La mirada del chico se hizo un poco menos recelosa.
– Es mi hermano pequeño, Androcles.
– Ah, tu hermano. Por eso estabas preocupado por él. -Miré hacia el establo. La puerta estaba ligeramente entornada y crujió ligeramente-. Androcles estará preocupado por ti ahora y no tiene por qué. Ya he dicho que no queremos hacerte daño, ni a ti ni a tu hermano.
– Entonces, ¿para qué habéis venido? -Su voz arisca se convirtió en un chillido. Davo se rió y el chico se puso rojo de ira. Forcejeó desesperadamente en el suelo, lo que provocó de nuevo la hilaridad de Davo.
¡Dile a este elefante que me suelte! -La ira había sustituido al miedo en su voz, dejando paso a un sorprendente tono autoritario.
– Pues claro que sí. En cuanto hayas contestado a unas cuantas preguntas. ¿Por qué no ha abierto nadie la puerta? ¿Dónde está todo el mundo?
El chico se agitaba y se retorcía, tratando de librarse. No había manera de escapar mientras Davo estuviera encima de las mangas de su túnica. Tampoco podía dar puntapiés capaces de alcanzar a Davo.
– Me temo que estás pillado -dije.
– Podríamos atarle, papá. Y, tal vez, encender una hoguera y asarle como si fuera un cerdo…
– ¡Eco, no bromees! Te tomará en serio. Algo me dice que este chico ha visto cómo les hacían cosas horribles a personas indefensas. Por eso nos tiene tanto miedo. ¿Tengo razón, Mopso?
El chico no dijo nada, pero su mirada lo decía todo.
– Me llamo Gordiano. Este es mi hijo, Eco, y el elefante, como lo has llamado, es mi guardaespaldas, Davo. Hemos venido a esta casa en son de paz, los tres solos. No le hemos hecho nada a tu hermano. Nos vio desde la puerta del establo, gritó y entró de nuevo.
Mopso se agitó, cada vez más irritado.
– ¡Estúpido Androcles! ¡No es más que un enano chillón! ¡Se asusta hasta de su sombra!
– ¡No es cierto! -dijo una voz desde la brecha de la puerta de la cuadra.
– ¡Androcles! ¡Eres tonto! ¡Sal de ahí! ¡Corre al molino, despiértalos y diles… Mopso se mordió la lengua.
Davo y Eco me miraron. Me puse un dedo en los labios. Rodeé la pila de ladrillos, volviendo sobre mis pasos por el patio, y me aproximé al establo sin ser visto desde la puerta. Abrí de golpe y cogí suavemente pero con firmeza el hombro de un niño que me miró con ojos como platos.
– No tengas miedo, Androcles. No eres un chillón como dice tu hermano, ¿verdad que no?
El niño me miró solemnemente y sacudió la cabeza.
– Yo creo que no. Mira, aquí está mi mano. Bueno, ahora vamos con el tonto de tu hermano mayor y tratemos de hablar con sensatez. Mopso se retorcía furiosamente.
– ¡Androcles, idiota! Ahora también te han atrapado a ti.
Androcles me miró solemnemente y luego miró a Eco y a Davo por turno.
– Creo que son buenos, Mopso. No son malos, como los otros.
– ¡Seguro que son los otros los que los han mandado, burro estúpido, para capturarnos y liquidarnos! La voz de Mopso era chillona, de nuevo fuera de control, y hacía reír a Davo.
– El gran elefante es gracioso. Androcles echó un vistazo a Davo con temor.
– ¡No pensarás que es muy gracioso cuando nos despelleje vivos como hicieron con Halicor! -dijo Mopso.
– Androcles se estremeció ante la idea, pero cuando le apreté la mano pareció tranquilizarse.
– Halicor era el tutor del joven Publio Clodio, ¿no? -dije.
– ¿Cómo sabrías eso si no te hubieran mandado «ellos»? Mopso escupió las palabras. Tener a su hermano pequeño de público le daba valor para aparentar ser más duro.
– ¿Por «ellos» te refieres a los hombres que mataron a Halicor?
– ¿A quién si no? ¡Los hombres de Milón! Quizá el mismo Milón te ha enviado…
– ¡No! -La dureza de mi voz lo silenció-. Mírame, Mopso. Y tú, Androcles. Os juro por el espíritu de mi propio padre que Milón no me ha enviado y que no he venido por él.
– Entonces, ¿quién te ha mandado? -preguntó Mopso con cautela.
– El día anterior a mi partida de Roma, tuve una larga conversación con tu ama. Fulvia me pidió que hiciera un trabajo para ella. -Aunque no era toda la verdad, se aproximaba bastante. No veía la necesidad de complicar las cosas hablando del Grande.
Mopso se suavizó un poco.
– ¿Te envió el ama?
– Fulvia me pidió que investigara ciertos aspectos de la muerte de tu último amo. Me llaman el Sabueso y tengo algo de experiencia en la materia.
¡A lo mejor puede descubrir al hombre que mató a Halicor! -sugirió Androcles mirando a su hermano con los ojos abiertos de par en par.
– No seas ridículo, bocazas, ya sabemos quién lo mató. Lo vimos con nuestros propios ojos.
– ¿Ah, sí? Vuestra ama no me lo dijo. Sólo dijo que Halicor había sido asesinado junto con el capataz y dos esclavos más. No dijo que hubiera habido testigos.
– Porque nadie sabe que lo vimos -dijo Mopso.
– ¡Hasta ahora! -El pequeño Androcles puso sus manos en las caderas y miró acusadoramente a su hermano mayor, como preguntándole cuál de los dos era el estúpido bocazas ahora.
– Me gustaría oír toda la historia dije-, pero primero quiero saber a qué te referías cuando le dijiste a Androcles que fuera al molino y despertara a los otros. ¿Quiénes son los otros?
Mopso me miró, mordiéndose el labio y sin saber si cooperar o no. Casi podía ver trabajar su cerebro. Su hermano pequeño no había resultado herido y no le habíamos amenazado; sus captores habían negado cualquier tipo de alianza con Milón y, además, habían invocado el nombre de su ama en Roma, una dama tan remota y exótica para ellos como las diosas del Olimpo. Y, aún más importante, se estaba empezando a cansar de estar clavado al suelo.
– Déjame levantarme y te lo contaré todo -dijo.
– ¿No echarás a correr? Si lo haces, Davo te perseguirá… y yo no podré detenerlo; es como un perro sin correa. Y cuando te coja no parará de reírse.
Androcles se cubrió la boca y soltó una risita. Mopso se puso colorado.
– No escaparé. ¡Pero quítame a este elefante de encima!
Davo, apártate…
Davo se apartó pero adoptó una postura de echar a correr detrás del muchacho, colocando las largas y musculosas piernas listas para salir en su persecución. Habría parecido uno de esos enormes gatos que se ven en los exóticos espectáculos del circo si no fuera por su sonrisa, ya que semejantes bestias nunca sonríen. ¿Dónde había ido a parar la rigidez de la mañana? ¡Ah, quién fuera tan joven y tan invulnerable como Aquiles!
Mopso se puso en pie y se sacudió el polvo. Le hizo una mueca a Davo, que tuvo el buen sentido de reprimir la risa.
– ¿Qué estabas diciendo?
– Los otros que mencionaste…, los del molino.
– Probablemente estarán durmiendo. Como siempre a estas horas de la mañana, después de haber estado la noche anterior bebiendo, que es lo que suelen hacer desde que forzaron la puerta de la cabaña donde el amo almacenaba su vino.
– ¡Mopso! -El hermano pequeño frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
– ¿Por qué iba a preocuparme? Es la verdad. Su trabajo es cuidar de la casa, igual que el nuestro es cuidar de la cuadra. ¡Seguro que tendrán problemas!
– Entonces, ¿no hay nadie en la casa ahora? -dije.
– No. Está cerrada. Después de lo que pasó, el ama se llevó a Roma todos los sirvientes, excepto los que tenían que cuidar la casa. -Y nosotros, que teníamos que cuidar de los animales -añadió su hermano-. Dile al ama que nosotros estamos haciendo nuestro trabajo. -Lo haré -prometí.
– Pero no le digas nada de los otros -dijo Androcles, súbitamente angustiado-. No si eso significa que los castigarán. -De repente rompió en llanto.
Читать дальше