Anne Rice - Un Grito Al Cielo

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En plena pubertad, a punto ya de ser un hombre, Tonio Treschi fue drogado y raptado con la complicidad de su familia y castrado cruelmente para que no perdiera la voz…
Guido Maffeo, cuando apenas era un niño -demasiado joven para protestar o para huir-había sido vendido a los maestros de canto y «operado» también con fines artísticos.
Los dos eran castrati: sopranos masculinos cuya voz increíble causaba la admiración de Europa. Vivían como auténticos ídolos, deseados y cortejados lo mismo por hombres que por mujeres. Pero también sufrían el rechazo de muchos, que los miraban como si fuesen monstruos de feria. Tonio Treschi no olvidaba nunca la violencia que se había ejercido sobre su cuerpo. Y su pensamiento permanente era cómo vengarse…
«Fascinante y llena de colorido… Un grito al cielo es una historia de oscuros secretos familiares, de odio edípico y venganza, de complejas intrigas y violencia cotidiana, en la cual, como en la ópera, un personaje se vuelve loco, otro se oculta tras un disfraz y un tercero es víctima de un secuestro… Una mirada absorbente y deslumbrante a un mundo muy poco conocido». The Washington Post
«Sometidos a la «operación» más desconsiderada de todas, ¿quién hubiera adivinado que los castrati venecianos tenían una vida sexual tan variada y versátil?». The Guardian
«Un grito al cielo, como Entrevista con el vampiro, es una novela osada y erótica, atravesada por la lujuria, la tensión sexual y la música. Aquí la pasión lo es todo, el deseo es abrumador y los géneros quedan abolidos. Encontramos amantes gozosos y amantes separados, relaciones de primos con primos y de sobrinos con tías, eunucos convertidos en favoritos de cardenales, mujeres disfrazadas con ropa masculina, hombres luciendo sedas y rouge… La música lo inunda todo…» The New York Times Book Review
«La exubérante narración de Anne Rice -alternativamente tórrida y apasionada- sería un espléndido libreto». The New Yorker

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Guido tenía el rostro sombrío y abotargado mientras mascullaba con insistencia: «Sí, díselo a la condesa, díselo, dile por qué no podemos ir a Florencia.»

Y en aquel momento, muy a su pesar, Tonio sintió un perverso regocijo.

– No vamos a ir -susurró-, no vamos a ir.

Guido se lo llevó a un pasillo mal iluminado. Paredes recién pintadas, paneles de brocado en tono frambuesa, la flor de lis en oro y una puerta que se abría…

La voz de Guido lanzaba amenazas y acusaciones, acusaciones terribles.

– ¿Y qué haremos después? -preguntó Guido-. Muy bien, si no vamos a Florencia, en otoño podemos viajar a Milán, por supuesto. Nos han ofrecido un contrato en Milán y otro en Bolonia.

Si no se contenía, diría algo espantoso y definitivo, surgido de las tinieblas en las que se había mantenido al acecho.

La condesa estaba allí, su rostro redondo se veía tan avejentado… Se recogió la falda con una mano mientras que con la otra le daba a Guido unas cariñosas palmadas en la espalda.

– ¿No quieres ir a ningún sitio? Contéstame, contéstame, no tienes ningún derecho a hacerme esto. -Guido estaba descorazonado.

«No fuerces el desenlace, no me obligues a decirlo porque cuando lo haga no recordaré las palabras.» El regocijo crecía. Se sentía al borde de una pendiente muy pronunciada. Si daba los primeros pasos, no podría controlar el descenso.

– Tú lo sabes, siempre lo has sabido. -¿Era Tonio quien decía aquello?-. Tú estabas allí, mi amigo más querido y verdadero, mi único hermano en este mundo, tú estabas allí y lo viste con tus propios ojos. No era uno de esos niños lavaditos y repeinados que desfilaban hacia el conservatorio como los capones camino del mercado, Guido…

– Y entonces volviste tu rabia contra mí por el papel que yo desempeñé en todo aquello. Yo fui la herramienta de tu hermano, y tú lo sabes.

La condesa había rodeado con el brazo la cintura de Guido e intentaba tranquilizarlo en vano. Y lejos, él lloraba, no puedo vivir sin ti, Tonio, no puedo vivir sin ti…

Pero una gran frialdad se había apoderado de Tonio, y todo se volvió remoto, triste, inevitable. Intentó decir: «Tú no tuviste la culpa. No fuiste más que una pieza del juego.»

Guido explicaba que en San Marco, en un café, unos hombres le habían advertido que debía llevarse el chico a Nápoles.

– No hables más -intervino la condesa.

– Fue culpa mía. Yo pude haberlo evitado. ¡Vuelve tu venganza contra mí!

Ella lo obligó a retroceder y apartó a Tonio, mientras esa voz seguía desgranando tantos terribles secretos en un tono cada vez más siniestro. El viejo argumento, mandar asesinos pagados, él no tenía por qué ensuciarse las manos, ¿no sabía que tenía amigos que llevarían a cabo esa misión gustosos? Pero di la palabra. Y entonces ella lo llevó hasta un extremo de la sala. Había salido la luna, el jardín resplandecía y más allá del jardín distinguió las ventanas del salón de baile que acababan de dejar, y se preguntó si Christina estaría allí. En su mente la vio bailando con Alessandro.

– Estoy vivo -susurró.

– Querido mío -dijo la condesa.

Guido lloraba.

– Él siempre supo que llegaría un momento en que seguiría adelante solo. Yo no lo dejaría marchar si no estuviera preparado -decía Guido a la condesa-. En Milán lo contratarán igual sin mí. Y tú lo sabes…

– Pero, niño radiante, ya sabes lo que ocurrirá si vas ahora a Venecia. -La condesa sacudía la cabeza-. ¿Qué puedo hacer para disuadirte de este desatino?

Todo estaba dicho. Todo estaba hecho. Lo que había permanecido largo tiempo agazapado en la oscuridad era ya libre y se desbocaba sin freno alguno.

De nuevo se apoderó de él aquel regocijo. Ir a Venecia. Hacerlo. Dejar que ocurriera. Se acabó la espera. No más odio y amargura, se acabó ver cómo la vida brilla a tu alrededor y es hermosa a pesar de esta oscuridad, de esta impenetrable penumbra.

Guido se había abalanzado sobre él y la condesa, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, consiguió que se apartara. El rostro de Guido estaba contraído por la furia.

– ¿Cómo puedes hacerme esto? -lloraba-. Dime, ¿cómo puedes? Si yo sólo fui un peón en manos de tu hermano, ¿por qué te saqué de la ciudad? ¿Por qué te saqué de allí cuando estabas herido y destrozado?

La condesa, en su afán de calmarlo, levantó la voz.

– Dime que hubieras preferido que te dejara morir allí, si te hubiese dejado allí te habrían matado, dime que hubieras deseado que esto, nada de esto hubiese llegado a ocurrir.

– No, calla… -La condesa alzó las manos.

Entonces, aquel regocijo se desató transformado en ira. Se volvió hacia Guido y oyó su propia voz, clara y tajante que decía:

– ¡Tú sabes por qué, lo sabes mejor que nadie! El hombre que me hizo esto todavía está vivo y no ha recibido castigo alguno. Dime, ¿puedo considerarme un hombre si lo tolero? ¿Soy un hombre?

De repente se sintió flaquear.

Fue dando tumbos por el jardín.

En la puerta del salón de baile, si el criado no lo hubiese sujetado por el brazo, se habría caído.

– Quiero ir a casa… -dijo. Christina, con el rostro surcado de lágrimas, asintió con un gesto.

Era por la mañana.

Tenía la sensación de que Guido y él habían estado discutiendo toda la noche. Y aquellas frías habitaciones semejaban más un terrible campo de batalla que sus dormitorios.

En algún lugar, tras aquellas paredes, Christina lo esperaba. Despierta, ya vestida, tal vez sentada junto a la ventana, con la barbilla apoyada en los nudillos, mirando la Piazza di Spagna.

Sin embargo, Tonio estaba sentado solo, inmóvil, al otro lado del vacío que formaba aquella habitación. Se contempló en un espejo polvoriento, un espectro de cara pálida tan inexpresivo que parecía un demonio con rostro de ángel. Todo había cambiado.

Paolo lloraba.

Paolo lo había oído todo y se había acercado a él, que lo había despreciado con su silencio.

Oculto entre las sombras, Paolo lloraba desconsolado. Y sus sollozos, que ascendían y descendían, resonaban como si recorriera los pasillos de un caserón en ruinas en el que Tonio caminaba apoyado contra la pared, arrastrando los pies descalzos, llenos de polvo, y las lágrimas le manchaban el rostro. Al atravesar el umbral de la puerta veía a su madre inclinada sobre el alféizar de la ventana. Impotencia, terror, un nudo en la garganta mientras tiraba de su falda, y aquel llanto que cada vez sonaba más fuerte. Y justo cuando ella se volvía, él se tapaba los ojos para no ver su rostro. Se sintió caer. Su cabeza golpeó las paredes y los escalones de mármol. No podía parar. Sus gritos se elevaron y ella, con el vestido ondulándose al bajar, cogió aquellos gritos y se los llevó hacia arriba transformados en chillidos cada vez más agudos.

Se puso en pie. Se detuvo en el centro de la habitación, mirando aquel espejo oscuro. ¿Me quieres?, susurró sin mover los labios, y observó que los ojos de Christina se abrían casi impulsados por un resorte, como los ojos de las muñecas, y su boca, reluciente, formaba una palabra.

– ¡Sí!

Paolo estaba junto a él. El muchacho era una fuerza repentina contra él que le hizo tambalearse. Oía llorar a Paolo desde muy lejos. Las manos de Paolo tiraban de él hasta que cerró sus largos dedos sobre ellas, se las sacó de encima y las cogió con fuerza al tiempo que empezaba a caminar hacia el espejo.

¿Por qué no me lo advertiste?, dijo a su reflejo, aquel gigante con un tabarro veneciano negro y de rostro tan blanco, que llevaba un muchacho abrazado a él, con la cabeza gacha y las manos aferradas a la tela negra como si no pudieran desprenderse de ella. ¿Por qué no me advertiste que el plazo se acababa? ¿Que casi había llegado a su fin?

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