Paul-Jean Franceschini - Calígula

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Cayo Julio César Germánico se conviertió en emperador romano el año 37 d.C. Inteligente y cultivado, aunque acomplejado por su físico, tenía dos grandes pasiones: el teatro y Drusila, la más bella de sus hermanas. Calígula comenzó su gobierno adulado por el pueblo y lo terminó siendo detestado por todos: se había comportado como el peor de los dictadores, destacando por sus extravagancias, provocaciones y brutalidad. La ambición de poder era tal, que Calígula acabó creyendo ser un dios. Pero su ceguera y autocomplacencia le impidieron percatarse de la conspiración que se fraguaba en torno a su persona. Esta es la historia de un ser fuera de lo común, conocido por su crueldad, lujuria, y naturaleza desequilibrada, y por las intrigas familiares y políticas en las que participó

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– Cuentan que has abortado una revuelta en Samaria. Todo el mundo admira tu habilidad.

– ¿Tiberio te ha hablado de ello?

No. No ha dicho una palabra; me he enterado en las oficinas.

No te conocía ese talento.

– Prefiero distraerme con otras ocupaciones. Jugando a los latrunculi, por ejemplo.

– ¡Pues vienes como caído del cielo!

La partida se prolongó unas seis horas. Si bien el ave resultó más difícil de desplumar de lo que había afirmado Calígula, el príncipe logró embolsarse una fuerte suma.

Hubo de aguardar casi una semana a que el emperador le concediese audiencia. Cuando lo vio, quedó asombrado por su deterioro. El hombre de edad pero sano que recordaba se había convertido en un viejo cuyo aspecto proclamaba a voces que le quedaba poco tiempo de vida.

Tiberio correspondió a su saludo con un gruñido. Parecía de pésimo humor.

– ¿Por qué compareces sin Simón?

– Llegará sin tardanza, César. No me fue posible impedirle que partiese a Antioquía, donde sus discípulos le preparaban un homenaje.

– ¿Estás seguro de que se trata del hombre del que hablaba Trasilo?

– Todo indica que sí. Obra milagros. Realizará alguno ante ti.

– ¡Ya veremos, ya veremos! Confío en que no te hayas equivocado. ¡Sería lamentable! Puedes retirarte.

El emperador no había mencionado siquiera el asunto de Samaria, y menos aún la gratificación esperada. La corona del gran Israel nunca había estado más alejada de la frente del príncipe.

Se apresuró a ir en busca de noticias. Claudio no le había mentido: todos estaban al tanto de su proeza. Calisto le notificó que había precipitado la caída en desgracia de Pilatos y de Antipas. El emperador, muy enojado con ellos, tras acusarlos de incuria e imprevisión, los había convocado en Capri.

Cuando anunciaron la llegada de un navío procedente de Cesarea, Agripa, temblando ante la posibilidad de que Simón no figurase entre los pasajeros, corrió hacia el puerto. El primero en desembarcar fue Antipas, seguido de Herodías, que lucía un maquillaje escandaloso, y Salomé, que, visiblemente enfurecida, descargaba el mal genio contra sus criadas. El tetrarca estaba pálido como un condenado al suplicio. Pilatos apareció poco después. Con mala cara también, caminaba ayudado por un criado. Agripa saludó a los recién llegados y, entre las frases de cortesía de rigor, Herodías le informó de que Simón iba a bordo. Después los altos personajes se acomodaron en las literas que los aguardaban.

El mago fue el último en salir del barco. Era un hombre de gran estatura y apuesto, cuyos ojos despedían el brillo propio de los adivinos. Llevaba la cabeza rapada y una túnica de lino blanco como los sacerdotes de Isis. Agripa lo guió a su casa a fin de prepararlo para la entrevista con el emperador.

– ¿Has reflexionado bien sobre lo que vas a decirle?

– ¡Hombre de poca fe! -exclamó Simón, con una piadosa sonrisa-. ¿Acaso crees que tengo necesidad de reflexionar?

– Estáte atento. Es muy desconfiado. Va a interrogarte sobre un gran número de cuestiones acerca de una eventual destrucción y reconstrucción de Roma. No le digas nada que pueda ofenderlo. No olvides que tiene un buen concepto del rabino Yeshua.

– Todo eso ya me lo advertiste. Pierde cuidado. En cuanto me Vea actuar, sabrá quién soy.

– Sobre todo, no le hables de Samaria. Podría considerarte amigo de los rebeldes.

– Pero ¿por quién me tomas, príncipe? Que no soy un niño…

Agripa le hacía las últimas recomendaciones cuando un doméstico del emperador se presentó para avisar a Simón que el emperador lo esperaba.

– Después de la entrevista, vuelve aquí a informarme sin demora-le pidió el príncipe.

Pasó las horas siguientes atenazado por la inquietud. Cuando Simón regresó, ya había caído la noche. El mago iba con el pecho henchido.

– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho Tiberio?

– Primero manda que me laven los pies y me den de beber. Después te explicaré todo cuanto desees saber.

No bien depositaron los esclavos las copas y la jofaina a sus pies, Agripa volvió a la carga.

– Entonces, ¿hablarás por fin?

– Me ha reconocido. Soy la persona que esperaba.

– ¡Me quitas un gran peso de encima! ¿Qué te ha dicho exactamente?

– Nada.

– ¿Cómo, nada?

– Ha comprobado de qué soy capaz. No ha reprimido un grito de sorpresa al verme transformar los bastones en serpientes. Se adueñó de él tal estupor que se quedó sin habla. Hemos conversado sobre cuestiones diversas. Al final, me ha concedido permiso para retirarme y ha aseverado que pronto recibiré noticias suyas.

– ¿Sobre qué habéis conversado?

– Nada digno de comentarse. Ah, sí, ahora recuerdo que me ha preguntado sobre Yeshua.

– ¿Y qué le has dicho?

– Que era un impostor cuyas mentiras impresionaban a los espíritus débiles.

– ¡Desgraciado! ¿Y qué ha respondido?

– Nada. Ha soltado una risita. Nada más.

– ¿Se ha reído?

– Sí. Se burlaba de Yeshua.

Un escalofrío le recorrió el espinazo a Agripa. Iba a intentar averiguar más cuando un esclavo los interrumpió desde el umbral.

– Amo, en la puerta hay cuatro soldados y un centurión que tienen órdenes de conduciros a casa del emperador, a ti y a tu huésped.

– Me envía una guardia de honor -se pavoneó al mago-. Sin duda quiere que me aloje cerca de él a fin de proseguir nuestra conversación. Todavía me quedan muchos trucos que enseñarle, pero le diré que necesito descansar. ¡Sólo faltaría que me tratara como a un criado!

Cuando salieron, el centurión los saludó y los soldados los rodearon en silencio. La villa de Júpiter estaba tan cerca que era natural recorrer el camino a pie. Al llegar, se disponían a dirigirse hacia la gran puerta cuando el oficial los paró en seco con un gesto.

– ¡No! ¡Por aquí!

Les indicó una portezuela situada a un lado de la villa, tan bien disimulada que Agripa nunca había reparado en ella.

– César ha ordenado que paséis por aquí.

Entraron en una habitación reducida iluminada por un cabo de vela y que olía a humedad. La puerta se cerró con estrépito tras ellos. Agripa examinó aquel inhóspito lugar. Había anillas fijas al muro, y el suelo estaba cubierto de paja.

– ¡Este centurión está loco! -exclamó el mago, sin perder un ápice de altanería-. Me quejaré a Tiberio para que lo castigue.

Agripa se tomaba con filosofía el contratiempo. Cabía esperar cualquier cosa de Tiberio.

– ¿Estás seguro -preguntó con socarronería- de que el emperador te ha reconocido como la persona a la que buscaba? ¿Sigues pensando que se burlaba del rabino Yeshua?

– ¿Cómo osa tratarme así? ¡Hacerme esto a mí!

El mago, que corría de una pared a otra como un abejorro atrapado en una copa, se detuvo para recriminarle:

– ¡Me has hecho venir aquí para que me encierre en un calabozo! ¡Me habías prometido una recompensa, y mira dónde estoy!

Sólo pasaron una noche en aquella celda. Al día siguiente, por la mañana, Calisto acudió a liberarlos. Se inclinó ante Agripa con una obsequiosidad tras la que se adivinaba un esfuerzo por contener la risa.

– Eres libre, príncipe. Tu amigo embarca mañana hacia Cesarea. Tiberio desea hacerle saber que unos cuantos días remando serán muy beneficiosos para su salud.

Antes de abandonar al mago, sumido en lamentos, Agripa le asestó el golpe de gracia:

– Seguro que conoces algún truco genial para abrir puertas o atravesar murallas. Seguro que sabes transformar un pedazo de paja en llave. ¡Éste es el momento para poner esa habilidad en práctica!

Tras un instante de vacilación, en lugar de regresar a su casa, decidió hacerle una visita a Calígula. La villa de Capricornio ofrecía el espectáculo de un decorado de teatro devastado. Uno de los sirvientes le comunicó que el amo acababa de retirarse a su habitación. Mandó que lo anunciaran. Su antiguo alumno, que se estaba desvistiendo, escuchó sin interrumpirlo el relato de su percance nocturno.

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