Steven Saylor - Asesinato en la Vía Apia

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El peligro de un baño de sangre amenaza Roma desde que Publio Clodio, político de antigua estirpe pero alma traidora, y Tito Mito, su mayor enemigo, han comenzado una terrible lucha por controlar las elecciones consulares. Cuando el cadáver de Clodio aparece en plena Vía Apia y Milón es acusado del crimen, la capital del Imperio estalla en cientos de revueltas callejeras. Así pues, el cónsul Pompeyo el Grande recurre una vez más al inefable Gordiano el Sabueso para que resuelva el caso.
¿Qué ocurrió realmente la noche del 18 de enero del año 52 antes de Cristo? ¿Quién empuñó el arma que acabo con la vida de Publio Clodio? ¿Fue un vil asesinato o un intento desesperado de proteger la República? Mientras Gordiano intenta destejer la trama que envuelve la oscura muerte de Clodio, el caos se apodera de Roma.
Steven Saylor, autor de El brazo de la justicia, Sangre romana, El enigma de Catilina y La suerte de Venus, nos presenta un Gordiano más sabio y perspicaz que nunca en otra intrigante novela de misterio.
«Saylor combina con pulso firme escándalos amorosos, asuntos politicos y asesinatos sin desperdicio en una novela muy dialogada, correctamente escrita, de habilidosa trama, que afirma un humor directo y que se lee con gusto.» – Ramón Freixas, La Vanguardia
«La erudición de Saylor se subordina siempre a la, lineas maestras de la trama, prestándole rigor, credibilidad y verosimilitud. Gordiano el Sabueso y su familia se encuentran entre los seres de ficción más entrañables y mejor diseñados que me he topado últimamente. Vale la pena conocerlos.» – Luis Alberto de Cuenca, ABC

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– Gordiano, es una simple cuestión de estilo, no de contenido. Determinados aspectos acerca de Cicerón te cogen a contrapelo. ¿No se te ocurre pensar que a veces estoy cansado de su comportamiento, de pasar tantas horas del día en su compañía? ¡Puede volverme loco! Sin embargo, no he encontrado en mi vida un hombre más admirable y honrado que él. En lo fundamental, Cicerón y tú estáis del mismo lado…

– Tirón, no es necesario que trates de convencerme de que te acompañe. Únicamente he esperado a que hubiera una pausa en nuestra conversación para pedir a Belbo que me trajera el manto. Y mira, aquí está, anticipándose ya a mis necesidades. -Belbo me echó el manto sobre los hombros y yo me enfundé bien dentro de él-. El tiempo ha refrescado mucho.

– Aun así, espero que siga lloviendo -dijo Tirón-. Dificulta los incendios. Evita que las llamas se propaguen. Y bien, ya hemos hablado del tiempo. ¿Podemos irnos?

Encontré a Cicerón en su despacho conversando animadamente con Marco Celio.

Cicerón levantó la mirada y me vio escudriñando la habitación.

– Milón no está aquí -dijo-. Ha regresado a su casa. Una demostración de seguridad en sí mismo. Después de todo, ¿qué tiene que temer Milón en su propia casa, cuando todo el mundo lo adora?

– ¿Tú crees?

– ¿Cómo no iban a hacerlo, después del favor que les ha hecho liberando al mundo de ese canalla repugnante? «Atrapó al tirano con bandas de acero…»

– «Y lo mató con sus propias manos» -dije terminando la cita de Ennio-. Y bien, ¿lo hizo?

– Si hizo ¿qué?

– Si Milón mató a Clodio con sus propias manos. -Recordé las marcas que había visto en la garganta de Clodio. Habían retorcido algo alrededor del cuello antes de que muriera, bien fuera para impedir que se moviera, para ahogarlo o para arrastrarlo.

Cicerón se encogió de hombros.

– No estuve allí para verlo. Pero la idea me gusta. Como su homónimo, el legendario luchador de Crotona, Milón es un tipo fuerte. Supongo que podría apretarle el cuello a un hombre hasta matarlo. ¿Tú qué crees, Celio?

Celio parecía pensativo:

¿Estrangulamiento? Podría hacer que la gente olvidara la sangre…, apartar de sus mentes las heridas abiertas. La idea de que Clodio fuera estrangulado… me gusta. Es más limpio, menos sangriento. Pensar en cuchillos pone a la gente los pelos de punta. El estrangulamiento es más viril, más heroico. Sugiere la idea de matar a un animal con las propias manos. Equipara a Clodio a una bestia salvaje. Es mejor evitar los detalles gráficos, realmente, pero si hemos de discutir el dónde y el cómo reales del asesinato…

– No he venido a escuchar a dos oradores lanzando ideas al aire -dije.

Celio sonrió:

– Pero ¿cómo, si no, podremos ver qué ideas flotan y cuáles se hunden como piedras?

– Podéis hacerlo cuando me haya marchado.

Tirón torció el gesto, desaprobando mi grosería.

– ¿Por qué has aceptado venir, Gordiano? -dijo Cicerón-. Pensé que quizás Tirón te había convertido con su elocuencia.

– ¿Convertirme a mí? Pero ¿no habías dicho que tú y yo estábamos del mismo lado, Cicerón?

– Y lo estamos, lo que pasa es que tú aún no te has dado cuenta. -Entrelazó los dedos detrás de la cabeza y sonrió.

– No seas tan prepotente, Cicerón. Me has pedido que viniera. Aquí estoy. ¿Por qué he venido? Me acerqué al brasero y extendí las manos sobre las llamas-. Porque es una noche fría en Roma y hace frío fuera. Como cualquier otro, anhelo el calor y la luz. Sobre todo la luz. Los motivos que me han hecho venir aquí son totalmente egoístas. Quiero más iluminación por el sendero que piso, cualquier resplandor que me enseñe el camino. El conocimiento es fuego. Arde bien en esta casa. Pero ahora mismo parece desprender mucho más humo que luz.

Cicerón se encogió de hombros con aire benévolo:

– Bueno, entonces, quizás tú puedas arrojar algo de luz para mí, Gordiano.

– Quizás.

– Creo que hoy has ido al contio que se ha celebrado en el Foro. Sí. ¿Cómo lo sabes?

Sacudió la mano como para quitar importancia al asunto.

– Uno ve cosas, oye cosas.

– ¿Cómo?

– Uno tiene ojos y oídos.

– Espías, quieres decir.

Se encogió de hombros.

– Digamos que muy poco de lo que sucede en el Palatino me pasa inadvertido. Pero hay sitios adonde mis ojos y mis oídos no pueden ir. No sin peligro, al menos. No sin que se advierta mi presencia.

– ¿Como por ejemplo un contio convocado por tres tribunos radicales con el fin de excitar a las masas?

– ¿Tres?

– Pompeyo, Planco y Salustio.

– ¿Salustio también? Creí que ya había sentado la cabeza. -Cicerón se daba golpecitos en la barbilla con aire pensativo.

– No es una buena señal -dijo Celio-. Salustio es el cauteloso de los tres. Si ha decidido comenzar a provocar amotinamientos con los otros…

– No incitaba a ningún amotinamiento -dije-. Terminó con una marcha a la casa de Lépido.

– ¿Una marcha? -dijo Cicerón-. ¡Puede que comenzara como tal, pero cuando llegaron allí, ya era un asalto en toda regla! -Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación-. ¿No presenciaste en persona el ataque, Gordiano?

– Claro que no. Me fui a mi casa y atranqué las puertas.

En ese caso, te contaré lo que ocurrió. La chusma subió hasta el Palatino y se unió a sus camaradas en la barricada; una vez todos juntos, se precipitaron hacia la casa de Lépido y derribaron la puerta. Utilizaron los adoquines del empedrado que habían arrancado antes de la calle. Rompieron el pestillo y la tranca la hicieron astillas. Toma nota, Gordiano, la próxima vez que atranques tu puerta de noche y te vayas a dormir pensando que estás a salvo: ninguna casa es segura mientras haya gente decidida a entrar. Lo saquearon todo. Volcaron los bustos de los antepasados de Lépido, aplastaron los muebles, desgarraron los telares protocolarios del vestíbulo (quién se lo iba a decir a las damas patricias, que estaban tejiendo un apacible diseño para el futuro de Roma). Las pobres mujeres salieron corriendo, gritando despavoridas.

»La multitud probablemente intentaba agarrar a Lépido y obligarle a dirigir una especie de farsa electoral allí mismo. Nadie duda de cuáles habrían sido los candidatos elegidos por la chusma, ¿verdad? Ipseo y Escipión, los antiguos aliados de Clodio. ¡Como si tales actos tuvieran alguna legitimidad! ¡Que los dioses ayuden a Roma cuando llegue el día en que los hombres sean elegidos para gobernar un imperio siguiendo el capricho de una masa encolerizada!

»¡Afortunadamente, Milón estaba preparado! -Cicerón se dio golpecitos en el cráneo-. ¡Siempre pensando, siempre vigilante! Milón esperaba que algo parecido ocurriera el último día de Lépido en su cargo de interrex, de modo que se las arregló para tener a sus propios hombres reunidos en un callejón, fuera de la vista de todos. Cuando comenzó el ataque a la casa, se reorganizaron y contraatacaron por la retaguardia. Fue todo un combate y no poca la sangre derramada. Está de más decir que la chusma de Clodio se desperdigó rápidamente y huyó. Su estilo es inútil en una lucha cuerpo a cuerpo. Los hombres de Milón encontraron a Lépido encerrado en un cuarto del piso superior con su esposa y sus hijas, todos listos para cortarse las venas. ¿Te imaginas? Un interrex de Roma estuvo a punto de suicidarse para no dejarse descuartizar por una turba de esclavos y libertos, y las mujeres de su casa estaban dispuestas a morir para que no las violaran semejantes hombres. Ni siquiera en los días más oscuros de la guerra civil hubo tanta vergüenza en la República. Y una vez más fue Milón el que vino a rescatarla. Pero ¿qué ocasión hay de que su previsión y su vigilancia sean reconocidas, y no digamos recompensadas como debiera? Si alguna vez un hombre mereció ser cónsul…

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