– En ese caso, quizás sí le quede a Milón una oportunidad de ser elegido cónsul.
– Jamás. Está involucrado en la muerte de Clodio.
– Acerca de la cual aún no tenemos ningún detalle concreto -dije al tiempo que me frotaba la barbilla, preocupado-. Entonces, tú crees que los votantes harán cónsules a Ipseo y Escipión. Pero ¿la muerte de Clodio no los salpica también a ellos? Tenían el apoyo de Clodio y ahora el pueblo tiene miedo de los clodianos.
– Sí, pero a Ipseo y Escipión se les considera como hombres suyos. No los asociaron con el incendio del Senado.
– Pero aun así, siguen siendo unos provocadores. Mira si no el bloqueo que levantaron en tomo a la casa de Lépido. Seguro que no son más aceptables para la gente imparcial de lo que lo fue Clodio.
Eco me miró con aire circunspecto.
– Si Milón está excluido… y lo están también Ipseo y Escipión…
– ¡No lo digas!
Pero lo hizo:
– El pueblo se volverá hacia Pompeyo.
Pompeyo estaba en la mente de muchas personas aquellos días, incluyendo a su viejo aliado Milón.
El quinto y último día que Lépido fue interrex, un triunvirato de tribunos radicales convocó un contio en el Foro. Asistimos Eco y yo.
Un contio es una asamblea pública al aire libre. Aunque puede dar la impresión de informalidad, es una función del Estado y se rige por unas normas específicas. Sólo personas muy determinadas pueden hablar en un contio, que debe tratar de un asunto concreto. Lo más importante es que sólo determinados funcionarios pueden celebrarlo. Los cónsules pueden hacerlo, por ejemplo. Y también los tribunos.
Roma no tenía cónsules por entonces. Pero contaba con diez tribunos, como era costumbre. Algunos se mantenían muy ocupados.
El funeral de Clodio o, mejor dicho, la reunión que tuvo lugar en el Foro para oír los elogios sobre Clodio y ver quemar su cadáver, había sido un contio, o por lo menos había comenzado como tal. Lo habían convocado los tribunos Pompeyo y Planco. Había visto a estos dos hombres en la casa de Clodio la noche en que fue asesinado, en la antecámara donde los políticos se habían reunido para evaluar el desastre. Al día siguiente, los dos encabezaban la procesión por el Palatino y el Foro. Fueron sus discursos los que inflamaron los ánimos de la multitud. Pompeyo y Planco eran los mismos tribunos que habían obstaculizado el nombramiento de un interrex a principios del nuevo año y, como consecuencia, habían retrasado los comicios en un momento en que Milón se sentía seguro de la victoria.
Acudió una gran multitud al contio el último día que Lépido fue interrex. Cuando Eco llegó a mi casa aquella mañana para anunciarme su intención de asistir, decliné la oferta de acompañarle, al principio. Sería una insensatez salir en semejante momento, argumenté, aunque fuéramos con guardaespaldas. Pero la atracción del Foro era demasiado intensa. Durante cuatro días, excepto el que visité a Cicerón, había permanecido casi por completo en mi casa. Mi inquietud aumentaba. En épocas de crisis o jubileo, hay algo en la sangre de un romano que le empuja inexorablemente a unirse a grandes tropeles de conciudadanos para escuchar los discursos de otros ciudadanos bajo el cielo abierto, donde tanto los hombres como los dioses pueden ver y oír.
Eco insistió en que nos abriéramos paso hacia la parte delantera. Llevábamos puestas las togas, como convenía a la ocasión; los guardaespaldas de Eco iban vestidos con túnicas y mantos. De ahí que a menudo se pueda decir a primera vista, en medio de una multitud variopinta, quién es ciudadano y quién el esclavo que asiste al ciudadano.
Arriba en el estrado, a Planco y Pompeyo se les había unido su colega tribuno Salustio, a quien había oído antes en casa de Clodio argumentar que nadie más que Clodio podía controlar a las masas. Había advertido sobre un baño de sangre. Pero aparentemente se había reconciliado con los esfuerzos agitadores de sus colegas tribunos y había decidido unirse a ellos. Los tres se dirigieron a la muchedumbre no con discursos formales, sino alternándose adelante y atrás, como si mantuvieran entre sí una conversación o un debate y solicitaran la reacción de sus conciudadanos.
No se trataron las circunstancias exactas del incidente ocurrido en la Vía Apia. Yo ya empezaba a encontrar exasperante aquella falta de detalles, pero nadie más entre la multitud parecía darle importancia o ni siquiera parecía advertirlo. Se había dado simplemente por supuesto que Milón y sus secuaces habían asesinado a Clodio a sangre fría. El asunto era qué hacer al respecto. Lo principal, convinieron todos los oradores, era convocar elecciones consulares en seguida. En cuanto Ipseo y Escipión accedieran al cargo, se podría castigar a Milón como correspondiese.
– Pero ¿qué pasa con el rumor de que Milón está preparando un ejército? -gritó alguien entre la multitud.
– Si se propone la insurrección -dijo Salustio-, entonces es aún más importante que se elijan cónsules en seguida, con objeto de organizar una fuerza contra él para la defensa de la ciudad.
– Pero ¿y qué hay de los aliados de Milón que están en la ciudad? -gritó otro-. Dicen que cuenta con un arsenal secreto de todo tipo de armas. Podrían cortarnos el pescuezo mientras dormimos. Podrían incendiar nuestras casas…
– ¡Ja! ¡Vosotros, los incendiarios clodianos, no deberíais hablar de incendios! -dijo otro hombre. Hubo palabras ásperas. Empezó una discusión violenta. Aunque tenía lugar a cierta distancia de nosotros, los guardaespaldas de Eco se pusieron tensos y estrecharon el círculo a nuestro alrededor. Los oradores del estrado hicieron caso omiso de la interrupción.
– El hecho es -dijo Salustio-que Milón está de vuelta en Roma.
La noticia provocó murmullos entre la multitud.
Un hombre situado detrás de mí, lo bastante cerca para que el aliento le oliese a ajo, hizo bocina con las manos.
– ¡Ese puerco sinvergüenza volvió a Roma al día siguiente de asesinar a Clodio! -gritó-. Milón debía de estar en su casa la noche que fuimos a visitarle con nuestras antorchas. No lo voy a saber yo, que me llevé una flecha clavada en el hombro. -El hombre se abrió la toga a la altura de la garganta para presumir de los vendajes.
– ¡Valiente ciudadano! -exclamó Salustio. Levantó los brazos en señal de saludo, lo que provocó una serie de vítores entremezclados con algunos abucheos-. Pero cualquiera que haya sido el paradero de Milón durante los últimos días, nosotros sabemos que está en la ciudad desde ayer, pues fue ayer cuando Milón salió de su escondite para visitar a Pompeyo el Grande en su casa del monte Pincio.
La noticia hizo escapar otro murmullo entre la multitud. En la carrera para cónsul, Pompeyo había dado su bendición a Ipseo, que le había servido en Oriente como oficial. Pero Pompeyo y Milón habían sido una vez aliados, y Pompeyo y Clodio habían sido enemigos a menudo. ¿Podría ser que el Grande se hubiera visto inducido a apoyar el crimen de Milón y a prestar su apoyo al asesino? La implicación de Pompeyo podría mover la balanza de forma concluyente, tanto a favor de Milón como contra él.
Salustio sonrió cuando leyó ansiedad e inseguridad en los rostros de la multitud, prolongando el suspense con su silencio.
– ¡Os alegrará saber -dijo por fin- que Pompeyo el Grande se negó a ver al criminal, lo cual le honra!
El suspense se rompió con un estallido de vítores.
– Y más que eso, envió un mensaje indirecto al sinvergüenza, en el que le pedía cortésmente que se abstuviera de volverle a llamar, para no tener que negarse otra vez a verle. La perversidad de Milón es tan profunda que hasta el Grande teme que pudiera mancharle si llegara a rozarse con él.
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