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Matilde Asensi: Tierra Firme

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Matilde Asensi Tierra Firme

Tierra Firme: краткое содержание, описание и аннотация

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Mar Caribe, 1598. Tras sobrevivir a un abordaje pirata, que acaba con la vida de toda la tripulación, la joven Catalina Solís, exhausta y abatida por el brutal asesinato de su hermano durante el ataque, alcanza finalmente una isla. Después de dos años de penurias y adversidades, un navío arriba a la costa del islote. El maestre del barco decide adoptarla, y presentarla como un hijo mestizo desconocido hasta entonces para él. A partir de ese momento, convertida en Martín Nevares, Catalina descubrirá la libertad y la lealtad en un Nuevo Mundo repleto de peligrosos contrabandistas, corsarios y extorsionadores.

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Al punto no se me ocurrió darles ninguna utilidad, así que no hice cuentas para intentar llevármelos (tarea sumamente costosa a falta de poleas) y aún comprendí menos cómo los habían subido hasta allí cuando me asomé a la boca de la cueva y vi la enorme altura a la que me encontraba. No, imposible, me dije; subirlos no los habían subido. Miré, pues, hacia arriba, hacia la cima del monte y, aunque tampoco la distancia era pequeña, parecía más probable que los hubieran bajado con la ayuda de cabos o maromas.

Los murciélagos, disgustados por la visita, intentaban regresar en bandada a sus lugares de reposo en el techo de piedra, volando rápido con bruscos y enfadados giros hacia las cuatro direcciones. Revisé la cueva por última vez y me dije que era un buen lugar en el que esconderme llegado el caso ya que, si venían los dueños de los falcones pedreros, siempre podía huir por el pozo mientras ellos descendían desde la cima y, si no eran tales sino otros, nunca podrían encontrarme allí.

Resuelto el problema de la seguridad, el otro asunto importante era la construcción de una almadía con la que marcharme de la isla. Habilité un espacio pequeño y recóndito entre las rocas de mi alacena al que iba llevando poco a poco los troncos que, a golpe de espada y tajos de daga, talaba pacientemente en la parte baja del monte. Con cuerdas que yo misma fabriqué torciendo pieles de lagarto con nervios de palma, y que usaba a modo de dogal o de arnés, arrastraba los maderos sobre la finísima arena realizando un esfuerzo considerable que, las más de las veces, resultaba estéril e irritante. Empleaba en ello muchas horas del día y, cuando me cansaba, abandonaba el trabajo por una semana o dos hasta que la mala conciencia me obligaba a retomarlo. Mucho me fortalecí con aquella labor y aún hoy conservo la firmeza de cuerpo que gané en aquellos lejanos tiempos.

Con estos y otros menesteres fue pasando aquel primer año. Las angustias del principio dieron paso a la tranquilidad del final, pues había logrado un buen acomodo con buen alimento y me hallaba sana y segura. No había nadie ni nada que echara en falta y tampoco nada ni nadie que me esperara fuera pues, a buen seguro, mi señor tío y mi señor esposo me habían dado por muerta hacía mucho tiempo. Como, igualmente, había pasado toda mi vida dentro de casa, guardada con harto recato y encerramiento por mantener a salvo mi honra y para que mi futuro marido no tuviera nada que objetar, tampoco añoraba la compañía humana pues todos a los que conocía y había amado ya no pisaban la tierra.

En éstas andaba, libre y feliz, cuando, cierta mañana, antes del día, unos sonidos que me parecieron voces llegaron hasta mi casa en la cima del monte. Eran voces recias, masculinas, voces de marineros bogando y de un maestre dando órdenes. Abrí los ojos de golpe y me incorporé en el lecho con el corazón saliéndoseme del pecho. ¡Piratas!, pensé acobardada. Rápidamente me vestí y cogí la espada. La situación de mi choza, bajo el saliente rocoso, me permitía vigilar la playa y el arrecife sin ser vista desde abajo. Eché cuerpo a tierra y asomé la cabeza. Una enorme nao de tres palos con las velas recogidas en las vergas y llevada a la sirga por un batel con ocho marineros y dos grumetes entraba arriesgadamente en mi arrecife por la más amplia y profunda de sus brechas acercándose hacia la costa. Tragué saliva. Eran piratas, sin duda, ¿qué otra cosa podían ser? Pensé que debía hacer acopio de vituallas porque no sabía cuánto tiempo tendría que permanecer escondida en la cueva de los murciélagos. Con todo, aún era pronto para emprender la huida. Antes debía averiguar cuáles eran sus intenciones puesto que podían marcharse ese mismo día sin apercibirse de mi existencia ni causarme mal alguno.

El batel atracó en la playa y los marineros saltaron al agua y lo arrastraron arena adentro. El maestre que guiaba la nao, un hombre alto de cuerpo, seco, vestido con un largo ropón escarlata, tocado con un chambergo negro de alas anchas y con espada de hidalguía al cinto, descendió por una escala de cuerda tendida desde la borda en cuanto la nave encalló contra el fondo de arena. Me sobresalté. ¿Cómo pensaban desembarrancarla para marcharse…? ¿O es que, acaso, no pensaban marcharse? El maestre caminó hacia la orilla con aires de duque o de marqués mientras sus hombres -ataviados con humildes camisas de lienzo, calzones cortos, alpargatas y pañuelos en la cabeza- descargaban en la arena toneles, cestos, apeones, botijas, odres, barriles, pipas y zurrones en tal cantidad que era maravilla ver cómo todas aquellas cosas habían venido en el batel con ellos. Sin duda se trataba de géneros robados a los mercantes españoles que hacían la Carrera de Indias con las flotas para abastecer de bienes a los colonos.

Retrocedí lentamente y entré de nuevo en mi casa. Con el mayor de los sigilos preparé alimentos y armas y, para protegerme del frío de la cueva, me puse el jubón de gamuza, la casaca de cuero y las botas de ante. Me dificultarían la natación pero, una vez allí, estaría bien abrigada. Salí y volví a arrastrarme hasta el mirador desde el que avizoraba la playa. Los piratas habían acampado en la arena. A falta de algo mejor, con cuatro palos y una lona habían preparado un cobertizo bajo el que cobijarse y los vi meter allí sus fardos y arcones así como una lujosa silla de brazos que trajeron de la nave y que supuse sería para el maestre. Pronto estuvieron todos debajo y los perdí de vista, por eso, cuál no sería mi asombro al escuchar, de repente, una música alegre, muy bien interpretada con instrumentos, y una voz sonora y grave que empezó a cantar, en lengua castellana, a pleno pulmón:

Soy contento y vos servida
ser penado de tal suerte
que por vos quiero la muerte
más que no sin vos la vida.

¿Me estaba volviendo loca? Llevaba un año sin escuchar música y, desde luego, era lo último que pensaba oír. Un laúd y un pífano acompañaban al cantante:

Quiero más por vos tristura
siendo vuestro sin mudanza
que placer sin esperanza
de enamorada ventura.
No tengáis la fe perdida,
pues la tengo yo tan fuerte
que por vos quiero la muerte
más que no sin vos la vida. [9]

Paralizada por la impresión, no me había dado cuenta de que la gran nao, que ocupaba poco más o menos todo el ancho de mi arrecife, había comenzado a torcerse hacia un lado por falta de sostén: al comenzar el reflujo de la marea, la nave había quedado apoyada sobre el fondo y se ladeaba peligrosamente hacia uno de sus costados, a pesar de lo cual a aquellos hombres no parecía preocuparles lo que estaba sucediendo. Seguían cantando y tocando como si se encontraran en alguna alegre fiesta campestre.

Por fin, entre crujidos de cuadernas y sacudidas de mástiles, la nave quedó totalmente varada, tumbada sobre su lado de estribor. Yo no daba crédito a lo que veía (además del que ya no daba a lo que oía) pero, entonces, con el último chirrido de la madera, la música se detuvo. Salvo el maestre, todos los hombres abandonaron el cobertizo, se dispersaron por la playa y entraron también en el bosque, del que salieron con maderos y yesca que reunieron para preparar una gran hoguera en la arena, cerca de la nave. ¡Qué poco les costó esta tarea! Como eran tantos, en un santiamén tenían lista la pira y sólo tuvieron que acercar la mecha de un arcabuz para ver cómo las llamas se elevaban hacia el cielo. Al punto, fabricaron una tea para cada uno y, con ellas en la mano, se acercaron al casco del barco y empezaron a pasar el fuego sobre él como si lo estuvieran pintando con mucho detenimiento. Los grumetes, al ser pequeños aún, se encargaban de la parte baja de las tablazones, pero no por ello trabajaban menos. Algo chamuscaban, aunque no sabía bien qué.

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