Luego, cuando por fin se puso el sol, la gente se quitó las máscaras, la calle se vació y el gentío buscó diversión en otra parte: los bailes que se celebraban por toda la ciudad, o el teatro, su mayor deleite.
El público de la Ópera estaba enfervorizado. Aunque las máscaras habían desaparecido, todavía se veían disfraces, sobre todo el largo y holgado tabarro. Había mujeres encantadoramente convertidas en apuestos militares, disfrutando de toda la libertad que les permitían los pantalones, mientras los seguidores enfrentados de Bettichino y Tonio intentaban superarse en desvarío los unos a los otros.
Parecía imposible que los palcos resistiesen todo el peso que soportaban y el teatro vibraba con los generosos aplausos, los gritos de bravo, los pateos, las ovaciones.
Finalmente, todos se fueron a casa, Tonio y Christina abrazados, para levantarse de nuevo al amanecer y continuar la fiesta.
Había momentos en que, en medio de la avalancha de gente, Tonio se quedaba quieto, con los ojos cerrados y, balanceándose de puntillas, imaginaba que se hallaba en la Piazza San Marco. Allí, los muros cercanos desaparecían, el cielo se abría ante él y los mosaicos dorados resplandecían como grandes ojos inmóviles por encima de la multitud. Casi podía oler el mar.
Su madre estaba con él, y también Alessandro. Era aquel primer carnaval glorioso en el que por fin habían disfrutado de la libertad, y el mundo se les antojaba un prodigio, repleto de maravillas exquisitas. Oyó la risa de Marianna, sintió incluso la caricia de sus manos; entonces recuperó intactos todos los recuerdos de su madre, inmunes al dolor posterior. Habían tenido una vida juntos y esa certeza vencería al tiempo.
Le hubiera gustado creer que estaba junto a él, que de alguna manera Marianna lo sabía y lo comprendía todo.
Si algo lo atormentaba en aquellos días de amargo y secreto pesar era no haber podido hablar otra vez con ella, sentarse a su lado, cogerle las manos, decirle lo mucho que la quería, y asegurarle que no había estado en sus manos el cambiar el curso de los acontecimientos.
Su madre le parecía tan impotente en la muerte como durante su vida.
Sin embargo, cuando Tonio abrió los ojos a la ciudad de Roma, a las chicas romanas que hacían cosquillas a quienes no llevaban máscara, a los hombres disfrazados de abogados que reprendían a la multitud, y los más malvados de todos, los jóvenes vestidos de mujeres que desnudaban sus pechos, enseñaban las piernas y se ofrecían a los viandantes, cuando vio toda aquella vida desatada a su alrededor, admitió lo que siempre había sabido: que en realidad no había querido despedirse de ella. En sus sueños de venganza o de justicia más desaforados jamás había imaginado siquiera una palabra dirigida a ella, una mano extendida, una muestra de afecto. En una borrosa visión, la había imaginado más bien vestida de viuda, llorando entre sus hijos huérfanos a su esposo, el único esposo al que realmente había conocido, asesinado, arrebatado de su lado.
Se había visto libre de aquel destino. No iba vestida de viuda, dormía en su ataúd, y era Carlo quien lloraba por ella. «Sufre como un loco -había escrito Catrina-. Está fuera de sí y jura dedicarse por completo al cuidado de los niños. Aunque trabaja con ahínco, y ha prometido que será un padre y una madre para los pequeños, está tan acongojado que sale a cualquier hora de los Oficios del Estado para vagar como un demente por la piazza.»
Christina le apretaba la mano.
La muchedumbre empujaba desde todos los ángulos y durante unos momentos luchó por no perder el equilibrio. Vio de nuevo a su madre en el ataúd y se preguntó cómo la habrían vestido. ¿Le habrían puesto aquellas hermosas perlas blancas que Andrea le había regalado? Imaginó la procesión del funeral en la que dominaría el color escarlata, desplazándose sobre las olas rizadas, el rojo de la muerte flameando sobre las góndolas negras, y el mar que se encrespaba mientras los leves sollozos de las plañideras se disolvían en la brisa salada.
El amor y la tristeza competían en el rostro de Christina.
Se puso de puntillas y le pasó el brazo por el cuello. Estaba rebosante de vida, se mostraba muy cariñosa, y con sus labios intentaba, dulcemente, hacerlo volver a ella.
Corrieron por Via Condotti. Subieron a toda prisa las escaleras del estudio de la Piazza di Spagna.
Tras tomar grandes tragos de vino de la misma botella, corrieron las gruesas cortinas de la cama e hicieron el amor con ansia febril.
Después, tumbados el uno junto al otro, oyeron el distante bullicio de la multitud, justo debajo del estudio, una risa peculiar que parecía trepar por los muros de piedra y desaparecer al llegar al techo.
– Dime qué te ocurre -le pidió ella-. ¿En que piensas?
– En que estoy vivo. -Suspiró-. En que estoy vivo y soy muy feliz.
– Ven -dijo ella, levantándose de repente. Tiró de él para sacarlo de la cálida cama y le puso la camisa sobre los hombros-. Todavía nos queda una hora antes de que debas marcharte al teatro. Si nos damos prisa, veremos la carrera.
– Una hora es poco tiempo -sonrió él mientras intentaba retenerla en la cama.
– Y esta noche -añadió Christina tras besarlo una, dos, tres veces-, iremos a casa de la condesa y bailarás conmigo. Nunca hemos bailado juntos, pese a todas las fiestas a las que asistimos juntos en Nápoles…
Al ver que Tonio no se movía, Christina lo vistió como si se tratara de un niño y le abrochó los botones de perlas con manos diestras.
– ¿Te pondrás el vestido violeta? -le preguntó al oído-. Si te pones el vestido violeta, bailaré contigo.
Por primera vez en mucho tiempo se emborrachó y sabía que la embriaguez no era buena compañera de la tristeza. ¿Qué había dicho Catrina? ¿Que Carlo vagaba por la piazza como un loco, con el vino como único compañero?
La habitación estaba atestada de gente y de colores que se arremolinaban; la música marcaba un ritmo frenético y él bailaba.
Bailaba; hacía muchos años que no lo había hecho y, como por arte de magia, recordó todos los viejos pasos. Cada vez que veía el rostro extasiado de Christina, se inclinaba para robarle un beso y creyó hallarse de vuelta en Nápoles, reviviendo aquellos momentos en que tanto la había deseado.
Pero se trataba de Venecia, de la magnífica casa de Catrina, o era aquel verano de hacía tanto tiempo junto al Brenta.
De repente, toda su vida cobró la forma de un gran círculo, y allí estaba él, bailando sin cesar, volviéndose y saludando al ritmo vivaz del minuet, y aquellos a quienes amaba estaban junto a él.
Allí estaban Guido y su amante Marcello, aquel hermoso eunuco de Palermo, y la condesa, y Bettichino rodeado por sus admiradores.
Cuando Tonio había entrado en la sala, todas las cabezas se habían girado hacia él, había oído los murmullos: «Tonio, ése es Tonio.»
La música flotaba en el aire y cuando los bailarines se separaron, enseguida le pasaron un vaso que al instante vació.
Al parecer, Christina lo reclamaba para bailar la cuadrilla, pero Tonio la besó con delicadeza y le dijo que prefería mirar cómo bailaba ella.
No sabía a ciencia cierta en qué momento intuyó que estallaría el conflicto con Guido, ni siquiera cuándo lo había visto acercarse.
Desde su llegada había percibido algo extraño en él. Lo abrazó e intentó animarlo y hacerlo sonreír, aunque él no tenía ningunas ganas.
Guido estaba preocupado, y había mucha urgencia en su voz al insistir en que fuera el propio Tonio quien comunicara a la condesa que no irían a Florencia.
¿Qué no irían a Florencia?
¿Cuándo habían tomado esa decisión? Los contornos de las cosas se difuminaron en una intensa oscuridad y durante un largo instante le fue imposible seguir fingiendo que se encontraba en Nápoles o Venecia. Estaba en Roma, y la temporada de ópera había casi finalizado, y su madre había muerto, y era trasladada sobre el mar hasta tierra firme donde la enterrarían, y Carlo vagaba por la Piazza San Marco esperándolo.
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