Celio no estaba realmente en su elemento representando el papel de tribuno agitador de masas en un contio. Le iban más los tribunales, especialmente cuando él era el acusador, pues entonces podía verter su ácido sobre una víctima propiciatoria ante un auditorio de jurados cultos, hombres instruidos como él mismo, que apreciaban el juego de palabras rápido y retorcido. Con todo, Celio inició el contio exhibiendo el aplomo por el que era tan conocido, la clase de aplomo que no podía fingirse.
– ¡Queridos ciudadanos de Roma! Hoy veis junto a mí en el estrado a un hombre que todos conocéis: Tito Anio Milón. Su nombre ha estado últimamente en boca de todos. Os habéis ido a dormir por las noches pensando en él, preguntándoos qué clase de hombre era Milón. Os habéis despertado por la mañana preguntándoos dónde podría estar. Y a todas horas del día os habéis hecho la misma pregunta, que incluso ahora os estaréis haciendo: ¿Cuándo se acabará toda esta locura?
»Pues bien, estamos aquí para obtener algunas respuestas. No mañana, no en ninguna otra parte, sino aquí y ahora. En primer lugar, no os preguntéis más dónde está Milón; está aquí mismo delante de vosotros, con la cabeza alta, exponiéndose con orgullo en el corazón de la ciudad a la que ha servido durante tanto tiempo y con tanta fidelidad. Puede que hayáis oído rumores absurdos de que Milón había abandonado Roma para siempre y que no regresaría jamás. Sí, veo que algunos de vosotros asentís con la cabeza; conocéis los rumores. ¡Ridículo! Pensad en lo que amáis más que nada en este mundo. ¿Dejaríais que os apartaran de ello u os obligaran a abandonarlo por cualquier motivo? ¡No! No, aunque tuvierais que morir antes. Incluso -bajó la voz- aunque tuvierais que matar. Así ama a Roma Milón. Nunca la abandonará.
»Lo que nos lleva a la primera pregunta: ¿Qué clase de persona es Milón, cuál es su carácter? Es algo que puede que decidáis vosotros solos, cuando hayáis tenido la ocasión de oírle hablar. Sí, el propio Milón os hablará hoy. Las normas le permiten hablar y, como él mismo es el tema de esta asamblea y yo el tribuno que la ha convocado, le pido que hable. Y digo que se lo pido porque Milón no ha venido aquí por gusto. ¡Oh, no! He tenido que arrastrarlo hasta aquí contra su voluntad. ¿Acaso creéis que quería dejar la seguridad de su casa para andar por una ciudad donde los chiflados organizan revueltas reclamando a gritos su muerte? Milón es extremadamente valiente pero no es idiota. No, ha venido únicamente porque le insistí en que viniera, únicamente porque yo, como tribuno vuestro, se lo pedí.
»Lo que nos lleva a la tercera pregunta, que pesa como una losa sobre todos nosotros, que llena nuestras cabezas como el hedor de las ruinas humeantes del Senado allá a lo lejos: ¿Cuándo se acabará toda esta locura? No hasta que se haga algo sobre la muerte de Clodio, me temo. No hasta que todo el desagradable incidente quede claro y descanse en paz, del mismo modo que el espíritu del mismo Clodio descansó en paz supuestamente cuando sus amigos le prendieron fuego como un haz de leña en la Curia. ¿Cómo murió Clodio y por qué?, y ¿quién lo mató? Los amigos de Clodio denuncian que fue atacado intencionadamente y matado sin ningún motivo. Señalan a Milón con dedo acusador. Lo llaman asesino. Insinúan que intenta volver a matar y que la próxima vez su víctima será un hombre mucho más venerado, mucho más grande de lo que nunca llegó a ser Clodio.
»Entonces sometamos a juicio a Tito Anio Milón. ¡Sí! Aquí mismo, ahora mismo, procesémosle por asesinato. No un juicio como el que celebran los magistrados, con jurados elegidos entre el Senado y las órdenes superiores. Sois vosotros, el pueblo, ciudadanos de Roma, los que más habéis padecido el caos de los últimos días y por eso traigo el asunto directamente a vosotros, el pueblo, y sinceramente solicito vuestra sentencia. Os dais cuenta de que no he venido a elogiar a Mitón; ¡he venido para juzgarle! Y si llegarais a la conclusión de que es un asesino depravado, que trama más asesinatos, entonces dejémosle marchar nosotros mismos. ¡Sí! Dejemos que desaparezca, enviémosle al exilio y hagamos reales los rumores malintencionados. ¡Echemos a Mitón del corazón de la ciudad que ama al interior del desierto!
Esto último provocó gritos dispersos de indignación entre la multitud, como si la idea de Mitón en el exilio les ofendiera. Me di cuenta de que nuestro amigo el abatanador estaba entre los primeros en alzar la voz de protesta. En seguida se unió a él un exaltado coro de disidentes. Alguien había hecho un trabajo completo de siembra entre la multitud. Pero advertí que el hombre al que yo había considerado un prestamista protestaba también a gritos e incitaba con gestos a los de su comitiva a que alzaran las voces de protesta; seguramente, un hombre de posibles como aquél no había sido comprado por cincuenta sestercios.
Celio levantó las manos pidiendo silencio y puso expresión de espanto:
– ¡Ciudadanos, conteneos, por favor! Amáis a Mitón del mismo modo que Milón ama a Roma; lo comprendo. Aun así, se le debe citar para que responda de sus actos. Se le ha de juzgar y nosotros debemos ser sensatos cuando demos nuestro veredicto. No más vítores ni abucheos, os lo ruego. Esto no es un mitin de candidatos; es una asamblea convocada en un momento de extrema urgencia, una consulta solemne sobre un asunto que ha paralizado nuestra ciudad con incendios y desórdenes. De lo que hagamos hoy aquí se hablará por las siete colinas y allende las murallas de la ciudad. Los que no hayan podido venir hoy aquí, lo mismo grandes que pequeños, tomarán nota de vuestra sentencia. ¡Recordadlo!
Eco me dijo al oído:
– ¿Otra referencia a Pompeyo?
Celio se hizo a un lado del estrado:
– Milón, adelántate.
Orgulloso y con la cabeza bien estirada (así lo había descrito Celio). Ciertamente, no tenía los andares huidizos ni la mirada evasiva del hombre atormentado por la culpa. Avanzó sin vacilar y con aire grandioso, casi jactancioso, de seguridad en sí mismo. La toga le sentaba mucho mejor que la que había llevado en casa de Cicerón, adornada y recogida para dar un mejor aspecto a su cuerpo bajo y achaparrado. La barbilla, generalmente sombreada por la barba, se veía tan pálida que me preguntaba si no se habría aplicado alguna especie de cosmético.
En un juicio real se habría esperado que apareciera con la toga más harapienta y anduviera arrastrando los pies como un viejo, con el pelo revuelto y la barba desaliñada; el jurado espera que el acusado despierte su compasión. Estaba claro que Mitón no iba a pasar por ello. Exhibirse en un juicio, aunque fuera una pantomima, pareciendo más un orgulloso candidato que un acusado lleno de preocupación era más un acto de puro desafío. A la multitud de partidarios le encantaba. A pesar de las advertencias de Celio, un hurra aparentemente espontáneo resonó en el Foro. Los labios de Milón se retorcieron en una sonrisa afectada y elevó la barbilla unos grados más.
Celio se puso serio y levantó los brazos reclamando silencio.
– Ciudadanos, ¿he de recordaros a qué hemos venido? Prosigamos. Dejemos que Tito Anio Mitón dé cuenta de sus actos.
Celio retrocedió para dejar que Milón recorriera el estrado de un extremo a otro; Mitón pertenecía a la escuela de oradores que balancean los brazos, lo que requería un amplio escenario; en muchos aspectos era el opuesto a Celio. Su fuerte no era el pequeño chiste que luego en el discurso se convierte en hilaridad, o el elegante eufemismo que oculta una daga afilada. Milón representaba lo que Cicerón en una ocasión había ridiculizado en broma como la escuela del yugo y el martillo de la oratoria: «Martillea cada rincón de tu casa con un pesado martillo, ata las metáforas con un yugo y llévalas a vender al mercado».
Читать дальше