– ¿Cómo?
– Esta mañana. Ya sabes a lo que me refiero. ¿Cuánto te han dado los hombres de Milón?
El abatanador miró a Eco y luego a mí con cautela.
– No te preocupes -dijo Eco-. Viene conmigo. Es un mudo inofensivo.
Le di una patada discreta en el tobillo. Era una broma privada (en una ocasión había sido Eco el mudo y no yo). Ahora había conseguido eficazmente impedirme que dijera una palabra.
– Conque ¿cuánto te han dado?
– Lo mismo que a todo el mundo, imagino -dijo el abatanador.
– Sí, pero ¿cuánto?
– Bueno, no me gusta decir la suma exacta. Pero bastante. El hombre dio unos golpecitos a una bolsa que llevaba escondida dentro de la toga y produjo un sordo sonido metálico-. Y la firme promesa de que obtendría bastante más si le votaba cuando llegara el momento. ¿Y a ti?
– Cien sestercios -dijo Eco.
– ¡Qué! ¡Cien! ¡A mí sólo me han dado la mitad!
– Ah, pero los cien fueron por los dos. -Eco me enganchó con el pulgar.
El hombre se mostró conforme, apaciguado por la explicación de Eco. Después frunció el ceño:
– Pero si tu amigo es mudo y ni siquiera puede apoyarle a gritos, no parece justo que le pague igual que…
– Ah, pero como puedes ver, cada uno de nosotros tenemos dos esclavos, hombres con potentes pulmones, y tú pareces tener sólo uno.
Aunque mi amigo sea mudo, hacemos cinco voces contra las dos tuyas.
– Bueno, supongo que sí.
– ¿Y qué, ciudadano? ¿Qué opinas de todo esto? -Con un gesto amplio, Eco señaló el Foro y por extensión la crisis que sacudía a Roma.
El abatanador se encogió de hombros.
– Como siempre, sólo que peor. Salvo que ahora han pasado del asesinato moral al asesinato directo. Tendríamos suerte si se mataran todos de una vez, de arriba abajo. ¡Que se eliminen entre ellos! Pero ya sabes lo que pasa cuando los grandes personajes empiezan a caer: caen encima de nosotros los sencillos y nos aplastan.
Eco asintió con expresión circunspecta:
– Entonces, no eres ningún seguidor particularmente entusiasta de Milón.
– ¡Bah! -El hombre curvó el labio con desdén-. Oh, seguramente es mejor que algunos otros, si no, yo no estaría aquí. No podrían pagarme lo bastante para que acudiera a una asamblea convocada por los clodianos. El tal Clodio era peor que una bestia en celo. Jodiendo a su propia hermana! Y dicen que cuando era un chaval se vendía a los ricos vejestorios. Ya conoces la cantinela… «Para llegar alto, les dejó hacer, para luego hacérselo él con su hermana.» Y…
– Pero ¿qué hay del reparto de grano?
De repente, el hombre se sulfuró:
– ¡Simplemente otro plan para hacerse más poderoso! Sí, Clodio comenzó a repartir grano… y ¿a quién encargaron de guardar las listas de los ciudadanos que podían ser elegidos? ¡A Sexto Cloelio! Exacto, el matón número uno de Clodio, el que incendió con una antorcha el Se- ,nado. ¡Todos llegan a ser igual de corruptos! No me hables de repartos de grano. ¡Es todo un timo!
– ¿Un timo? -dijo Eco.
– Pues claro. Debes de saber cómo funciona. Acláramelo.
– De acuerdo: Sexto Cloelio propone a un hombre que liberte a la mitad de los esclavos a su servicio. Los esclavos se convierten en libertos, pero ¿adónde van a ir? Continúan trabajando para su antiguo amo, siguen viviendo en su casa. Pero como libertos pueden entrar en el reparto de grano, de manera que su amo ya no gene que alimentarlos (ya lo hace el Estado). A fin de no perder tajada, Sexto Cloelio alista a sus nuevos libertos en la banda clodiana para haces cundir el pánico de noche por las calles y exhibirse en las asambleas con objeto de aterrorizar a la oposición. Y llegan a votar, también. ¡El reparto de grano! Clodio nos hizo pasar todo el sucio asunto como un gran favor que había hecho a los romanos de a pie, personas como yo, proporcionándonos un-: manera de alimentarnos en tiempos difíciles. Pero fue tan sólo una manera de conseguirse votantes y matones (y alimentarlos a expensas del gobierno). Mira, nací ciudadano y me da rabia ver que la cuadrilla de ex esclavos de Clodio tiene los mismos privilegios que yo. ¡Menudo conspirador estaba hecho el tal Clodio, hasta el último momento! Dicen que estaba maquinando nuevos planes para dar aún más poder a los libertos. Si se hubiera salido con la suya, habría derrocado al gobierno y colocado a sus cuadrillas al frente de todo. En seguida habríamos tenido al rey Clodio cortando cabezas a diestro y siniestro y a un puñado de ex esclavos intimidando a los demás. Estamos mucho mejor con él muerto, no cabe duda. Milón hizo algo bueno. No me importa venir a gritar algunas palabras de aliento para él.
– Y si además pone un poco de alegría en tu bolsa… -añadió Eco.
– ¿Por qué no?
– Sí, ¿por qué no? Bien, ya hablaré contigo más tarde, ciudadano. Quizás nos volvamos a ver en Los Tres Patos.
– Los Tres Delfines? -preguntó el abatanador.
¡Eso! -Eco sonrió y se retiró cogiéndome del brazo-. Y bien, papá, ¿tenía razón acerca del tipo ese?
– Al contrario, Eco, yo tenía razón. Precisamente como yo especulaba, nuestro amigo el abatanador ha venido hoy para apoyar la ley y el orden.
¡Eso sí que no! Papá, al hombre lo sobornaron para que viniera, probablemente como a las tres cuartas partes o más del resto de la multitud. Sabía que había visto a algunos de los lugartenientes de Milón repartiendo dinero cuando pasaba esta mañana temprano por el Foro, camino de tu casa. Supongo que deberíamos sentirnos ofendidos porque no nos han ofrecido nada.
– Los distribuidores de sobornos ya deben de conocernos, Eco.
– Supongo que es eso. Esta pequeña reunión le está costando a Milón una buena cantidad.
– Sí, pero sigo teniendo razón.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el motivo de que nuestro amigo el abatanador esté aquí. Busca el imperio de la ley y el orden.
– Además de un soborno -añadió Eco.
– Además de un soborno -admití.
Celio y Milón no tardaron en llegar rodeados por una numerosa comitiva. Mientras trataban de abrirse paso entre la multitud, la gente estiraba el cuello para poder ver de cerca a Milón y, cuando lo vieron, muchos comenzaron a vitorearle. Su excitación parecía auténtica, y ¿por qué no? Para bien o para mal, Milón era el hombre del momento y aquélla era su primera aparición en público desde el incidente de la Vía Apia. Todas las miradas estaban puestas en él. Todos los oídos anhelaban oírle hablar.
Con o sin soborno, Milón tenía muchos seguidores. Había estado haciendo campaña para alcanzar el consulado durante mucho tiempo y, en un esfuerzo por obtener otro apoyo que el de los Optimates, se había gastado una fortuna en juegos extravagantes y espectáculos. Roma adora a los políticos que saben organizar representaciones. A algunos magistrados se les exige que programen funciones para diversas fiestas anuales, cuyos gastos corran de su cuenta, como parte de sus deberes oficiales durante el año. Otros preparan funciones como ciudadanos, con carácter privado, a manera de juegos funerales. Sea cual fuere el pretexto, todo político que ascienda al rango de la magistratura está obligado a superar a sus rivales en proporcionar las carreras, las comedias y los combates entre los gladiadores más memorables. La práctica tiene tan buena acogida que nadie parece advertir que proporcionar diversiones públicas de alto presupuesto es exactamente igual a una especie de soborno electoral, como poner monedas directamente en las bolsas de los votantes. Hoy en día, la gente parece haber perdido la voluntad para poner objeciones incluso a eso.
Marco Celio subió al estrado y llamó al orden a la asamblea.
Celio había sido instruido para la oratoria desde niño por Cicerón y por el difunto Marco Craso. Fue el discípulo más destacado. Había llegado a dominar los desafíos formales de construir un discurso, del mismo modo que las habilidades técnicas de modular la voz y proyectarla a grandes distancias, pero más notablemente, durante años había desarrollado un estilo maliciosamente sarcástico que estableció el tono para toda su generación. Cuando oradores más veteranos que se esfuerzan por conseguir nuevos efectos intentaban emular ese estilo, el resultado era a menudo vocinglero y chillón, pero nunca era así cuando el propio Celio lo practicaba. Ahí radicaba su genialidad, en que era capaz de irradiar el mismo encanto en espacios multitudinarios que en recintos más reducidos, pero sin el irónico menosprecio que se sentía en su inmediata presencia. Era capaz de pronunciar las más perversas insinuaciones y los ditirambos más obscenos ante el público sin que pareciera vengativo o vulgar. Por el contrario, parecía simplemente listo e ingenioso, y muy sincero, lo que le daba un extraordinario poder como orador.
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