Washington Irving - Cuentos De La Alhambra

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Hay libros que envejecen con el tiempo, y otros que mantienen lozana su juventud inmarchita. Este es el caso de los "Cuentos de la Alhambra", escritos por Washington Irving, diplomático, historiador y viajero norteamericano que vivió por algún tiempo en la misma Alhambra. La obra, editada por primera vez en 1832, fue de inmediato traducida a muchas lenguas y atrajo a Granada a viajeros de todas las latitudes.

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– ¡Cómo! ¿Apalear a tan galantes caballeros porque cantan con tan singular habilidad y dulzura?

Las hermosas princesas se horrorizaban ante semejante cruel idea. La honesta indignación de la buena dueña, al cabo mujer y de condición y genio apacible, se calmó fácilmente. Por otro lado, parecía que la música había producido un efecto benéfico en sus señoritas, pues sus mejillas se iban sonrosando poco a poco y sus lindos ojos volvían a despedir fúlgida luz radiante. No hizo, por lo tanto, más observaciones sobre las amorosas estrofas de los caballeros.

Cuando concluyeron éstos de cantar las princesas quedaron silenciosas por un breve momento; pero enseguida Zorayda cogió su laúd, y con voz débil y emocionada, entonó un ligero aire africano, cuya letra decía así:

En su lecho de verdor

crece la rosa escondida,

escuchando complacida

los trinos del ruiseñor.

Desde entonces los caballeros eran traídos casi todos los días a los trabajos de la cañada. El considerado Hussein Baba se fue haciendo cada vez más indulgente, y cada día manifestaba mayor propensión a quedarse dormido en su puesto. Así pues, se estableció una misteriosa correspondencia entre los caballeros y las enamoradas princesas por medio de romanzas y canciones, ajustadas a los sentimientos de unos y otras en cuanto era posible.

Aunque tímidamente, las princesas llegaron a asomarse al ajimez, burlando la vigilancia de los guardias, y a conversar con sus enamorados caballeros por medio de flores, cuyo simbólico lenguaje era conocido de entre ambas partes, aumentando las mismas dificultades de sus correspondencias el deleite inefable de sus amores, el fuego encendido de sus corazones; pues sabido es que el amor se complace en luchar con la resistencia, y que crece con más vigor en el terreno que parece más árido y estéril.

El cambio operado en los rostros, en las miradas y en el carácter de las princesas con esta secreta correspondencia sorprendió y satisfizo al zurdo monarca; pero nadie se mostraba de ello tan ufano como la discreta Kadiga, pues lo consideraba todo debido a su exquisito tacto.

Mas he aquí que esta telegráfica correspondencia se interrumpió durante unos días, pues no volvieron a aparecer los caballeros cristianos en el valle. En vano las tres hermosas prisioneras miraban desde lo alto de la torre; en vano asomaban sus gargantas de nieve por el ajimez; en vano cantaban como ruiseñores presos en sus jaulas: sus galantes caballeros no se veían ni contestaban a sus cantos desde la alameda. La discreta Kadiga salió para enterarse de lo que sucedía, y volvió muy en breve con el rostro descompuesto por la turbación.

– ¡Ay, niñas mías! -gritó-. ¡Ya preveía yo en lo que vendría a parar todo esto; pero así lo quisisteis vosotras! Ya podéis colgar vuestros laúdes en los sauces, pues los caballeros españoles han sido rescatados por sus familias, y estarán a estas horas en Granada disponiéndose para regresar a su patria.

Las enamoradas infantas se desconsolaron con tan contraria noticia. La bella Zayda se indignó por la descortesía que habían usado con ellas marchándose sin dirigirles siquiera una palabra de despedida. Zorayda se oprimía las manos de desesperación y lloraba, mirándose al espejo; y no bien enjugaba sus lágrimas, cuando se deshacía en nuevo amargo llanto. La gentil Zorahayda se apoyaba en el ajimez gimiendo silenciosamente y regando gota a gota con sus lágrimas las flores de la ladera en donde habían estado sentados tantas y tantas veces los desleales caballeros.

La buena Kadiga hizo cuanto pudo por mitigarles su dolor.

– Consolaos, mis queridas niñas -les decía – esto os parecerá nada cuando tengáis mi experiencia de las cosas del mundo. Cuando lleguéis a mi edad ya sabréis perfectamente lo que son los hombres. Juraría que esos caballeros tienen amores con algunas de las beldades españolas de Córdoba o Sevilla, y pronto les estarán dando serenatas bajo sus ventanas y se olvidarán, ¡ay!, para siempre de sus bellas amantes moriscas de la Alhambra. Sosegaos, por lo tanto, niñas mías, y desechadlos de vuestros corazones.

Empero, estas juiciosas reflexiones de la discreta Kadiga sólo servían para acrecentar la desesperación de las hermosas princesas, las cuales permanecieron inconsolables durante los primeros días. En la mañana del tercero la buena aya entró en sus departamentos mostrándose trémula de indignación.

– ¡Quién hubiera creído capaz de tamaña insolencia a ningún ser humano! -exclamó tan pronto como pudo hallar palabras para expresarse-. Pero me lo tengo muy bien merecido, por haber contribuido a hacer traición a vuestro bondadoso padre. ¡No me habléis jamás, en la vida, de tales caballeros cristianos!

– Pero, ¿qué ha sucedido, mi buena Kadiga? -exclamaron las tres princesas con anhelante ansiedad.

– ¿Que qué ha sucedido? ¡Pues que han hecho traición, o, lo que es lo mismo, que me han propuesto hacer una traición!… ¡A mí, a la más fiel de todos los vasallos! ¡A mí, la más digna de confianza de cuantas ayas hay en el mundo! Sí, hijas mías; los caballeros españoles se han atrevido a proponerme que os persuada para que huyáis con ellos a Córdoba, donde os harán sus esposas.

Al llegar aquí, la taimada vieja se cubrió el rostro con sus manos y afectó dar rienda suelta a un violento acceso de pena y de indignación. Las tres hermosas princesas tan pronto se ponían rojas como pálidas, temblaban dirigiendo sus ojos al suelo y se miraban de reojo una a otra sin pronunciar palabra, en tanto que la dueña se sentaba agitándose con un movimiento violento, y prorrumpiendo de cuando en cuando en estas exclamaciones:

– ¡Que haya yo vivido para ser de tal modo ultrajada! ¡Yo!… ¡la más fiel servidora de mi señor!

Al fin, la mayor de las princesas, que era la que poseía más valor y la que siempre se colocaba a la cabeza de sus hermanas, se aproximó a su querida aya y le dijo, poniéndole la mano sobre el hombro:

– Y bien, madre; y si nosotras quisiéramos huir con los caballeros cristianos, ¿sería eso posible?

La buena de la dueña se contuvo por un momento; pero después, mirando a la princesa, le respondió:

– ¡Posible!… ¡Ya lo creo que es posible! ¿Pues no han sobornado ya los caballeros al renegado capitán de la guardia, Hussein Baba, y concertado con él el plan de evasión? Pero ¡pensar en engañar a vuestro padre, que ha depositado en mí toda su confianza!

Y aquí la buena mujer volvía de nuevo a sus aspavientos, a agitarse trémula, a retorcerse las manos…

– Pero nuestro padre nunca ha puesto su confianza en nosotras -replicó la mayor de las princesas- por el contrario, se ha fiado más bien de llaves y cerrojos, tratándonos como unas miserables cautivas.

– Eso sí es verdad -dijo a su vez la dueña, haciendo otro paréntesis en sus lamentaciones; ciertamente que os ha tratado de un modo indigno, encerrandoos aquí para que se marchite vuestra hermosura en esta vieja torre, como rosas que se deshojan en un búcaro. Sin embargo, hijas, ¡abandonar vuestro país natal!

– ¿Pues acaso la tierra adonde huiríamos no es la patria de nuestra madre, y donde viviríamos en libertad? ¿Y no sería preferible tener cada una un marido joven y cariñoso en vez de un padre viejo y severo?

– ¡Calla, pues es verdad también todo eso! Y hay que confesar que vuestro padre es bastante tirano; pero entonces -volviendo a sus remilgos -¿me vais a dejar aquí abandonada; para que sea yo la víctima de su venganza?

– No, por cierto, mi buena Kadiga, ¿pues no podéis huir también con nosotras?

– Ciertamente que sí, niña mía; y para decir toda la verdad, cuando conversó sobre esto conmigo Hussein Baba, me prometió cuidar de mí si quería acompañaros en vuestra fuga; pero de todos modos, ¡pensadlo muy bien, hijas mías! ¿Habéis de tener valor para renunciar a la religión de vuestro padre?

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