianza con oro, sin dejar de saborear un rábano asado.

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