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Antonio Garrido: El lector de cadáveres

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Antonio Garrido El lector de cadáveres

El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune. Cí Song fue el primero de ellos. Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial. Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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Mientras descendía, Cí comparó el hallazgo del cuerpo de Shang con el de otros casos similares cuyos detalles había tenido la oportunidad de conocer durante su estancia en Lin’an. En todo ese tiempo había asistido a Feng en numerosos crímenes violentos. Incluso había presenciado brutales crímenes rituales cometidos por miembros de sectas, pero jamás había contemplado un cuerpo tan salvajemente mutilado. Por fortuna, el juez estaba en la villa y no le cabía duda de que encontraría al responsable.

Cereza vivía con su familia en una casucha que a duras penas se sostenía sobre unos carcomidos pilotes de madera. Cuando alcanzó la casa, la angustia le atenazaba. Había barajado dos o tres frases para contarle lo sucedido, pero ninguna le había convencido. Aunque diluviaba, se detuvo frente a la puerta, intentando pensar lo que le diría.

«Algo se me ocurrirá».

Aproximó los nudillos mientras se mordía los labios y apretó los puños. Sus brazos temblaban más que su cuerpo. Esperó un instante y por fin llamó.

Sólo respondió el silencio. Al tercer intento comprendió que nadie le abriría. Cejó en su empeño y emprendió el regreso a su casa.

Nada más abrir la puerta, su padre se apresuró a recriminarle la tardanza. El juez Feng había acudido a cenar y llevaban un rato esperándole. Al ver al invitado, Cí juntó los puños frente a su pecho y se inclinó ante el invitado a modo de disculpa, pero Feng no se lo permitió.

– ¡Por los monstruos del infierno! -Sonrió condescendiente el juez-. ¿Pero qué comes aquí? ¡El año pasado aún parecías un muchacho!

Cí no era consciente de ello, pero a sus veinte años ya no era el chico endeble del que todos se burlaban en Lin’an. El campo había transformado su cuerpo enfermizo en el de un joven fibroso cuyos delgados músculos parecían un ramillete de juncos firmemente entrelazados. Cí sonrió con timidez, dejando entrever una hilera de dientes perfectamente ordenados, y contempló la figura de Feng. El anciano juez apenas había cambiado. Su rostro serio sembrado de finas arrugas seguía contrastando con su bigote cano cuidadosamente arreglado. Coronaba su cabeza el gorro bialar de seda que indicaba su rango.

– Honorable juez Feng -le saludó-. Excusad mi retraso, pero…

– No te preocupes, hijo -le interrumpió-. Anda, pasa, que vienes empapado.

Cí corrió hacia el interior de la casa y regresó con un pequeño paquete envuelto en un primoroso papel rojo. Hacía un mes que esperaba aquel momento. Justo desde que había sabido que el juez Feng les visitaría después de tanto tiempo. Como de costumbre, Feng rechazó tres veces el presente antes de aceptarlo.

– No deberías haberte molestado. -Guardó el paquete sin desenvolverlo, pues lo contrario habría significado que otorgaba más importancia al contenido que al hecho en sí del regalo.

– Ha crecido, sí, pero, como veis, continúa igual de irresponsable -terció el padre de Cí.

Cí titubeó. Las reglas de cortesía le impedían importunar al invitado con asuntos ajenos a la visita, pero un asesinato trascendía cualquier protocolo. Se dijo que el juez lo comprendería.

– Perdonad la descortesía, pero he de comunicaros una noticia horrible. ¡Han asesinado a Shang! ¡Lo han decapitado! -Su rostro era una mueca de incomprensión.

Su padre lo miró con gesto serio.

– Sí. Ya nos lo ha contado tu hermano Lu. Ahora, siéntate y cenemos. No hagamos esperar más a nuestro invitado.

A Cí le exasperó la flema con la que Feng y su padre se tomaban el suceso. Shang era el mejor amigo de su padre y, sin embargo, él y el juez seguían comiendo tranquilamente como si nada hubiera sucedido. Cí les imitó, aderezando con su propia hiel el resto de la cena. Su padre lo advirtió.

– Deja a un lado esas muecas. En cualquier caso, hay poco que podamos hacer -argumentó finalmente el patriarca-. Lu ha trasladado el cuerpo de Shang a las dependencias gubernamentales y sus familiares ya le están velando. Además, sabes que el juez Feng no tiene competencia en esta subprefectura, de modo que sólo nos resta aguardar a que envíen al magistrado que se hará cargo del caso.

En efecto, Cí lo sabía, del mismo modo que sabía que para entonces el asesino podría haberse esfumado. Y aun así, lo que más le irritaba era la calma de su padre. Por fortuna, Feng pareció leerle el pensamiento.

– No te preocupes -le tranquilizó el juez-. He hablado con los familiares. Mañana iré a examinarlo.

Hablaron de otros asuntos mientras la lluvia golpeaba con violencia el tejado de pizarra. En verano, los tifones solían sorprender a los incautos con diluvios inesperados, y aquel día Lu parecía haber sido el infortunado. Apareció empapado, apestando a licor y con los ojos turbios. Nada más entrar tropezó con un arcón y cayó de bruces al suelo, pero se levantó y pateó el mueble como si éste fuera el culpable de la caída. Luego saludó con un balbuceo estúpido al juez y se fue directamente a su cuarto.

– Creo que ha llegado el momento de retirarme -anunció Feng tras limpiarse los bigotes-. Espero que pienses en lo que hemos discutido -le dijo al padre de Cí-. Y en cuanto a ti… -se volvió hacia el joven-, nos vemos mañana a la hora del dragón, en la residencia del caudillo local donde estoy alojado.

Se despidieron y Feng partió. Nada más cerrar la puerta, Cí escrutó el rostro de su padre. Su corazón latía expectante.

– ¿Lo ha hecho? ¿Ha mencionado cuándo volveremos? -se atrevió a preguntar. Sus dedos repiquetearon sobre la mesa.

– Siéntate, hijo. ¿Otra taza de té?

El padre se sirvió una bien colmada y luego vertió otra para su hijo. Le miró con tristeza antes de bajar la vista.

– Lo siento, Cí. Sé cuánto ansiabas volver a Lin’an… -Dio un sorbo sonoro a la infusión-. Pero a veces las cosas no salen como uno planea.

Cí detuvo la taza a un suspiro de su boca.

– ¡No entiendo! ¿Ha sucedido algo? ¿Acaso Feng no os ha ofrecido la plaza?

– Sí. Lo hizo ayer. -Sorbió despacio otro trago.

– ¿Entonces? -Cí se levantó.

– Siéntate, Cí.

– Pero, padre… Lo habíais prometido… Dijisteis…

– ¡He dicho que te sientes! -alzó la voz.

Cí obedeció mientras sus ojos se empañaban. Su padre añadió té hasta que el líquido se desbordó. Cí hizo ademán de limpiarlo, pero su padre se lo impidió.

– Mira, Cí. Hay situaciones que no alcanzarías a comprender…

El joven no entendía qué era lo que debía comprender: ¿que hubiera de tragarse el desprecio que su hermano Lu le regalaba cada día? ¿Que aceptara de buen grado renunciar al porvenir que le aguardaba en la Universidad Imperial de Lin’an?

– ¿Y nuestros planes, padre? ¿Dónde quedan nuestros…?

Un bofetón lo interrumpió mientras su padre se erguía como un resorte. La voz del hombre temblaba, pero su mirada desprendía fuego.

– ¿Nuestros planes? ¿Desde cuándo un hijo tiene planes? -gritó-. ¡Permaneceremos aquí, en la casa de tu hermano! ¡Y así será hasta que yo muera!

Cí enmudeció mientras su padre se retiraba. Por un momento la rabia le envenenó.

«¿Y vuestra hija Tercera enferma…? ¿Tan poco os importa ella?».

Cí recogió las tazas y se dirigió al cuarto que compartía con su hermana.

Nada más acostarse, percibió en sus sienes los latidos de su corazón. Desde el mismo momento en que se habían instalado en la aldea, había soñado con regresar a Lin’an. Como cada noche, cerró los ojos para evocar su antigua vida. Recordó a sus viejos compañeros compitiendo en los concursos de conocimientos de los que a menudo salía victorioso; a sus profesores, a los que admiraba por su disciplina y empeño. Evocó la imagen del juez Feng y el día en que le admitió como asistente de sumarios. Anhelaba ser como él, presentarse algún día a los exámenes imperiales y obtener un puesto en la judicatura. No como su padre, que, después de años intentándolo, sólo había logrado una humilde plaza de funcionario.

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