– Exacto -dijo Cicerón-, y era Clodio el que andaba detrás de todo ese desorden al fomentar la inquietud entre el populacho, al trastocar el orden natural de las cosas. Líbrate de Clodio y ya estarás a medio camino de librarte del caos. Tirón, copia esto: Líbrate de Clodio…
– ¿No estás yendo demasiado lejos? -dijo Celio moviendo la cabeza-. El principio suena como a regodeo. Incluso puede que los que se alegren del final de Clodio tengan serias preocupaciones acerca de las circunstancias de su muerte. No puedes pretender hacer de Milón un campeón de la ley y el orden si al mismo tiempo afirmas orgullosamente que quebrantó la ley matando a un hombre.
– Ah, pero todo eso se ve de otro modo si demuestras que Milón fue víctima de una emboscada y que simplemente se defendió -dijo Cicerón agitando un dedo.
– ¿Fue una emboscada? -dije mirando a uno y a otro- ¿Querían matar a Milón?
Tirón, ocupado en garabatear en su tablilla, no levantaba la cabeza. Los demás me miraron con curiosidad.
Cicerón se animó:
– ¿Tú qué crees, Gordiano? ¿Resulta creíble que Clodio le tendiera una emboscada a Milón en la Vía Apia?
Me encogí de hombros:
– Todo el mundo sabía el odio que se tenían los dos.
Celio me miró con escepticismo. Me sentí como un testigo al que se vuelve a interrogar para comprobar sus anteriores declaraciones.
– Pero entonces, ¿no es igualmente probable que Milón fuera el que planeara una trampa para Clodio? ¿Y si lo que ocurrió fue que las dos bandas se cruzaron en la Vía Apia de forma absolutamente casual? ¿Te parecería eso creíble?
– Quizás. Pero la gente se cruza en la carretera todo el tiempo sin que nadie acabe muerto.
Celio se echó a reír:
– ¡Ha dado en el clavo!
Cicerón juntó las yemas de los dedos con fuerza:
– Pero los accidentes ocurren. Un hombre no puede controlar siempre a sus esclavos, principalmente a gladiadores que han sido entrenados para protegerle y para reaccionar al primer atisbo de peligro. Tirón, anota: Milón necesita liberar a determinados esclavos, que de otro modo podrían verse obligados a testificar bajo tortura. Los esclavos pueden ser torturados, pero no los libertos. En el peor de los casos…
– Quieres decir, si se llevara el caso a juicio -aclaré.
Milón gruñó. Las yemas de los dedos de Cicerón entrechocaban.
– Estoy convencido de que Milón será, a pesar de todo, elegido cónsul. ¡No se merece menos por sus servicios al Imperio! Con todo, debemos estar preparados para posibilidades menos satisfactorias.
– Te refieres a un juicio por asesinato. ¿Qué tendría que temer Milón del testimonio de sus esclavos?
Cicerón consideró la pregunta:
– Gordiano hace una buena observación. Si Milón espera y libera a los esclavos en el momento equivocado, podría parecer malo. Cuanto antes, mejor, creo yo.
– Siempre se puede decir que fueron manumitidos por gratitud, como recompensa -sugirió Celio-. Después de todo, le salvaron la vida.
– ¿Lo hicieron? -dije.
– Eso es lo que diremos -dijo Celio mirándome como si fuera un simplón.
Moví la cabeza, asqueado:
– Únicamente habláis de las apariencias y nada más, ¿no? Sobre esta o aquella versión hipotética de lo que podría o no haber sucedido y de si la gente lo creerá o no. ¿Por qué no escribís una comedia también?
– Comedia mejor que tragedia -dijo Celio sarcásticamente.
Cicerón me miró pensativamente:
– Somos abogados, Gordiano. Esto es lo que hacemos.
Meneé la cabeza, desazonado.
Cicerón se percató de mi insatisfacción.
– A ver, ¿cómo diría yo esto? -dijo-. Tu naturaleza y la mía son diferentes. La verdad tiene un significado distinto para ti; tú pareces creer que importa en sí y por sí misma. Pero la verdad que anhelas es una ilusión. Buscar la verdad es un pasatiempo ideal para los filósofos griegos que no tienen otra cosa mejor que hacer, pero nosotros somos romanos, Gordiano. Tenemos un mundo que gobernar.
Me observó largamente y se convenció de que aún me resistía:
– Gordiano, los próximos días y meses son absolutamente críticos para que sobreviva todo lo decente y honrado que queda en la ciudad. Viste lo que hicieron ayer. La locura, la destrucción, la profanación sin sentido. ¿Puedes verte a ti mismo entre ese gentío? ¡Claro que no! ¿Puedes imaginarte cómo sería Roma si se permitiera que gobernara gente de esa calaña? ¡Una pesadilla! Puedes ver, sin duda, dónde está tu propio interés.
Observé con atención los rostros uno a uno. Cicerón, con una sonrisa estudiada; Tirón, ocupado con su estilo; Celio, con aspecto sombrío pero dispuesto a reír socarronamente, y Milón, sacando la mandíbula como un niño testarudo con ganas de pelea.
– Pero ¿qué ocurrió realmente en la Vía Apia? -pregunté.
Como respuesta, recibí únicamente miradas vacías, antes de que Cicerón cambiara de tema muy sutilmente y en seguida, con gracia y firmeza, dejara bien claro que mi visita había llegado a su fin.
Abandoné la casa de Cicerón sin una respuesta satisfactoria a mi pregunta y, a decir verdad, sin una idea clara del motivo por el que me había llamado. Ni el propio Cicerón parecía saber con exactitud lo que quería de mí, sólo que yo debía estar al margen. Tenía la vaga sensación de que fuerzas opuestas guiaban sus designios y me preguntaba qué posición exacta ocupaba yo en aquella trama.
El asedio a la casa del interrex Marco Lépido continuaba al día siguiente, y al otro, y al otro, con los partisanos de Escipión e Ipseo que seguían exigiendo elecciones consulares inmediatas.
Los templos y los comercios del Foro cerraron sus puertas. Cada día se formaban grandes aglomeraciones para mirar atontadas las chamuscadas ruinas del Senado. Unos lloraban; otros vitoreaban; las peleas y los enfrentamientos verbales eran corrientes. Unos visitantes ponían flores en los escalones. Otros desparramaban las flores y las pisoteaban.
Los asuntos del Estado se estancaron.
La vida continuaba, no obstante. Bethesda envió a sus esclavas al mercado a comprar lo que necesitaba para la comida. Tardaron más de lo normal por tener que dar más vueltas para encontrar lo que buscaban, pero regresaron con los cestos llenos. Belbo fue a buscar un par de sandalias que había mandado reparar y me informó de que el trabajo en la calle de los zapateros seguía más o menos como siempre. La gente se ocupaba de mantener la labor cotidiana para ganarse el sustento y el pan de cada día, pero con una sensación de terrible expectación. Roma tenía el aire aturdido de un hombre que avanza obstinadamente por un camino oscuro y desconocido mientras lanza miradas llenas de inquietud hacia atrás, esperando que algo terrible ocurra.
Eco me visitaba cada día.
– Están los tres locos, si creen que el tipo ese tiene todavía oportunidad de ser elegido cónsul -dijo cuando le conté mi peculiar entrevista con Cicerón, Celio y Milón-. Pero Cicerón tiene razón en una cosa: los clodianos fueron demasiado lejos cuando quemaron el Senado. Perdieron la simpatía de la gente imparcial. El asesinato es un ultraje, pero el fuego espanta a la gente hasta hacerla perder el juicio.
– El fuego es signo de purificación -sugerí.
– Quizás en un funeral, o en un poema. Pero cuando se empieza por quemar edificios, el fuego significa destrucción indiscriminada. Purificar el imperio puede sonar a idea elevada en un discurso, pero no cuando la gente empieza a quemarse. Cuando los reformadores se vuelven violentos, aterrorizan al pueblo.
– Para que los que tengan algo que perder prefieran que las cosas permanezcan como están.
– Ése es uno de los resultados.
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