Di media vuelta y anduve hasta el otro lado del balcón; la luz del sol me daba en la cara y pude ver un lago, rodeado de árboles: que lo ocultaban del mundo. Su superficie tranquila, tan suave como plata pulida, reflejaba los bosques del monte Albano. El sol acababa de asomar por encima de la colina y en aquel momento parecía balancearse sobre la cima.
– ¡Vaya vista! -dijo Eco saliendo al balcón. Sonrió cuando di un respingo-. Si no estamos a salvo en esta casa, papá, no estamos a salvo en ninguna parte. ¡Qué vista! -repitió volviendo la cabeza de un lado a otro para abarcar en-su conjunto el maravilloso espectáculo-. Parece que Pompeyo tiene inclinación por las casas con buenas vistas del mismo modo que Fausta Cornelia la tiene a ser atrapada…
– Del mismo modo que Clodio tenía inclinación a crear problemas y a adquirir propiedades…
– A menudo dos al mismo tiempo…
– Y al igual que Milón tiene inclinación a ascender en la escala social continué- y Cicerón a ganar casos imposibles. Todos los hombres actúan según su propia naturaleza y se mueven por caminos singulares hacia su destino.
– Y tú, ¿a qué tienes inclinación, papá?
– ¡A tratar de descubrir las de los demás! No siempre es una elección recompensada o agradable…
Eco suspiró.
– No creo que haya cosas mucho más agradables que esto.
– Sí. Los hombres como Pompeyo- saben vivir bien.
– Yo podría acostumbrarme.
– Es mejor que no lo hagas, Eco. Saldremos de aquí en cuanto podamos. ¿No echas de menos a Menenia y a los pequeños, Tito y Titania?
Me dirigió una nostálgica mirada.
– Menenia nunca me ha servido una comida como la, cena de anoche. Ni me ha dado un masaje como el de aquel esclavo viejo y arrugado.
– Los hombres como Pompeyo tienen los mejores esclavos.
– Hablando de esclavos, papá, tuve que ir a sacar a Davo de su cama antes de venir aquí. Está casi paralizado.
Cuantos más músculos tiene un hombre, más le duelen.
– ¿No dijo eso un viejo sabio etrusco?
– Dudo que ningún viejo sabio etrusco supiera lo que es montar a caballo. Pero Davo es joven y flexible. Ya verás como consigue montar un buen rato hoy y quitarse de encima la rigidez.
– Papá, tú nunca has sido de los que torturan a los esclavos.
– Considéralo la venganza de un viejo sobre un joven. Pero ya es hora de moverse. Primero comeremos. Tenemos que ver qué nos ha preparado el cocinero esta mañana; eso te ayudará a no echar de menos a Menenia.
Nos calentamos la barriga con pan recién hecho cubierto con semillas de sésamo y gachas de avena, miel y compota de manzanas caliente. Davo se unió a nosotros. Aunque el simple hecho de andar y sentarse parecía hacerle sufrir mucho (a juzgar por sus gruñidos y muecas), el apetito no le había disminuido lo más mínimo. Comió tanto como Eco y yo juntos.
Fui a sacar los caballos para dirigirnos hacia la Vía Apia. Cuando el capataz descubrió a dónde íbamos, sugirió que fuésemos caminando. Había un viejo sendero que cruzaba la colina y que iba a dar directamente a la villa de Clodio.
– Es bastante más corto -dijo-y, por supuesto, mucho más discreto que ir por el camino abierto. Además, hoy hace más calor gracias a que luce el sol y el paseo es muy bonito. Pasaréis por la arboleda.
– ¿La arboleda?
– La arboleda sagrada dedicada a Júpiter… o lo que queda de ella.
– Sí. Creo que me gustaría verla. Vamos, Eco. Bueno, Davo, parece que te vas a librar de montar a caballo, al menos de momento.
Su sonrisa de gratitud se convirtió en una mueca cuando se puso en pie.
Como había asegurado el capataz de Pompeyo, el paseo tenía espléndidas vistas, sobre todo aquel día: el cielo estaba despejado y había una visibilidad magnífica. La cima de la montaña estaba sobre nosotros y el llano reverberaba debajo, ambos igualmente lejanos. El lago escondido era un espejo perfecto del cielo que lo cubría. El mar estaba demasiado lejos para que se pudiera oír siquiera el murmullo del oleaje. Cuando nos adentramos bajo su sombra, los silenciosos bosques bloquearon todo rastro del mundo, excepto algunos rayos de sol.
Despertaron mi admiración los cantos rodados que flanqueaban el sendero, el crujido de las últimas hojas del otoño y la cúpula que formaban las ramas de los árboles sobre nuestras cabezas. Siempre me he recreado con las bellezas del campo, a pesar de que fracasé estrepitosamente cuando intenté vivir en mi granja de Etruria. Aquel capítulo de mi vida, como muchos otros, está ya muerto y enterrado.
Bajando por el sendero llegamos a un claro en el que podían verse los cimientos de una casa. Podíamos ver el trazado de las habitaciones en medio de los escombros de piedra y madera viejas. No quedaba ningún ornamento, excepto algunos fragmentos de mosaico que se habían estropeado al arrancarlos y habían sido dejados donde estaban.
También había una estatua de mármol con formas femeninas, sin cabeza, hecha añicos en el suelo. Recordé, con un escalofrío, la estatua de bronce de Minerva de mi propia casa. Aquella diosa había sido golpeada por trabajadores descuidados, no por saqueadores furiosos, aunque el hombre al que saqueadores y trabajadores debían lealtad era probablemente el mismo. Vivo o muerto, Clodio había dejado una estela de destrucción.
Anduve entre las ruinas un rato, trazando los límites de pasillos y cubículos en los que nunca me habrían permitido entrar si la casa hubiera estado en pie; traté de imaginar los sonidos, olores y sombras del lugar. La Virgo Máxima había elogiado su encanto místico, ahora desaparecido para siempre. Sentí su presencia en aquel paraje, su humor quebradizo y su franca amargura mucho más que la presencia de la diosa, que sin duda ya había abandonado aquel lugar profanado junto con la cabeza de su imagen.
Más arriba, a través de los árboles, se veían las columnas blancas y el techo circular del templo de Vesta…, el original, como tan seriamente me había señalado la Virgo Máxima. Incluso a la luz del día y desde aquella distancia podía percibirse en su interior la llama que ardía eternamente, gracias al llamativo reflejo en las suaves curvas de las columnas que la rodeaban. El templo no había sufrido daño alguno y las tierras del entorno permanecían intactas. Ni siquiera Clodio había sido tan impío como para turbar la llama sagrada.
Volvimos al sendero y continuamos la marcha.
Los bosques comenzaron a cambiar de forma gradual. Incluso mi hijo, nada religioso, lo notó y lo mencionó antes que yo. Como sugirió Eco, los árboles que no pertenecían a la arboleda sagrada debían de haber sido talados y vueltos a plantar durante generaciones, mientras que los árboles sagrados se habían mantenido sin que una mano humana los tocara ni ningún fuego los marcara, excepto el que el mismo Júpiter manda desde el cielo, lo que de alguna manera los hacía diferentes. Los bosques sagrados son diferentes en muchos otros pequeños detalles: la distancia entre las ramas y la luz que dejan penetrar, la edad de los árboles y la cantidad de follaje que hay a sus pies. Sea como fuere, el caso es que al poco rato resultaba claro para los tres, incluso para Davo, que estábamos en un lugar distinguido por los dioses.
Lo más sorprendente fue la repentina devastación que encontramos en el mismo centro del bosque. Al doblar una curva del camino, nos agachamos para pasar debajo de una rama y nos encontramos en un claro lleno de tocones. No era ni mucho menos una pequeña parte, sino una ladera entera lo que habían talado, como si un animal devorador de árboles se hubiera estado atiborrando en aquel lugar.
– A esto es a lo que debía de referirse el sacerdote Félix -dije.
– Los hizo cortar por docenas», dijo. Pero a mí me parece peor. -Eco sacudió la cabeza-. ¿Qué clase de leñador infligiría semejante castigo a un bosque sagrado?
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