La inmensidad de aquella pintura lo aterrorizó, y el cuerpo pequeño de Christina ante ella, con el cabello que le caía hasta la cintura, la falda ondulándose mientras iba de un sitio a otro, con la mano extendida para borrar lo que parecía inevitable e inmutable.
Pero cuando se volvió, se dio cuenta de que también había sido alcanzaba por la nieve, que entraba por la ventana para salpicarle la falda con brillantes partículas, los pechos, la curva de los hombros. Su cabello relucía con los copos y se onduló despacio hasta cubrirlos a ambos.
¿Qué significaba aquella nieve que caía en un lugar inverosímil? Incluso dormido, necesitaba desesperadamente conocer la respuesta. ¿Por qué aquella paz extraordinaria, aquella belleza resplandeciente? Y entonces, mirando el terreno que serpenteaba bajo un cielo perlado, creyó por un momento que no se hallaba en Italia, sino muy lejos de todo lo que amaba y temía y significaba algo para él: Venecia. Carlo, el lento avance de su vida hacia el caos. ¡Nada de eso existía! Estaba sobre la faz de la Tierra, no en un lugar concreto. La nevada se hizo más densa y los copos más gruesos, blancos y deslumbrantes.
Mientras permanecía allí, de pie, sintió los brazos de Christina alrededor de su cuerpo, sintió las miradas de los santos y los ángeles desde la pared, y la amó, y supo que ya no tenía nada que temer de ella.
Despertó.
El sol le abrasaba la cara, estaba tumbado solo sobre la paja, y la noche estaba a punto de caer. Permaneció tumbado un buen rato, sin moverse, ni siquiera para ir a buscarla. Despacio, a través de las sombras, distinguió un gran dibujo que cubría la pared, tal y como había visto en su sueño, y a buen seguro antes de dormirse, aunque no lo recordaba. Y ella también estaba allí, de pie ante él.
Todas las noches, después de que cayera el telón por última vez, se apeaba de su carruaje en Via del Corso y se metía en la maraña de calles enfangadas hasta llegar a la Piazza de Spagna para encontrarse con ella en secreto, ya que los bravi de Raffaele seguían al acecho.
Una vieja sirvienta, ajada y morena, rondaba siempre por la casa, merodeando por las estancias, quitando el polvo, afanada en ordenar cosas sin sentido. Sus ojillos miraban con desdén a Tonio, con la palabra «hombre» reflejada en ellos como un insulto, y él, al verla, debía hacer esfuerzos para contener la ira. Pero Christina se deslizaba por entre los tonos brumosos de la habitación, se acercaba a Tonio y lo tranquilizaba. Para ella los besos de Tonio eran como una droga, los recibía con los ojos entornados, y se fundía en ellos para que se prolongaran al máximo antes de suplicarle que posara.
Tonio temblaba. Ese amor lo atormentaba. Toda la emoción del escenario se condensaba para enfurecerlo y desesperarlo.
El estudio se llenó enseguida de velas. Los altos ventanales se convirtieron en espejos por obra de la creciente luz. Christina lo acomodó frente a ella, sacó un papel, lo clavó en una tabla y empezó su retrato al pastel, que enseguida coloreó al tiempo que sus dedos se teñían de distintos tonos.
El rítmico roce de la tiza lo adormecía mientras a su alrededor lo escrudiñaban rostros pintados, exuberantes, magníficos, apasionados hombres y mujeres a quienes conocía, otros de tamaño mítico que se recortaban contra cielos plúmbeos y nubes tan reales que parecían encontrarse en el límite de un movimiento predecible. En un marco lejano, el cardenal Calvino se alzaba sobre él, vibrante, inconfundible, plasmado con tal fuerza que provocaba en Tonio una vaga turbación.
El talento de Christina estaba más allá de toda duda. Sus figuras robustas, familiares o extrañas, lo cercaron con irreprimible vigor.
Ella trabajaba en el centro de todo aquello. Los cabellos cobraban vida y se ondulaban bajo la luz. A Tonio se le antojaba cada vez más peculiar. Se preguntó si se enfadaría en caso de poder leerle los pensamientos. Se veía tan exótica en aquel sitio como una paloma blanca que hubiese descendido de alguna cima encumbrada para posarse y revolotear a un ritmo preciso sobre un clavicémbalo. Era muy sensual, la personificación del deseo. ¿Cómo podía aquella forma contener inteligencia, talento, fuerza de voluntad? Lo seducía hasta lo impensable.
Casi en trance, para avivar aún más su dulce tormento, la imaginó leyendo libros, algo que sin duda hacía todos los días, o escribiendo tratados de filosofía, una disciplina que seguramente dominaba. De repente, fijó la vista en su mano, que trabajaba con ahínco, cubierta de tiza de colores, rompiendo en dos cada una de ellas y convirtiendo en un pequeño desastre su caja de pasteles. Necesitaba libertad para aplicar los colores con pequeños toques frenéticos. Su cara resplandecía, imbuida en su tarea, mientras él la contemplaba aburrido, deseoso de poseerla.
Pero ya tendrían tiempo de sobras para entregarse al amor.
Él temía el momento siguiente, cuando el dolor lo abrasara.
Lo asaltó el vago recuerdo de haber estado en un espléndido lugar lleno de música que de repente se detenía y hacía que el miedo se apoderara de él. Parecía música de Vivaldi. Los acelerados violines de Las cuatro estaciones. Y sintió el vacío del aire cuando terminó.
Por fin el retrato quedó terminado. Había pasado diez días esclavo de ella, entregado exclusivamente a la ópera y a Christina.
Faltaba muy poco para el amanecer; ella se lo mostró y él contuvo una exclamación.
En aquella miniatura esmaltada que había enviado a Guido había plasmado una inocencia dulce, pero en aquel retrato Tonio captó una oscuridad, una actitud meditabunda, incluso una frialdad que él no era consciente de transmitir.
Como no quería decepcionarla, murmuró frases sencillas, pero lo dejó a un lado, se acercó a ella y se sentó junto al banco de madera para quitarle la tiza de los dedos.
Amarla, amarla, eso era lo único que podía pensar o sentir, lo único para lo que aún le quedaba voluntad, y una vez más la poseyó, asombrado ante la tenue membrana que separaba la crueldad de la pasión irresistible.
Amar a alguien de ese modo era pertenecerle. Toda libertad seguía el camino de la razón y la felicidad escogía para sí misma un lugar adecuado, un momento adecuado. La mantuvo contra sí, incapaz de hablar, y sus huesos blandos y cálidos, apretados contra su cuerpo, le contaron sólo los secretos más terribles.
Amor, amor, tenerla a ella.
La llevó a la cama, depositó su cuerpo sobre el lecho, dispuesto a perderse de nuevo en ella.
Entonces llegó ese instante de unión que tan a menudo había vivido con Guido en el pasado, cuando el cuerpo encontraba por fin reposo y sólo deseaba su compañía.
La mesa estaba dispuesta, las velas encendidas. Ella se puso una bata que le dejaba los hombros al descubierto y lo llevó hasta allí, donde la vieja criada había servido vino y platos de pasta humeante. Cenaron ternera asada y pan caliente, y cuando dieron cuenta de todo, la tomó en su regazo y ambos, cerrando los ojos, iniciaron un pequeño juego de caricias y besos, cuyas reglas quedaron reducidas a que mientras él acariciaba a ciegas los huesos de su pequeño rostro, ella hacía lo mismo con él, y mientras acariciaba sus delicados hombros ella lo imitaba hasta conocer todas las partes de sus respectivos cuerpos.
Tonio empezó a reír, y como si él le hubiera dado permiso, ella dejó estallar su risa de niña mientras comparaban todos los rincones de sus cuerpos. Él palpó su sedoso labio inferior, su abdomen liso y redondo, y la parte posterior de sus rodillas. La tomó en brazos y la acomodó de nuevo entre las sábanas para explorar las grietas más húmedas, aquellos pliegues suaves como plumas, aquellas partes cálidas y palpitantes más íntimas, mientras la mañana se alzaba tras las ventanas.
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