¿Y qué me dices de tus lealtades?
– Soy el hombre de mi padre.
Pompeyo sonrió.
– Un hijo fiel se convierte en el mejor partidario de todos, ¿eh, Sabueso? Pero ¿y tu otro hijo? ¿El que se fue a las Galias? ¿No ha arrastrado consigo al resto de los Gordianos a la órbita de César?
– Mi hijo Metón es un soldado fiel, pero mi familia no siente una especial devoción por César.
Pompeyo me miró con curiosidad.
– ¿Cómo te las arreglas para navegar con tanta independencia sin aplastarte contra las rocas?
– En mi opinión, Grande, si hubiera dejado que otro hombre timoneara mi nave, me habría estrellado contra las rocas mucho antes.
– ¿Siempre sigues tu propio rumbo, Sabueso? Pero ¿cómo? ¿Posees algún conocimiento especial de las estrellas o navegas a ciegas hacia el futuro?
– Tan a ciegas como cualquier otro hombre, supongo. Tal vez sean las estrellas las que dirijan nuestro rumbo.
– Ah, sí, conozco esa sensación. Entonces crees que hay un destino aguardándote.
– Uno pequeño, tal vez.
– Mejor que no tener ninguno, imagino. -El Grande cabeceó como si la idea de no tener ningún destino, o sólo uno insignificante, le resultara demasiado difícil de imaginar-. El destino es algo extraño. Fíjate en Clodio, que ha acabado como cadáver ensangrentado en la magnífica vía que su antecesor construyó; es casi demasiado apropiado, como una tragedia griega. Fíjate en Milón. Supongo que el fin apropiado para él sería quedar atrapado en una especie de trampa y acabar devorado vivo por sus enemigos.
– No te comprendo, Grande.
– Sí, hombre, como el legendario Milón de Crotona.
– ¿Hay alguna historia relacionada con su muerte? Nunca me han interesado particularmente los atletas célebres.
– ¿No? No podrás entender realmente a nuestro Milón si no sabes nada acerca de su homónimo. El nombre que elige un hombre para sí dice mucho de lo que piensa de sí mismo y, en ocasiones, hacia dónde se encamina. Seguramente no necesitaba señalar tales aspectos a un hombre que se llama a sí mismo «Sabueso».
– Comprendo…, «Grande».
Pompeyo no pestañeó siquiera.
– Te contaré, entonces, la historia de Milón de Crotona. Ven, vamos al balcón, que hace más calor allí. Podemos sentarnos al sol. Haré que traigan vino caliente. ¿De Albania o de Falerno? Yo prefiero el albanés, deja un regusto más seco en la boca.
De modo que nos sentamos en el balcón sudoeste de la villa de Pompeyo en el monte Pincio, saboreando un vino de diez años de solera mientras contemplábamos la ciudad a lo lejos. El incendio del monte Aventino parecía haberse extinguido. La enorme columna de humo había sido interrumpida en la base y parecía flotar por encima de los tejados como un monstruo en una pesadilla. Un nuevo pilar de humo, más denso y negro como el azabache había aparecido en las proximidades de la Puerta de la Colina, lejos, a nuestra izquierda.
Pompeyo hacía girar el vino en la copa.
– Cuando nuestro Milón era joven, era todo un atleta. O eso dice él; después de la tercera copa de vino se pone a fanfarronear sobre sus días gloriosos de atleta, como haría un soldado sobre batallas pasadas. Ganó muchas competiciones, especialmente como luchador. No sé qué clase de competición para un niño que ha crecido en un pueblo como Lanuvio, pero Milón fue siempre el más fuerte, el más rápido, el más decidido. Potente como un buey. Testarudo también como un buey, así -es nuestro Milón.
»Sí, hombre, sigue siendo tan vanidoso como un griego con su físico. No exactamente el griego ideal (demasiado bajo y rechoncho), pero ciertamente se mantiene en forma. Le he visto desnudo en los baños. El vientre como un muro de ladrillo, hombros como catapultas de piedra. ¡Podría abrir un cacahuete con las nalgas! -Pompeyo dejó escapar una sonora carcajada, que fue imitada quedamente por el vigilante que había al extremo del balcón, que no podía evitar escuchar la conversación.
Me di cuenta de que Eco y yo habíamos sido admitidos a una cierta intimidad con el Grande. Compartía con nosotros la clase de charla varonil que un comandante comparte a gusto con sus subordinados.
– De manera que cuando Tito Anio buscaba un nombre que darse a sí mismo, eligió Milón. ¿Te acuerdas del antiguo deber escolar sobre Milón de Crotona?
Como me quedé sin expresión en la cara, Eco, cuya desigual educación había sido sin embargo más formal que la mía, se aventuró a responder:
– Componer un verso sobre el siguiente tema y enseñar cómo podría instruirnos a lo largo de la vida: Milón de Crotona, tras acostumbrarse a cargar cada día un ternero para hacer ejercicio, siguió cargándolo hasta que el ternero se convirtió en toro.
Pompeyo y Eco compartieron una risa nostálgica.
– Moraleja: A medida que un niño crece y se hace hombre, crece también la carga que lleva consigo --dijo Pompeyo-, y si además eres un tipo como Milón de Crotona, no le quitarás importancia, sino que continuarás sonriendo con los dientes apretados mientras avanzas con la carga entre gemidos y gruñidos. Estoy convencido de que nuestro Milón tuvo que escribir una redacción sobre el mismo tema. Parece que se haya aprendido la lección al pie de la letra.
Bebió un sorbo de vino, frunció el ceño y llamó al despensero.
– ¿Es éste el mejor albanés que tenemos? Se ha estropeado. No sirve. Trae el de Falerno. Y ahora ¿dónde me había quedado? Ah, sí. Las pruebas de resistencia. Dicen que Milón de Crotona era capaz de sostener en su puño una granada madura con tal firmeza que nadie podía separarle los dedos para arrebatársela y, sin embargo, lo hacía con tal cuidado que la granada permanecía intacta. Era capaz de mantenerse en pie sobre un disco cubierto de grasa y conservar un equilibrio tan perfecto, que nadie conseguía derribarlo. Era capaz de atarse una cuerda alrededor de la cabeza, aguantar la respiración y hacer que las venas de la frente se le hincharan hasta romper la cuerda. (¡Ya me gustaría a mí verlo!)
»Pero Milón de Crotona no tuvo siempre éxito. Una vez en los juegos de Olimpia, cuando iba a recoger la corona de laureles por haber ganado en lucha, se resbaló y cayó de espaldas. Mientras trataba de levantarse con gran esfuerzo, algunos bromistas del público empezaron a decir que no deberían concederle la corona después de dar muestras de semejante torpeza. Milón replicó: "¡No ha sido la tercera caída! Sólo he caído una vez. ¡Habría que ver si alguno de vosotros consigue tirarme dos veces más!". Se les cerró el pico en el acto.
»Ganó doce coronas, seis en Olimpia y seis en Delfos. Cuando Crotona fue a combatir con los sibaritas, Milón llevaba de casco todas sus coronas de laurel al mismo tiempo (suficientes para amortiguar cualquier golpe), vestía una piel de león como su héroe Hércules y llevaba un garrote en la mano. Condujo al pueblo de Crotona a la victoria y cuando, en señal de gratitud, decidieron erigir una estatua suya, el mismo Milón atravesó la plaza con su propia estatua a cuestas y la colocó en el pedestal.
»Cuando Pitágoras el filósofo vivía en Crotona, él y Milón se hicieron grandes amigos. Los opuestos se atraen: el pensador y el atleta. Por suerte para Pitágoras, ya que Milón le salvó la vida. Hubo un terremoto y en el comedor de la escuela del filósofo cedió un pilar. Milón sujetaba el techo partido mientras Pitágoras y sus estudiantes desalojaban la sala; luego se retiró suavemente de debajo del techo y logró salvarse también.
»¿Empiezas a comprender, Sabueso, de qué modo estas proezas legendarias podrían tener una relación alegórica con la manera en que nuestro Milón se comporta y ve su destino? El héroe legendario al que no es posible abrirle el puño agarrotado sin su consentimiento; al que no es posible derribar de un empujón por muy resbaladiza que esté la base que pisa; el que acarrea la enorme carga pero no se queja; el que es capaz de aguantar la respiración hasta que le estallan las venas de la frente; el que tiene como mejor amigo a un célebre sabio; el que está dispuesto a lanzarse al abismo para salvar a sus amigos; el que se cuela en la batalla luciendo el manto, o en este caso el nombre del héroe de su infancia; el que colocaría satisfecho su propia estatua en un pedestal; al que nadie puede derribar… pero que solito y a la vista de todo el mundo, sería capaz de caerse de espaldas.
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