Anne Rice - El Mesías

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Anne Rice abandona momentáneamente las historias de vampiros para adentrarse en la vida de Jesucristo, concretamente en los primeros años de vida de éste. La autora cede la palabra al propio Jesús, quien, con la voz de un niño de siete años, narra sus primeros recuerdos en Alejandría y su traslado, poco tiempo después y junto a su familia, a Nazaret. Es la primera parte de una trilogía que podría relevarse polémica: en un sueño, Jesús, el niño narrador, se encuentra con Satán.

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Encontré más niños, pero las madres no los dejaban alejarse. Y Santiago vino a buscarme enseguida.

El pueblo estaba cada vez más animado. Pasaban mujeres camino del mercado, había ancianos en los patios, y algunos hombres iban y venían de los campos.

Pero la gente estaba preocupada, los oías hablar en voz queda de los sucesos de Séforis, y nadie parecía tranquilo salvo aquellos que éramos pequeños y podíamos olvidarnos un rato de los problemas.

Cuando volví a casa me encontré con que otros niños habían ido a jugar con la pequeña Salomé y los demás, pero la mayoría de la familia estaba trabajando.

Había que evaluar las reparaciones más necesarias. Primero subimos al tejado de adobe y vimos los agujeros que era preciso arreglar, y luego fuimos de habitación en habitación para comprobar el enlucido y si los suelos de los pisos superiores estaban en buen estado. Había mucho que pintar de blanco allí donde el yeso se había vuelto gris o negro. En las habitaciones inferiores había vestigios de zócalos bien pintados y con dibujos que sin duda habían sido muy bonitos.

José y Cleofás hablaron de repintarlo todo; en Alejandría solían hacerlo con eficiencia y rapidez. Yo era demasiado pequeño para esa tarea, y nunca una larga tira de zócalo me saldría perfectamente recta.

Pero había muchas cosas que sí podía hacer.

Había que reparar los pesebres del establo, y las celosías de las enredaderas de la parte delantera del patio tenían que ser cambiadas.

Lo que más me sorprendió fue descubrir las grandes cisternas de que disponía la casa, ambas bastante llenas gracias a las intensas lluvias, aunque habría que remendarlas.

Y el último descubrimiento fue el gran mikvah, labrado en la piedra debajo de la casa hacía muchos, muchos años.

El mikvah era una honda alberca para la purificación de las mujeres, algo que nunca había visto en Egipto. Tenía escalones que bajaban hasta el fondo, de manera que uno podía andar bajo la superficie del agua y volver a salir por el otro extremo sin necesidad de agachar la cabeza. En ese momento tenía sólo la mitad de agua de la necesaria, y en muchos puntos sus paredes estaban desportilladas o renegridas. José dijo que achicaríamos el agua y enyesaríamos de nuevo aquella gran bañera. El agua le venía de una de las cisternas.

Nos contaron que el abuelo de la vieja Sara había construido la alberca a poco de instalarse en Nazaret. Aquélla había sido su casa y la de sus siete hijos. José conocía los nombres de todos ellos, pero yo no me acordaba, como tampoco de los de todos sus descendientes; sólo recordaba que el padre de mi madre descendía de ellos, lo mismo que el padre de la madre de José.

Tenía ganas de que nos pusiéramos a trabajar. A media tarde, un ejército de escobas procedió a barrer la casa. Las mujeres sacudían las alfombras y Cleofás acompañó a algunas de ellas al mercado para comprar comida. El horno que había en el patio no dejó de funcionar en ningún momento.

Bruria lloraba por el hijo que se había ido con los sublevados a Séforis.

Estaba casi convencida de que habría muerto. Todos sabíamos que eso podía suponer que lo hubieran clavado a una de aquellas cruces del camino, pero no dijimos nada. Nadie iba a ir hasta Séforis, por el momento. Seguimos trabajando en silencio.

Para la noche, la casa quedó dividida entre las familias: Alfeo, su mujer y sus dos hijos a unas habitaciones; Cleofás y tía María a otras con sus hijos pequeños; y José, mi madre, Santiago y yo a otras, aunque las nuestras daban a la de tía María, y Sara y Justus dormían también con nosotros. Tío Simón y tía Esther y la recién nacida Esther estaban cerca del establo, en la parte central de la casa.

Bruria y su esclava Riba tenían una habitación propia.

Había una vieja sirvienta, una mujer flaca y silenciosa, de nombre Ide, a quien yo no había visto el día anterior. Cuidaba de la vieja Sara y el viejo Justus y dormía en el suelo del cuarto de ellos. No me quedó claro si la mujer podía hablar.

La cena volvió a ser exquisita gracias al cocido de la noche anterior, el pan calentado en el horno y más dátiles e higos. Todo el mundo hablaba a la vez sobre las cosas que había que hacer en la casa y el patio, y de las ganas que tenían de ir al huerto más allá del pueblo, y de ver a toda la gente que no habían visto todavía.

Estábamos tumbados, descansando, sin hablar mucho ya, cuando un hombre entró por el patio. José se puso de pie al instante. Cuando volvió de la puerta y la cerró para que no entrara frío, dijo:

– Las legiones romanas han salido de Galilea. Sólo ha quedado un pequeño grupo de soldados, y los hombres de Herodes, para mantener el orden hasta el regreso de Arquelao.

– Demos gracias al Señor de las Alturas -dijo Cleofás, y todo el mundo expresó lo mismo de un modo u otro-. ¿Y esos hombres de las cruces? ¿Los han bajado a todos?

Sabíamos que un crucificado podía tardar dos o más días en morir.

– No lo sé -dijo José.

La vieja Sara, sentada en su taburete, inclinó la cabeza y cantó en hebreo.

José dijo:

– Los últimos soldados han pasado por el camino hace más de una hora.

– Recemos para que no tengan que volver nunca -dijo mi madre.

– ¡A un crucificado hay que bajarlo antes de que se ponga el sol! -dijo Cleofás-. Es algo vergonzoso, y ya hace días que estos hombres…

– Cleofás, déjalo -dijo Alfeo-. ¡Estamos aquí y con vida!

Cleofás se disponía a replicar, pero mi madre estiró el brazo y le tocó la rodilla.

– Por favor, hermano -dijo-. En Séforis hay judíos que saben cuál es su deber. No le des más vueltas.

Nadie habló después de eso. Yo no quería dormirme, pero los ojos se me cerraban. Cuando fuimos a acostarnos me resultó muy extraño encontrarme en una habitación sólo con Simeón y Josías. Yo siempre había estado con las mujeres y los niños pequeños, pero éstos estaban ahora con sus madres. Y mi madre compartía espacio con la vieja Sara, Justus, Bruria y su esclava, aunque tuvieran un cuarto separado. Eché de menos a la pequeña Salomé. Incluso a Esther, la recién nacida, que se despertaba llorando y ya no paraba hasta quedarse dormida.

Me sentí muy mayor estando con José y Santiago, pero aun así le pedí a José si podía acurrucarme con él, y me dijo que sí.

– Si me despierto llorando -le dije-, ¿me llevarás con mi madre, por favor?

– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó él-. ¿Que te pongan con tu madre?

Eres pequeño para estar aquí con nosotros, pero tienes siete años y ya entiendes las cosas. Pronto cumplirás ocho. ¿Qué quieres? Si lo prefieres puedes estar con tu madre.

No respondí. Me di la vuelta y cerré los ojos.

Dormí de un tirón.

14

Hasta el tercer día no nos dieron permiso para rondar por donde queríamos. Para entonces Cleofás había recorrido un trecho del camino, y al volver dijo que ya no quedaba nadie en las cruces, que la ciudad había recuperado la normalidad, el mercado estaba abierto… Y luego, con una carcajada, añadió que necesitaban carpinteros para reconstruir lo que se había quemado.

– Aquí ya tenemos trabajo suficiente -dijo José-. En Séforis seguirán construyendo aun mucho después de que todos nosotros hayamos muerto.

Y era verdad que teníamos mucho que hacer, en primer lugar llenar el mikvah, para lo cual los niños tuvimos que ir pasando vasijas a los hombres. Y después había que enyesar toda la casa. Y cuando hubiéramos terminado con esto, había más cosas que hacer.

Yo estaba contento porque podíamos recorrer el pueblo, y tan pronto tuve oportunidad me fui al bosque. Vi muchos niños y tuve ganas de hablar con ellos, pero antes quería pasear por el campo y trepar por las cuestas bajo los árboles.

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