Espoleé al caballo, ansioso por dejar atrás aquel lugar. Pero mientras apretábamos el paso, todos mis sentidos internos me decían que me estaba acercando al peligro, que no andaba lejos. Cuando había insistido para que Pompeyo proporcionara vigilantes a mi familia en mi ausencia, el me había ofrecido más guardias para que nos acompañaran. Los había rechazado. Sus hombres podían ser reconocidos. ¿De qué servía que me enviara a averiguar lo que los hombres de Pompeyo no podían, si la gente podía decir al primer vistazo que venía de parte de Pompeyo? Además, había razonado yo, tres hombres saludables, armados y a caballo, que no ultrajaban a nadie, deberían tener poco de qué preocuparse.
Las últimas palabras que me había dirigido Bethesda aquella mañana (con algo que brillaba sospechosamente como una lágrima) habían sido: «Eres idiota». Esperaba que se equivocara.
Pasado el monumento de Basilio, la Vía Apia se extiende como una cinta larga y recta en dirección al sur, con el monte Albano en el horizonte. El terreno a ambos lados es tan plano como una mesa, salpicado aquí y allá de árboles y casas remotas. Se podía ver a millas y millas de distancia. No había nadie más que nosotros viajando por la carretera aquella mañana y ningún esclavo trabajaba en los campos de barbecho. Salvo algunas estelas de humo procedentes de los fuegos del hogar de las desperdigadas casas, no había ninguna señal de vida. El aire fresco, el olor a tierra, el amplio vacío, el sol elevándose por encima de la larga hilera de las colinas de poniente, todo aquello me hacía sentir animado, contento de dejar tras de mí por un tiempo la ciudad con sus locuras. Pero uno de nosotros no parecía nada contento.
– ¿Pasa algo, Davo? Ya pareces haberle cogido el tranquillo al caballo.
– ¿Amo? No, el caballo es estupendo. -Incluso cuando hablaba, tensaba las riendas como si el animal pudiera escucharle y se encabritara y lo hiciera saltar por los aires.
– ¿Es otra cosa, entonces?
– Nada, amo. Sólo que… -Observó los campos vacíos a ambos lados de la carretera con tanto desconcierto que seguí su mirada, pensando que debía de haber alguna amenaza al acecho en los montículos de tierra árida y de hierba seca.
– ¡Por Júpiter, Davo! ¿Qué ves?
– Nada, amo.
– ¡No sigas diciendo lo mismo! Debes de ver algo.
– No, amo, es eso precisamente. Que no veo nada. Nada de nada. Y parece que no se acabe nunca.
– ¿Te estás quedando ciego?
– ¡No! Puedo verlo todo. ¡Pero es que no hay nada que ver! Súbitamente comprendí. No pude contener la risa ante lo absurdo de la situación. Eco frunció el ceño y acercó más su montura.
– ¿Qué ocurre, papá?
– Davo no ha estado en su vida fuera de la ciudad dije-. ¿No es cierto, Davo?
– Sí, amo.
– ¿Cuántos años tienes, Davo?
– Diecinueve, amo.
– Davo tiene diecinueve años, Eco, y no ha montado nunca a caballo ni ha puesto un pie fuera de Roma.
Eco maldijo, puso los ojos en blanco y continuó cabalgando al frente.
– Está enfadado conmigo, amo.
– No, no lo está, Davo. Echa de menos a su esposa y está preocupado por ella.
– Entonces, tú estás enfadado conmigo.
– No, Davo. Olvida que me he reído. No le des más vueltas. Necesitas concentrarte únicamente en mantenerte encima del caballo y vigilar todo lo que no vemos a nuestro paso.
Seguimos cabalgando durante un rato; sólo el ruido de los cascos en la carretera alteraba la calma. Nubes de vaho surgían de los ollares de los caballos. Respiré hondo, ansioso por sentir el mordisco del aire frío en los pulmones. La vacía bóveda azul celeste de la mañana era como el cristal. La tierra parda del invierno semejaba un gigante adormilado por el que avanzábamos muy lentamente. Estaba contentísimo de alejarme de Roma.
– Fue un buen esclavo, ¿verdad? -dijo Davo con una cara tan larga que le llegaba la barbilla hasta el pecho.
– ¿Quién?
– El guardaespaldas que tenías antes que yo. Al que mataron.
Suspiré.
– Se llamaba Belbo. Sí, fue un buen esclavo. Un buen hombre.
– Supongo que era más fuerte que yo. Más listo que yo, también. Miré los musculosos brazos y los hombros cuadrados de Davo y vi la infeliz perplejidad reflejada en su cara.
– Probablemente no -dije.
– Pero apostaría algo a que sabía montar a caballo. Seguro que no tenía miedo de un campo vacío.
– No te preocupes por eso -dije lo más amablemente que pude. Al fin y al cabo, nada de aquello era culpa suya.
– Ya ha salido el sol, Eco. El aire es frío y limpio. No hay nadie en la carretera ni a la vista. ¡Ah…! ¿Puedes oírlo?
– No oigo nada, papá.
– Precisamente. Ni siquiera un pájaro o un grillo. Silencio. Creo que mis facultades comienzan a despertarse. ¡Puede que realmente sea capaz de volver a pensar!
Eco se echó a reír.
– ¿Es que alguna vez perdiste tal capacidad?
– No es ninguna broma. ¿No lo notas? Cuanto más nos alejamos de la ciudad, más se me aclaran las ideas. Es como si hubiera estado en medio de la niebla y ahora ésta se disipara.
– La niebla que dejamos atrás en la ciudad era humo, papá.
– La niebla era visible, sí. Pero hay otra niebla que ha caído sobre Roma. El pánico, la confusión, la decepción… Nadie puede pensar con claridad. Las personas van como locas, corriendo de un lado a otro fuera de sí, escondiéndose en agujeros, huyendo de sus propias sombras. Es como una pesadilla que no tiene fin. Pero ahora me siento como si despertara. ¿No te sientes así tú también?
Miró a su alrededor, inspiró profundamente y se echó a reír: ¡Sí!
– Estupendo. Quizás juntos le encontremos sentido a las cosas.
– ¿Por dónde quieres que empecemos, papá?
– Por este mismo sitio… pero retrocedamos veinte días en el tiempo.
– ¿Por qué?
– Porque hace exactamente veinte días que Clodio salió por la Vía Apia. Anoche lo calculé.
– ¿Y Milón?
– Milón se puso en camino al día siguiente, el día del fatídico encuentro…, pero ya llegaremos a eso en su momento. Empecemos por Clodio y reconstruyamos los acontecimientos tal como ocurrieron hasta donde sabemos, teniendo en cuenta tanto la versión de Milón como la de Fulvia. -Aún no había compartido con Eco todos los detalles de mi entrevista con Fulvia el día anterior-. Para empezar, Fulvia me dijo que Clodio salió de su casa del Palatino a la hora tercia del día aproximadamente. No tan temprano como nosotros (que salimos incluso antes de la salida del sol, antes de la primera hora). Pero la hora tercia habría sido muy temprano para un hombre como Clodio.
– ¿Por qué? ¿Porque era tan disoluto como Cicerón asegura?
– No. Porque cuando un hombre tan poderoso como Clodio abandona la ciudad, aunque sea por un corto viaje, siempre deja muchos cabos sueltos y detalles de última hora que resolver. Llegué a la conclusión, por lo que Fulvia me confesó, que tal era el caso de Clodio aquella mañana: notas garabateadas a toda prisa, mensajeros enviados, etcétera. Finalmente, Clodio se puso en marcha. Por el camino, antes incluso de salir del monte Palatino, se detuvo para visitar a un amigo que había caído enfermo de muerte. Ciro el arquitecto.
– El nombre me resulta familiar. ¿Iremos a interrogarle?
– Me temo que no podamos. Ciro murió aquel mismo día, no mucho después de que Clodio se despidiera de él. Era un arquitecto de ricos y famosos muy solicitado. Parecía mantenerse al margen de la política. Cicerón lo contrató para que reconstruyera la casa del Palatino, después de que la incendiara la turba. Clodio lo contrató cuando compró aquella monstruosidad de casa de Escauro, para que diseñara todos los cambios. Deduzco que Ciro había estado dedicando mucho tiempo a la casa de Clodio durante los últimos meses, supervisando a los obreros y comiendo con la familia.
Читать дальше