Celio avanzó precipitadamente con el rostro tenso. Me incliné hacia Eco:
– ¡Creo que Milón se ha salido del guión!
Celio levantó la mano izquierda demandando silencio. Con la mano derecha, sujetó el hombro de Milón. Cesando éste intentó quitárselo de encima, Celio aumentó la presión hasta que Milón hizo un gesto de dolor y le lanzó una mirada furibunda.
La multitud hizo caso omiso de la señal de silencio. Se pusieron a cantar como si estuvieran en un mitin electoral. Diferentes cánticos comenzaron a la vez. El resultado era ensordecedor. El abatanador se unió a los que recitaban el viejo coro de aleluyas sobre Clodio y su hermana:
Clodio hacía de muchacha
cuando todavía era un niño.
Clodia hizo luego del hombre
su consolador íntimo.
La cantinela no cesaba de oírse una y otra vez, con risas intercaladas y cada vez más fuerza para competir con otros cánticos que habían iniciado el prestamista y su séquito:
¡El reparto del grano
fue la mierda que Clodio
nos soltó por el ano!
¡Cipotes grandes y pequeños,
por el culo de Clodio
van desapareciendo!
Arriba, en el estrado, Milón soltó la carcajada. La cara adquirió un tono apoplético del rojo. Rió con tanta intensidad que acabó llorando. Me dio la impresión de alguien que ha estado soportando una postura mortificante durante horas, en la que cada tendón de su cuerpo se hubiera estirado hasta torturarle, y que, de repente, no pudiera soportar aquella posición por más tiempo. Se agitó con tantas convulsiones que parecía mantenerse en pie a duras penas.
Celio desistió de querer acallar a la multitud. Su expresión era de perplejidad, vagamente preocupada, como diciendo: «No era esto exactamente lo que pretendía, pero supongo que servirá…».
Me giré hacia Eco, curioso por ver la reacción de mi inconmovible hijo, pero se había convertido al mutismo, tan confundido como lo estaba yo. Ridiculizar a los muertos es burlarse de los dioses. Había algo aterrador en la súbita e incontenible hilaridad de la plebe, la sensación vertiginosa de balancearse al borde de un oscuro precipicio.
La estridente cantinela prosiguió, pero repentinamente se adhirió a ella un ruido más parecido a un chillido que a una carcajada. Un temblor palpable e invisible se dejó sentir entre la muchedumbre, un estremecimiento de ansiedad. Las cabezas se volvían, consternadas, tratando de descubrir el origen. Un murmullo de aprensión fue seguido rápidamente por una ola de terror.
¿Cómo había descrito Milón la emboscada en la Vía Apia? «Confusión, gritos, sangre… Si hubiera podido sobrevolar la zona como un pájaro, quizás ahora podría contaros con exactitud lo que allí sucedió…, pero todo comenzó en un abrir y cerrar de ojos…»
Así ocurrió en el Foro aquel día, cuando los clodianos cayeron sobre el contio de Celio y Milón con sus relucientes espadas como un ejército vengativo.
Nunca he sido militar, pero las batallas no me son del todo desconocidas. El año en que Cicerón fue cónsul, yo estaba con mi hijo Metón, que luchaba al lado de Catilina en la batalla de Pistoia. Yo portaba una espada y veía a los romanos matándose unos a otros.
He visto batallas. Sé cómo son, cómo suenan, cómo huelen. Lo que ocurrió aquel día en el Foro no fue nada parecido a una batalla. Fue una matanza.
Durante la matanza no tuve tiempo de pensar en nada más que en escapar. Sólo después estuve en condiciones de considerar con exactitud lo ocurrido.
Unos decían que el ataque de los clodianos fue espontáneo, incitado por las informaciones que Celio y Milón andaban divulgando en el contio. Enfurecidos por la acusación de que Clodio había organizado una emboscada, sus doloridos seguidores decidieron enseñar a la muchedumbre reunida en el contio cómo era exactamente una emboscada. Otros aducían que el ataque fue premeditado, del mismo modo que fue premeditada la emboscada de Clodio en la Vía Apia, y que los clodianos habían estado esperando únicamente a que apareciera Milón y a la primera asamblea de sus partidarios para lanzarse al asalto.
Premeditado o no, el ataque estuvo bien organizado. Los clodianos llegaron armados hasta los dientes. No trataron de ocultar sus armas. Portaban espadas cortas, dagas y garrotes. Unos acarreaban sacos de piedras. Otros llevaban antorchas. Parecía que llegaran de todas partes al mismo tiempo. La aterrorizada multitud se contrajo de manera que al principio existía el gran peligro tanto de ser aplastado o pisoteado por los amigos como de ser abierto en canal o matado a garrote limpio por los enemigos.
Por supuesto, a pesar de que la ley prohibe portar armas dentro del recinto amurallado de la ciudad, muchos de los reunidos en el contio iban armados en secreto o tenían guardaespaldas armados, muchos de los cuales (sobre todo los que formaban parte de la banda regular de Milón) tenían tanta experiencia en las luchas callejeras como los clodianos, por lo que el combate no era del todo desigual. Pero los clodianos tenían la ventaja estratégica de la sorpresa y la ventaja táctica de tener rodeada a la muchedumbre. Puede que también tuvieran una ventaja numérica considerable (eso fue lo que los contusionados y vencidos partidarios de Milón manifestarían después, pero dudo que en aquel momento nadie se molestara en contar las cabezas).
Los partidarios de Milón también denunciarían después que la fuerza atacante se componía en su gran mayoría de esclavos. Los lugartenientes de Clodio, manifestaban, comandaban ejércitos enteros de esclavos y antiguos esclavos que les debían lealtad gracias a las radicales innovaciones de Clodio, como el reparto del grano. Ese fue el verdadero crimen de aquel día, decía la gente de Milón, que los esclavos y los ex esclavos hubieran interrumpido una pública y pacífica asamblea de ciudadanos que se ocupaba de asuntos de Estado. ¿En qué se había convertido la República cuando semejante populacho de bajo origen gobernaba las calles?
Pero, como ya digo, todas estas consideraciones venían como ideas tardías. En aquel momento gobernaba el pánico.
Eco y yo presentimos el peligro a la vez, aunque todavía no había nada que ver. Intentó coger mi brazo, yo intenté coger el suyo. Sus guardaespaldas giraron hacia fuera en un círculo e intentaron coger las dagas que llevaban ocultas en las túnicas.
Eco acercó la boca a mi oído:
– Ocurra lo que ocurra, papá, quédate cerca de mí.
Más fácil decirlo que hacerlo, pensé, cuando los cuerpos se apretujan y se ven arrastrados a un lado y otro, como los eslabones de una cadena sometidos a la prueba del herrero. Verse apresado en tales multitudes debe de dar la misma impresión que ahogarse en aguas agitadas. Un mar de cuerpos es algo sólido y angustioso que te oprime mientras lucha como tú para seguir vivo.
El ruido se hizo ensordecedor: juramentos, maldiciones, chillidos, gruñidos, agudos quejidos repentinos, sonidos guturales de asfixia. El abatanador apareció a mi lado de repente con su esclavo. Iba vociferando, a nadie en particular:
– ¡Sabía que esto sucedería! ¡Lo sabía!
Súbitamente se abrió un espacio entre la muchedumbre cerca de allí, como un desgarrón en un trozo de tela. Los clodianos se abrieron paso. Hombres de mirada salvaje con los puñales en alto se precipitaron contra mí. Tenían los labios contraídos y los dientes apretados. Aullaban como perros.
Los guardaespaldas de Eco parecían haberse esfumado junto con Eco. La aterrorizada multitud estaba a mis espaldas como un muro sólido; no podía fundirme con ella como tampoco me es posible fundirme con la piedra.
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