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Antonio Garrido: El lector de cadáveres

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Antonio Garrido El lector de cadáveres

El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune. Cí Song fue el primero de ellos. Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial. Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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De repente, algo se movió bajo el agua. Cí dio un respingo y apartó la cabeza sorprendido, pero cuando advirtió que se trataba del aleteo de una pequeña carpa, suspiró aliviado.

«Estúpido bicho».

Se levantó y pateó al pez mientras intentaba calmarse. Entonces avistó otra carpa, con un jirón de carne en la boca.

«¿Pero qué diablos…?».

Intentó retroceder, pero perdió pie y cayó al agua entre un remolino de cieno, suciedad y sangre. Sin pretenderlo, abrió los ojos al sentir un manojo de tallos golpearle en la cara. Lo que vio le detuvo el corazón. Frente a él, con un trapo metido en la boca, la cabeza decapitada de un hombre flotaba entre la maraña.

* * *

Gritó hasta desgañitarse, pero nadie acudió en su ayuda.

Tardó en recordar que la parcela llevaba tiempo desatendida y que los campesinos se concentraban al otro lado de la montaña, así que se sentó a unos pasos del arado para mirar a su alrededor. Cuando dejó de temblar, se planteó abandonar al búfalo y bajar a buscar ayuda. La otra posibilidad consistía en esperar en el arrozal hasta que su hermano regresara.

Ninguna de las opciones le convencía, pero a sabiendas de que Lu no tardaría, optó por aguardar. Aquel lugar estaba infestado de alimañas y un búfalo entero valía mil veces más que una cabeza humana mutilada.

Mientras esperaba, terminó de cortar las raíces y liberó la reja. El arado parecía en buen estado, así que, con suerte, Lu sólo le recriminaría el retraso en el laboreo. O, al menos, eso era lo que él esperaba. Cuando terminó, enganchó de nuevo el arado y reanudó la faena. Intentó silbar para distraerse, pero en su interior sólo reverberaban las palabras que su padre pronunciaba de vez en cuando: «Los problemas no se resuelven dándoles la espalda».

«Sí. Pero éste no es mi problema», se respondió Cí.

Aró dos pasos más antes de detener al búfalo y regresar junto a la cabeza.

Durante un tiempo contempló receloso cómo se mecía sobre el agua. Luego se fijó un poco más. Tenía las mejillas aplastadas, como si se las hubieran pisoteado con saña. Advirtió sobre su piel amoratada las pequeñas laceraciones producidas por los mordiscos de las carpas. Después observó los párpados abiertos e hinchados, los jirones de carne sanguinolenta colgando junto a la tráquea… y el extraño trapo que salía de su boca entreabierta.

Nunca antes había contemplado algo tan aterrador. Cerró los ojos y vomitó. De repente acababa de reconocerlo. La cabeza decapitada pertenecía al viejo Shang. El padre de Cereza, la muchacha a quien amaba.

Cuando se recuperó, prestó atención a la extraña mueca que formaba la boca del cadáver, abierta exageradamente a causa del paño que surgía de entre sus dientes. Con cuidado, tiró del extremo y poco a poco la tela salió como si deshiciera un ovillo. Se la guardó en una manga e intentó cerrarle la mandíbula, pero estaba desencajada y no lo consiguió. De nuevo vomitó.

Se lavó la cara con el agua enfangada. Luego se levantó y desanduvo el terreno arado en busca del resto del cuerpo. Lo encontró a mediodía en el extremo oriental de la parcela, a pocos li de distancia del lugar donde había tropezado el búfalo. El tronco del cadáver aún lucía el fajín amarillo que le identificaba como varón honorable, al igual que su batín de cinco botones. No halló rastro del bonete azul que siempre portaba.

Le resultó imposible continuar laboreando. Se sentó sobre el dique de piedra y mordisqueó con desgana un mendrugo de pan de arroz que fue incapaz de tragar. Miró el cuerpo decapitado del pobre Shang abandonado sobre el lodo, como el de un criminal ejecutado y desahuciado.

«¿Cómo se lo explicaría a Cereza?».

Se preguntó qué clase de desalmado podría haber segado la vida de alguien tan honrado como Shang, un hombre dedicado a los suyos, una persona respetuosa con la tradición y con los ritos. Sin duda, el monstruo que había perpetrado aquel crimen no merecía permanecer en el mundo de los vivos.

* * *

Su hermano Lu llegó a la parcela en plena tarde. Le acompañaban tres jornaleros cargados con plantones, lo cual significaba que había cambiado de idea y que pensaba trasplantar el arroz sin aguardar a que el terreno se drenase. Cí dejó el búfalo y corrió hacia él. Al llegar a su altura, se inclinó para saludarle.

– ¡Hermano! No vas a creer lo que ha sucedido… -Su corazón latía acelerado.

– ¿Cómo no voy a creerlo si lo estoy viendo con mis propios ojos? -rugió señalando el campo, que permanecía sin arar.

– Es que he encontrado un…

Un varetazo contra su frente le hizo caer al fango.

– ¡Maldito vago! -escupió Lu-. ¿Hasta cuándo te creerás mejor que los demás?

Cí se llevó la mano a la brecha para apartar la sangre que manaba de su ceja. No era la primera vez que su hermano le golpeaba, pero Lu era el mayor y las leyes confucianas le impedían rebelarse. Apenas podía abrir el párpado, pero aun así se disculpó.

– Lo siento, hermano. Me retrasé porque…

Lu lo empujó.

– ¡Porque el delicado estudiante no tiene arrestos para trabajar! -Le propinó un nuevo empellón-. ¡Porque el delicado estudiante piensa que el arroz se planta solo! -Otro más que dio con sus huesos en el fango-. ¡Porque el delicado estudiante ya tiene a su hermano Lu para que se deslome por él!

Lu se limpió el pantalón mientras permitía que Cí se levantara.

– En… contré un ca… dáver… -logró articular.

Lu enarcó una ceja.

– ¿Un cadáver? ¿A qué te refieres?

– Ahí… en el dique… -agregó Cí.

Lu se giró hacia el lugar en el que unos grajos picoteaban el terreno. Empuñó su vara y, sin aguardar más explicaciones, se encaminó hacia el punto señalado por Cí. Cuando llegó junto a la cabeza, la movió con el pie. Frunció el ceño y se revolvió.

– ¡Maldita sea! ¿Lo encontraste aquí? -Sujetó la cabeza por el cabello y la balanceó con asco-. Ya imagino que sí. ¡Por las barbas de Confucio! ¿Pero no es Shang? ¿Y el cuerpo…?

– Al otro lado… Junto al arado.

Lu frunció los labios. Acto seguido se dirigió a sus jornaleros.

– Vosotros dos, ¿a qué esperáis para ir a cogerlo? Y tú, descarga los plantones y mete la cabeza en un canasto. ¡Malditos sean los dioses…! Regresamos al poblado.

Cí se acercó al búfalo para quitarle el arnés.

– ¿Se puede saber qué diablos haces? -le interrumpió Lu.

– ¿No has dicho que regresábamos…?

– Nosotros -escupió-. Tú volverás cuando termines tu trabajo.

Capítulo 2

Cí pasó el resto de la tarde tragando el hedor que despedía el bamboleante trasero de su búfalo mientras se preguntaba qué delito habría cometido el viejo Shang para haber acabado decapitado. Que él supiera, carecía de enemigos y jamás nadie le había amenazado. De hecho, lo peor que le había sucedido era haber engendrado demasiadas hijas, lo cual le había obligado a trabajar como un esclavo para reunir una dote que las hiciese atractivas. Aparte de eso, Shang había sido siempre un hombre honesto y respetado.

«La última persona en quien pensaría un asesino».

Para cuando quiso darse cuenta, el sol ya se estaba ocultando.

Además de labrar, Lu le había ordenado que extendiese un mogote de lodo negro, de modo que dispersó unas paletadas de la mezcla de excrementos humanos, barro, ceniza y rastrojos que habitualmente empleaban como fertilizante y aplanó el resto del montículo para disimularlo. Luego vareó al animal, que retrocedió con pesadez, como si no estuviera adiestrado para esa tarea, se encaramó sobre su lomo de un salto y emprendió el camino de regreso al poblado.

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