Washington Irving - Cuentos De La Alhambra
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– Ya ha llegado -dijo el periodo crítico señalado por los astrólogos: mis hijas están en la edad de casarse. ¿Qué haré? Están ocultas a las miradas de los hombres y bajo la custodia de la discreta Kadiga: todo marcha bien; pero no están bajo mi vigilancia, como me previnieron los astrólogos; debo, pues, recogerlas bajo mis alas y no confiarlas a nadie.
Así diciendo, ordenó que prepararan una de las torres de la Alhambra para que les sirviese de vivienda y partió a la cabeza de sus guardias hacia la fortaleza de Salobreña, para traerlas él mismo en persona.
Habían transcurrido diez años desde que Mohamed había visto por última vez a sus hijas, y no daba crédito a sus ojos contemplando el maravilloso cambio que se había verificado en ellas en tan breve espacio de tiempo; como que en este intervalo habían traspasado las infantas esa asombrosa línea divisoria de la vida de la mujer que separa a la imperfecta, informe y desimpresionada niña de la exuberante, ruborosa y pensativa adolescente que es lo mismo que pasar de los áridos y desiertos llanos de La Mancha a los voluptuosos valles y florecientes montañas de Andalucía.
Zayda era alta y bien formada, de arrogante presencia y ojo perspicaz. Entró majestuosamente e hizo una profunda reverencia a Mohamed, tratándolo más bien como soberano que como padre. Zorayda era de regular estatura, mirada interesante, carácter agradable y sorprendente hermosura, realzada con la perfección de su tocado. Se acercó a su padre sonriendo, besándole la mano, y le saludó con varias estancias de cierto poeta árabe popular, de lo cual quedó contentísimo el monarca. Zorahayda era reservada y tímida, menos esbelta, en verdad, que sus hermanas; pero poseía esa hermosura tierna y suplicante que busca cariño y protección. No tenía condiciones de mando como su hermana la mayor, ni deslumbraba como la segunda, sino que había nacido para alimentar en su pecho el cariño de un amante, para dejarlo anidar en él, y vivir con ello feliz. Se acercó a su padre con paso tímido y casi vacilante, en ademán de tomar su mano para besarla, pero al mirar el rostro de Mohamed resplandeciendo con la sonrisa paternal dio rienda suelta a su natural ternura y se arrojó a su cuello amorosamente.
Mohamed el Zurdo contempló a sus hijas con cierta mezcla de orgullo y perplejidad, y mientras se complacía en sus encantos recordaba la predicación de los astrólogos.
– ¡Tres hijas! ¡Tres hijas! -murmuró repetidas veces- ¡y las tres casaderas! He aquí una fruta tentadora del jardín de las Hespérides que necesitan un dragón para guardarlas.
Preparó su regreso a Granada, enviando a la descubierta heraldos y ordenando que nadie transitase por el camino por donde tenía que pasar y que todas las puertas y ventanas estuviesen cerradas al aproximarse las princesas. Prevenido todo, se puso en marcha escoltado por un escuadrón de caballería de soldados negros y de horrible aspecto, vestidos con una brillante armadura.
Las princesas cabalgaban junto al rey, tapadas con tupidos velos, en hermosos palafrenes blancos, con arreos de terciopelo bordados en oro que arrastraban hasta el suelo; los bocados y estribos eran asimismo de oro, y las bridas de seda, recamadas de perlas y piedras preciosas. Los palafrenes estaban cubiertos de campanillas de plata, que producían una música muy agradable cuando iban andando. Pero ¡ay del desgraciado mortal que estuviese en el camino cuando se oyese el sonido de estas campanillas! Los guardias tenían orden de darle muerte sin piedad.
Ya se aproximaba la cabalgata a Granada cuando se vio en uno de los bancos de la ribera del Genil un pequeño cuerpo de soldados, que conducía un convoy de prisioneros. Y era demasiado tarde para que se apartaran aquellos hombres del camino; por lo cual se echaron los soldados al suelo con los rostros mirando la tierra, y ordenaron a los cautivos que hicieran lo mismo. Entre los prisioneros se hallaban aquellos tres apuestos caballeros que las princesas habían visto desde el pabellón. Ya porque no hubieran comprendido la orden, ya porque fueran demasiado altivos para obedecerla, lo cierto es que permanecieron en pie, contemplando la cabalgata que se aproximaba.
Encendióse el monarca de ira viendo que no se cumplían sus mandatos, y desenvainando su cimitarra y adelantándose hacia ellos, iba a esgrimirla con su brazo zurdo, golpe que hubiera sido fatal por lo menos para uno de los prisioneros, cuando las princesas le rodearon e imploraron piedad para los prisioneros; y hasta la tímida Zorahayda olvidó su reserva y tornóse elocuente en su favor. Mohamed se detuvo con la cimitarra levantada, cuando el capitán de guardia le dijo arrojándose a sus pies:
– No ejecute vuestra majestad una acción que escandalizaría a todo el reino. Éstos son tres bravos y nobles caballeros españoles, que han caído prisioneros en el campo de batalla, batiéndose como leones; son de alto linaje y pueden ser rescatados a buen precio.
– ¡Basta! -dijo el rey-. Les perdonaré la vida, pero castigaré su audacia; que los lleven a las Torres Bermejas y que los entreguen a los trabajos más duros y penosos.
Mohamed estaba cometiendo uno de sus acostumbrados desatinos zurdos, pues con el tumulto y agitación de esta borrascosa escena dio lugar a que se levantaran los velos las tres princesas, dejando a la vista su radiante hermosura; y con prolongar el rey la conferencia, proporcionó ocasión para que la belleza produjera sus estragos. En aquellos tiempos la gente se enamoraba más repentinamente que ahora, como demuestran antiguas historias; por consiguiente, no debe chocarnos que los corazones de los tres caballeros quedasen completamente cautivados, sobre toda cuando la gratitud se unía a la admiración. Es, sin embargo, bastante singular, aunque no menos cierto, que cada uno de ellos se enamoró precisamente de la joven que respectivamente le correspondía. En cuanto a las princesas, se admiraron más que nunca del noble porte de los cautivos, regocijándose interiormente de cuanto habían oído acerca de su valor y noble linaje.
La regia cabalgata prosiguió su marcha; las tres princesas caminaban pensativas en sus soberbios palafrenes, y de vez en cuando dirigían una mirada furtiva hacia atrás, para ver a los cristianos cautivos, mientras éstos eran conducidos a la prisión que se les había destinado en las Torres Bermejas.
La residencia preparada para las infantas era de lo más escrupuloso y delicado que podía imaginar la fantasía: una torre apartada del palacio principal de la Alhambra, aunque comunicaba con él por la muralla que rodeaba la cumbre de la colina. Por un lado daba vistas al interior de la fortaleza, y al pie tenía un pequeño jardín poblado de las flores más exóticas. Por otro lado dominaba a una honda y abovedada cañada que separaba los terrenos de la Alhambra de los del Generalife. El interior de esta torre estaba dividido en pequeños y lindos departamentos, lujosamente decorados en elegante estilo árabe, y rodeando a un vasto salón cuyo techo se elevaba casi hasta lo alto de la torre. Las paredes y artesonados hallábanse adornados con calados y arabescos que deslumbraban con sus doradas y brillantes pinturas. En el centro de pavimento de mármol había una fuente de alabastro rodeada de flores y hierbas aromáticas, y de la cual brotaba un surtidor de agua que refrescaba todo el edificio, produciendo un sonido arrullador. Alrededor del salón se veían suspendidas algunas jaulas formadas con alambres de oro y plata, y encerrados en ellas pajarillas de preciosísimo plumaje, que despedían gorjeos y trinos armoniosos.
Las princesas se habían mostrado de genio alegre en el castillo de Salobreña, por lo cual el rey esperaba verlas entusiasmadas en la Alhambra. Pero, con gran sorpresa suya, empezaron a languidecer y a tornarse melancólicas, no manifestándose nunca satisfechas en nada. No les deleitaba la fragancia de las flores; el canto de los ruiseñores les turbaba el sueño por la noche; y, por último, no podían soportar con paciencia el continuo murmullo de la fuente de alabastro desde la mañana hasta la noche, y desde la noche hasta la mañana.
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