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Antonio Garrido: El lector de cadáveres

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Antonio Garrido El lector de cadáveres

El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune. Cí Song fue el primero de ellos. Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial. Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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Se preguntó por qué no querría regresar su padre. Acababa de confirmarle que Feng le había ofrecido la vacante por la que antes suspiraba y, de la noche a la mañana, sin motivo aparente, cambiaba radicalmente de opinión. ¿Sería por su abuelo? No lo creía. Las cenizas del difunto podían trasladarse para continuar celebrando los ritos de piedad filial en Lin’an.

La tos de Tercera le sobresaltó, haciendo que se girara. La niña dormitaba a su lado, temblorosa, con la respiración entrecortada. Le acarició el pelo con ternura y sintió lástima por ella. Tercera se había mostrado más resistente que Segunda y Primera, como demostraba el hecho de que ya hubiera cumplido los siete años, pero, al igual que sus hermanas, no creía que superara la decena. Era el sino de su enfermedad. Por un instante quiso imaginar que al menos en Lin’an habría dispuesto de los cuidados adecuados…

Cerró los ojos y volvió a girarse. Pensó en Cereza, con quien debía contraer nupcias una vez que aprobase los exámenes estatales. A aquellas horas estaría destrozada por la muerte de su padre y se preguntó si eso cambiaría sus planes de boda. No quiso responderse. De repente, se sintió mezquino por imaginar algo tan egoísta.

Habían transcurrido seis meses desde la repentina muerte de su abuelo…

Se desnudó porque el calor le sofocaba. Al desprenderse de la chaqueta, encontró el trapo ensangrentado que había extraído de la boca del pobre Shang. Lo miró con extrañeza y lo dejó junto a la almohada de piedra. Luego escuchó a través de la ventana unos gemidos procedentes de la casa vecina, que achacó a su vecino Peng, un pilluelo aquejado de dolores de muelas desde hacía días. Por segunda noche consecutiva, no logró descansar.

* * *

Cí se levantó al alba. Había acordado encontrarse con Feng en la residencia de Bao-Pao, el lugar en el que habitualmente se alojaban las visitas gubernamentales, para ayudarle en el examen del cadáver. En la habitación contigua, Lu roncaba con fuerza. Para cuando se despertara, él ya estaría lejos.

Se vistió en silencio y se marchó. La lluvia había cesado, pero el calor de la noche evaporaba el agua caída sobre los campos convirtiendo cada bocanada de aire en un trago de bochorno. Cí aspiró con fuerza antes de adentrarse en el laberinto de callejuelas que conformaban la aldea, una sucesión de casuchas calcadas las unas a las otras cuyas maderas carcomidas se repetían a escuadra como viejas fichas de dominó descuidadamente alineadas. De vez en cuando, titilantes farolillos teñían con su resplandor las portezuelas abiertas de las que emergía el olor a té mientras hileras de campesinos se dibujaban en los caminos como almas fantasmagóricas. Y aun así, el pueblo dormía. Tan sólo se escuchaban los lamentos de los perros.

Cuando alcanzó la casa de Bao-Pao, ya estaba amaneciendo.

Divisó a Feng bajo el soportal, ataviado con una bata de arpillera teñida de azabache a juego con su gorro. Su rostro era pétreo, pero sus manos tableteaban impacientes. Tras la reverencia de rigor, Cí le reiteró su agradecimiento.

– Sólo voy a echar un vistazo, así que ahórrate los aspavientos. Y no pongas esa cara -añadió Feng al comprobar su decepción-. No es mi jurisdicción, y ya sabes que últimamente no me dedico a resolver crímenes. Pero no te apures. Éste es un pueblo pequeño. Encontrar al asesino será tan fácil como sacarse un guijarro del zapato.

Cí siguió al juez hasta un cobertizo anexo donde montaba guardia su asistente personal, un hombre callado de rasgos mongoles. En el interior aguardaba el caudillo Bao-Pao, acompañado por la viuda de Shang y los hijos varones del difunto. Cuando Cí divisó los restos de Shang, le sobrevino una arcada. La familia había aposentado el cadáver sobre un sillón de madera como si aún siguiera vivo, con el cuerpo erguido y la cabeza unida al tronco mediante unos juncos entrelazados. Aun lavado, perfumado y vestido, parecía un espantapájaros ensangrentado. El juez Feng presentó sus respetos a la familia, departió un momento con ellos y les solicitó permiso para inspeccionar el cadáver. El primogénito se lo concedió y Feng se acercó lentamente al muerto.

– ¿Recuerdas lo que debes hacer? -le preguntó a Cí.

Se acordaba perfectamente. Sacó un pliego de papel de su bolsa, la piedra de tinta y su mejor pincel. A continuación, se sentó en el suelo, cerca del cuerpo. Feng se aproximó al cadáver lamentando que lo hubieran lavado y comenzó su trabajo.

– Yo, juez Feng, en la vigesimosegunda luna del mes del loto, del segundo año de la era Kaixi y decimocuarto de reinado de nuestro amado Ningzong, hijo del Cielo y honorable emperador de la Dinastía Tsong, con la autorización familiar pertinente, emprendo investigación previa y auxiliar a la oficial que deberá practicarse en no menos de cuatro horas a partir de su conocimiento por el magistrado que designe la prefectura de Jianningfu. En presencia de Li-Cheng, primogénito del fallecido, la viuda de este último, señora Li, sus otros hijos varones, Ze y Xin, así como de BaoPao, caudillo del poblado, y de mi ayudante Cí, testigo directo del suceso.

Cí escribió al dictado, repitiendo en voz alta cada una de las palabras. Feng continuó.

– El fallecido, de nombre Li-Shang, hijo y nieto de Li, que en palabras de su primogénito contaba unos cincuenta y ocho años de edad en el momento de su muerte, de profesión contable, labriego y carpintero, fue visto por última vez anteayer a mediodía después de atender sus tareas en el almacén de Bao-Pao, donde ahora nos encontramos. Su hijo manifiesta que el fallecido no padecía enfermedades más allá de las propias de su edad o de las estaciones, y que carecía de enemigos conocidos.

Feng miró al primogénito, quien se apresuró a confirmar los datos, y luego a Cí para que recitara lo redactado.

– Por desconocimiento de sus familiares -continuó Feng con gesto de reprobación-, el cuerpo ha sido lavado y vestido. Ellos mismos confirman que en el momento en que les fue entregado no advirtieron más heridas que el tremendo tajo que separaba su cabeza del tronco y que sin duda fue el que acabó con su vida. Presenta la boca exageradamente abierta… -intentó cerrársela sin éxito- y rigidez en la mandíbula.

– ¿No vais a desnudarle? -se extrañó Cí.

– No será necesario. -Feng alargó su mano hasta rozar el tajo del cuello. Se lo señaló a Cí esperando su respuesta.

– ¿Doble corte? -sugirió el joven.

– Doble corte… Como a los cerdos…

Cí observó con detenimiento la herida libre de cieno. En efecto, en su parte anterior, bajo el lugar que antes ocupaba la nuez, presentaba un tajo horizontal limpio similar al que se les practicaba a los cochinos para desangrarlos. Acto seguido, la herida se ensanchaba a lo largo de toda su circunferencia mediante pequeñas dentelladas, como las producidas con alguna especie de serrucho de matadero. Iba a comentar aquello cuando Feng le pidió que relatara las circunstancias del descubrimiento. Cí obedeció, refiriéndolas tan pormenorizadamente como las recordaba. Cuando concluyó, el juez le miró con severidad.

– ¿Y el trapo? -le preguntó.

– ¿El trapo?

«¡Seré estúpido! ¿Cómo he podido olvidarlo?».

– Me decepcionas, Cí, y no acostumbrabas a hacerlo… -El juez guardó silencio un instante-. Como ya deberías saber, la boca abierta no obedece ni a una mueca de socorro ni a un grito de dolor, pues en tal caso se habría cerrado por la relajación posterior al fallecimiento. En conclusión, debieron introducirle algún objeto antes o inmediatamente después de su muerte, el cual hubo de permanecer allí hasta que los músculos se agarrotaron. Respecto a la tipología del objeto, supongo que hablamos de un trapo de lino, si atendemos a los hilos ensangrentados que aún permanecen entre sus dientes.

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