Hizo una pausa. Luego se enderezó antes de preguntar:
– ¿Quién puede saber si el Señor se arrepentirá de su ira? -Hizo un gesto con las manos como invitándonos a responder.
– Y el Señor se arrepintió de su ira -dijimos todos-, ¡y Nínive se congració con el Señor!
José hizo una pausa y luego preguntó:
– Pero ¿quién se sentía mal? ¿Quién estaba enojado? ¿Quién salió hecho una furia de la ciudad?
– ¡Jonás! -exclamamos.
– «¿No era precisamente esto lo que yo sabía que iba a pasar?», gritó Jonás. «¡Cuando yo estaba en mi país! ¿No fue por eso que huí en un barco a Tarsis?»
Mientras nos reíamos, José levantó la mano como hacía siempre para pedir paciencia, y entonces impostó la voz del profeta:
– «Yo sabía que eras un Dios clemente, misericordioso y poco propenso a la ira, un Dios de gran bondad, ¿no es cierto?»
Todos asentimos con la cabeza. José continuó.
– «¡Pues bien! -dijo, mientras Jonás se erguía lleno de orgullo-. ¡Quítame la vida!, ¡quítamela! -Levantó las manos-. ¡Antes prefiero morir que seguir viviendo!»
Risas generalizadas.
– Jonás se sentó allí mismo, junto a las puertas de la ciudad, tan cansado y furioso estaba. Construyó un refugio con lo que pudo y se sentó allí a la sombra, pensando: qué puede pasar, qué puede pasar todavía…»Y el Señor tuvo un plan. El Señor hizo que una gran enredadera creciese del suelo y protegiera a Jonás mientras estuviese allí sentado, cariacontecido, y la sombra de aquella enredadera lo puso muy contento.»Y así transcurrió la noche y el profeta durmió bajo aquella enredadera… Y ¿quién sabe?, puede que los vientos del desierto no fueran tan fríos allí debajo. ¿Qué os parece?»Pero antes de que llegara la mañana el Señor hizo un gusano, sí, un gusano malo que se comió la enredadera, y la planta se marchitó.
José hizo una pausa y levantó un dedo.
– Y el sol salió y el Señor envió un viento recio, sí, lo sabemos, envió un viento recio contra Jonás, y el sol le daba en la cabeza. ¡Jonás se desmayó! En efecto, el profeta se desmayó con el calor y el viento. ¿Y qué fue lo que dijo?
Todos reímos, pero esperamos a que José levantara las manos al cielo y exclamara con la voz de Jonás:
– «Quiero morir, Señor. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!»
Volvimos a reír y José esperó unos instantes. Luego compuso un gesto solemne pero sin dejar de sonreír, y habló con la voz pausada del Señor:
– «¿Te parece bien estar tan enojado por la muerte de una enredadera?»
– «Sí, Señor, me parece bien estar enojado, ¡incluso hasta la muerte!»
Entonces el Señor dijo: «Así que te daba pena una enredadera, una enredadera que tú no has plantado, una enredadera que creció de la noche a la mañana y desapareció con la misma rapidez. ¿Y no debería yo salvar a Nínive, esa gran ciudad, sesenta mil habitantes, y a todo ese ganado, y a todas esas personas que ni siquiera distinguen su mano derecha de su mano izquierda?»
Todos sonreímos y asentimos con la cabeza, y, como siempre, la risa avivó nuestro ánimo.
Después, Cleofás nos leyó un poco del Libro de Samuel, la historia de David, de la que nunca nos cansábamos.
Un poco más tarde, mientras los hombres discutían sobre la Ley de Moisés y los profetas, dando vueltas y más vueltas a cosas que se me escapaban, me quedé dormido. Dormimos todos allí mismo, vestidos, mientras la lámpara seguía ardiendo.
El sabbat se prolongaría hasta el atardecer del día siguiente. Después de que todos hubimos comido del pan preparado especialmente, la vieja Sara tomó la palabra. Estaba recostada contra la pared sobre un nido de almohadones y no la habíamos oído hablar en toda la noche.
– ¿No hay ya sinagoga en esta ciudad? -dijo-. ¿Ha quedado reducida a cenizas sin yo enterarme?
Nadie dijo nada.
– Ah, entonces, ¿se ha derrumbado?
Nadie dijo nada. Yo no había visto ninguna sinagoga. Sí, había una pero ignoraba dónde estaba.
– ¡Responde, sobrino! -dijo Sara-. ¿O es que he perdido el juicio además de la paciencia?
– Sigue ahí -dijo José.
– Entonces lleva a los niños a la sinagoga. Y yo iré también.
José guardó silencio.
Yo nunca había oído a ninguna mujer hablarle así a un hombre, pero ésta era una mujer con muchos, muchísimos cabellos grises. Era la vieja Sara.
José la miró. Ella le sostuvo la mirada y levantó la barbilla.
José se puso de pie y nos indicó que hiciéramos lo mismo.
La familia entera, salvo mi madre, Riba y los más pequeños, que serían un estorbo en la Casa de Oración, nos dirigimos colina arriba.
Aunque yo me había aventurado por los alrededores del pueblo y había ido a ver el manantial, que me pareció muy bonito, no había bajado por la otra vertiente de la colina.
Las casas que había en lo alto eran iguales por fuera, de adobe encalado la mayoría de ellas, pero los patios eran incluso más grandes que el nuestro y las higueras y los olivos, muy viejos. En un portal, dos hermosas mujeres nos sonrieron, iban vestidas con el mejor lino que yo había visto en Nazaret, muy blanco y con ribetes dorados en el borde de los velos. Me gustó mirarlas. Vi un caballo atado en un establo, el primero que veía en Nazaret, y nos cruzamos luego con un hombre sentado a una mesa de escribir, leyendo sus pergaminos al aire libre. Saludó con el brazo a José.
La gente estaba en la calle, nos saludaba al pasar, algunos nos adelantaban porque íbamos despacio, otros venían detrás. No había atisbos de que nadie estuviera trabajando. Todo el mundo observaba el sabbat y se movía con lentitud.
Cuando llegamos a lo alto de la cuesta vi a mi primo Leví y a su padre Jehiel, y por primera vez contemplé su enorme casa con sus bien encajadas puertas y ventanas, sus celosías recién pintadas, y recordé que eran propietarios de gran parte de los terrenos contiguos.
Se pusieron en fila con nosotros. La calle era más serpenteante aquí que en la otra ladera, y cada vez había más personas que llevaban la misma dirección.
Una arboleda se extendía ante nosotros. Seguimos un sendero entre los árboles y allí estaba el manantial, llenando sus dos cuencas abiertas en la roca mientras el agua fluía y saltaba risco abajo.
La mayor de las cuencas estaba a rebosar, y era ahí donde muchos iban a lavarse las manos.
Eso hicimos nosotros, lavarnos las manos y la parte del brazo que podíamos sin mojarnos la ropa. El agua estaba fría. Muy fría. Miré hacia ambos lados. El arroyo serpenteaba como el camino que habíamos dejado atrás, pero alcancé a ver un buen trecho en las dos direcciones.
Me incorporé. Tuve que pellizcarme y frotarme para entrar en calor.
Allí estaba la Casa de Oración, o la sinagoga, un edificio grande a la izquierda del arroyo y un poco apartado del camino. La puerta estaba abierta y arriba había habitaciones a las que se llegaba por una escalera adosada a un lado, todo muy cuidado y con hierba verde.
Fuimos hasta allí y esperamos nuestro turno mientras otros entraban.
Cleofás, Alfeo, José, Simón y la vieja Sara se colocaron detrás de mí. Los otros siguieron adelante, primero las mujeres. Cleofás tomó a la vieja Sara del brazo, y Silas y Leví entraron. Santiago se situó también detrás de mí, con todos mis tíos y José.
José me empujó suavemente hacia el interior.
Los hombres me flanquearon por ambos lados.
Me quedé en el umbral de madera. Era un recinto mucho más grande que la sinagoga donde solíamos reunimos en Alejandría, que era sólo para nuestros vecinos. Y tenía bancos a lo largo de las paredes, colocados en gradería, de manera que la gente se sentaba como en un teatro o en la Gran Sinagoga de Alejandría, a la que yo había ido una vez.
Читать дальше