– Pues déjale ahí, que ya vendrán a rescatarle mañana.
– ¿Y si nos lo cruzamos por las calles un día de éstos y nos reconoce?
– Nos iremos de La Borburata antes de que pueda volver a caminar.
Era tanta mi frialdad que Rodrigo me observaba preocupado. Y yo también. No sabía qué me estaba ocurriendo y dudaba de mi cordura mientras caminábamos hacia la taberna en la que habíamos quedado con mi señor padre y con los demás, que ya debían de estar preocupados por nuestra tardanza.
– ¿Has pensado, Martín, que el de Osuna debe de obtener la información sobre las flotas de sus primos los Curvos? -murmuró Rodrigo, escondiendo sus magulladas manos en la espalda.
– Naturalmente -repuse, caminando más despacio. Teníamos la puerta de la taberna a menos de treinta pasos.
– ¿Y cómo la obtendrán los Curvos? -caviló-. ¿Lo has pensado también?
– No se me ocurre otra cosa que sospechar del tercer hermano, el que está en Sevilla dirigiendo el negocio de la familia.
– ¿Fernando?
– Ése -asentí-. Fernando Curvo debe de tener importantes contactos en la Casa de Contratación de Sevilla que, según sé, es quien aprueba el número de barcos que componen las flotas, el tonelaje y las mercaderías que se pueden traer.
Rodrigo se detuvo en mitad de la calleja.
– Quien aprueba, tú lo has dicho. La Casa de Contratación aprueba, pero quien decide, en realidad, es el Consulado de Sevilla.
– ¿Consulado?… ¿Qué consulado?
– El Consulado de Cargadores a Indias [42]. Todos los mercaderes de Sevilla que comercian con el Nuevo Mundo deben estar inscritos en la matrícula de cargadores. Así se impide que ningún extranjero pueda terciar en estos menesteres. Su poder ha crecido tanto en los últimos años que es él y no la Casa de Contratación quien organiza las flotas, tanto la de Nueva España que llega a Veracruz, como la de Los Galeones, que llega a Cartagena y a Portobelo y, desde que el rey empezó a poner en venta los cargos de los oficiales reales de la Casa de Contratación, los mercaderes adinerados se han apoderado de todo.
– ¿Y cómo es que el rey ha permitido que los mercaderes se adueñen de unos oficios tan importantes y tan relacionados con las flotas?
– ¡Por mi vida, Martín! ¿Por qué va a ser? ¡Por caudales, como siempre! El Consulado de Sevilla hace importantes donativos al rey Felipe para ganarse su favor y obtener así el perdón para los delitos del comercio, sobre todo para los frecuentes fraudes en los registros, y le hace préstamos por sumas incalculables que Su Majestad nunca devuelve. Eso sin hablar de las numerosas ocasiones en que el rey se apodera de los dineros obtenidos por los mercaderes incautando las flotas a su regreso a Sevilla. Digamos, pues, que, a trueco de todo esto, el rey consiente en venderles por miles de ducados los cargos de la Casa de Contratación.
– ¿Felipe el Segundo también hizo esto?
– Felipe el Segundo, su padre Carlos el Primero de España y el de ahora, Felipe el Tercero. ¡Todos los malditos Austrias! ¡Nunca tienen suficientes caudales para financiar sus guerras en territorios lejanos! España está endeudada, por culpa de ellos, con las principales familias de los negocios bancarios europeos: los Fugger, los Grimaldi, los Grillo…
– Muy bien -dije yo, retornando a nuestro asunto-, supongamos entonces que Fernando Curvo, en Sevilla, tiene acceso a las decisiones del Consulado respecto a las flotas.
– Sin suposiciones.
– Conforme. Fernando tiene la información -admití-. En los navíos de aviso que manda la Casa de Contratación para los comerciantes de Tierra Firme y Nueva España, esos con los que tantas veces nos hemos cruzado mareando por estas aguas, el de Sevilla envía cartas a sus hermanos en Cartagena para que estén al tanto de las mercaderías que no van a venir. Los Curvos de aquí acumulan dichas mercaderías y las almacenan.
– Y no olvides que tienen sus propias naos mercantes -añadió Rodrigo.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Pues que, si el engaño del que hablamos es grave, imagínate lo que sería descubrir que Fernando, que es quien apresta y despacha desde Sevilla naves de su propiedad cargadas con mercaderías, tuviera parte en las decisiones del Consulado acerca de lo que deben transportar las flotas.
Reflexioné unos instantes.
– ¿Podemos conocer si ha comprado algún cargo en la Casa de Contratación o si lo tiene en el Consulado?
– ¿Cómo lo vamos a conocer? -se extrañó Rodrigo-. Fernando Curvo está en Sevilla y nosotros en Tierra Firme. Él es un comerciante principal y nosotros, si no recuerdo mal, contrabandistas de poca monta.
– Alguien debe de saberlo en Cartagena -objeté.
– Naturalmente. Sus hermanos, Arias y Diego Curvo. ¿Vas a ir tú a preguntarles?
El rugido malhumorado de mi padre desde la puerta de la taberna nos sobresaltó. Se le veía enfadado y gesticulaba hoscamente, llamándonos. Con todo, Rodrigo seguía allí quieto, esperando mi respuesta con una mueca chusca.
– Quizá sí les pregunte a los Curvos, hermano, quizá sí -repliqué-. Y, hazme la merced de no contar nada a mi señor padre de lo que hemos descubierto.
– ¿Por qué? -se sorprendió-. ¡Es importante que lo sepa!
– Confía en mí, Rodrigo. Sé lo que hago.
– ¡Esto es traición!
Mi padre seguía llamándonos a voces, sin dar crédito a nuestra inobediencia. Pronto, todos los vecinos de La Borburata saldrían a las calles con sus armas convencidos de estar siendo asaltados por piratas.
– No, Rodrigo. Sabes que mi padre nunca resolverá el problema con Melchor. Sabes que está resignado a pagarle el tercio hasta el último día de su vida. Y, por más, debes conocer que, tiempo ha, me pidió que me hiciera cargo de madre, de vosotros y de las mancebas cuando él muriese, pues nos quedaremos sin la casa, la tienda y la nao. -Rodrigo resopló y supe que se le empezaban a alcanzar mis intenciones-. Tú has estado a mi lado desde el día en que me leíste el recibo de Melchor, el que sacaste de la faltriquera de mi padre. No me abandones ahora. Permíteme, con tu silencio, reflexionar sobre todo lo que nos ha contado esta noche ese desgraciado de Hilario Díaz y buscar un camino para salir de este atolladero.
El antiguo garitero, amante de las flores villanas en el juego de los naipes, apuntó una sonrisa en su cara curtida.
– Sea -repuso-. Pero quiero estar contigo en esto. Debes contármelo todo.
– Por mi honor que lo haré -dije, echando a correr hacia mi señor padre.
Regresamos a Santa Marta tres meses después, con el ligero jabeque cargado de armas y pólvora hasta los penoles. Promediaba agosto y nos hallábamos en plena temporada de lluvias, con lo que tal suponía para la navegación por las terribles tormentas, tifones y huracanes que siempre hacían estragos en el Caribe. Mi padre no tenía prisa por entregar el cargamento al rey Benkos. Decía que estaba cansado y que necesitaba comer en su casa y dormir en su lecho. Pese a sus deseos, el plazo para pagar el segundo tercio del año se cumplía en breve. Antes del día treinta del mes debíamos personarnos en Cartagena para visitar a Melchor y entregarle los veinticinco doblones.
Madre parecía radiante cuando llegamos. Nos había preparado un recibimiento de reyes y la fiesta se prolongó dos días enteros. Tanta era su alegría que hasta a mi señor padre se le mejoró el ánimo y se le olvidó un tanto su fatiga. Los músicos de nuestra tripulación se sumaron a los de la mancebía y, al anochecer, tocaban sus instrumentos por las calles de Santa Marta, improvisando recitales ante los grupos de vecinos que charlaban en las puertas de las casas o paseaban por la playa o se dirigían al río Manzanares para darse un chapuzón. La chicha, el ron y el aguardiente calentaron los corazones y las mozas distraídas trabajaron sin descanso mientras los demás bailábamos, comíamos olla o dormíamos la siesta durante las horas en las que apretaba el sol. Una semana después de nuestra llegada, aún salían de la selva vecinos borrachos que ignoraban que la fiesta se había terminado.
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