– Ingmar ha sido tan bueno conmigo que ya no soporto hacerle sufrir más, por eso voy a reconocer que el niño es suyo. Pero no puede llamarse Ingmar porque está ciego y es idiota.
Dicho esto, sintió una gran amargura por haber dejado que le arrebataran su secreto. «Creo que es mejor para Ingmar que lo sepa porque así no tendrá una mala opinión de mí; pero ahora tengo que matarme porque no puedo volver a ser su esposa», pensó. Se echó a llorar amargamente e, incapaz de dominar el llanto, salió corriendo de la habitación para no molestar al moribundo.
En la sala grande se echó sobre la enorme mesa, deshecha en llanto.
Al cabo de un rato levantó la cabeza y prestó atención a lo que ocurría en la alcoba, donde alguien estaba hablando en voz baja. Era la vieja Lisa narrando sus peripecias arriba en la cabaña del bosque.
De nuevo le sobrevino la amargura por haber revelado su secreto, y una vez más lloró convulsivamente. ¿Qué poder la había obligado a hablar justo cuando Ingmar lo había arreglado todo para que ella pudiera callar un par de semanas más hasta que el divorcio le fuese concedido? «Ahora no tengo más remedio que matarme. Esto es el fin.»
Entonces volvió a prestar atención. El párroco estaba leyendo el sacramento. Hablaba con tanta claridad que pudo entender todas las palabras. Finalmente, llegó el momento de darle el nombre. El nombre lo pronunció más fuerte que el resto: «Ingmar.» Al oírlo, volvió a llorar de pura impotencia.
Al cabo de un instante la puerta se abrió y salió Ingmar. Ella fue hacia él obligándose a cortar el llanto.
– Entre nosotros todo tiene que quedar tal como acordamos antes de que te fueras. Lo entiendes, ¿verdad? -dijo.
Ingmar le pasó lentamente la mano por el pelo.
– No quiero obligarte a nada. Después de lo que acabas de hacer sé perfectamente que me amas más que a tu propia vida.
Ella tomó una de sus manos y la apretó con fuerza.
– ¿Me prometes que podré cuidar del niño sola?
– Sí -dijo Ingmar-, si eso es lo que quieres. Gammel Lisa nos ha contado lo que has luchado por ese niño. Nadie podría tener corazón para arrebatártelo.
Barbro le miró maravillada. No concebía que todos sus temores se hubieran esfumado de repente.
– Creía que serías inflexible si llegabas a saber la verdad -le dijo-. Te lo agradezco mucho más de lo que soy capaz de expresar. Me alegra que nos separemos como amigos, para que podamos hablar tranquilamente cuando nos veamos.
Una sonrisa cruzó el rostro de Ingmar.
– No paro de pensar en si no te gustaría retirar la petición de divorcio -dijo.
Al ver aquella sonrisita en sus labios ella centró su atención. Nunca le había visto así. Todo su rostro se había transformado, se diría que una luz interior iluminaba sus toscas facciones, haciendo que fuese realmente bello a la vista.
– ¿Qué pasa Ingmar? -preguntó-. ¿Qué tienes en mente? Oí que le ponías Ingmar al niño. ¿Qué has pretendido con eso?
– Ahora vas a oír algo muy interesante, Barbro -repuso él tomando sus manos-. Después de que Gammel Lisa nos hubiera explicado cómo lo habíais pasado arriba en el bosque, pedí al médico que examinara al niño. Y el médico no le encuentra ningún defecto. Dice que es pequeño para su edad pero que está completamente sano y que posee la misma capacidad mental de cualquier niño.
– ¿Al doctor no le parece que es feo y raro? -replicó ella con la respiración entrecortada.
– Mucho me temo que los niños de mi familia no salen más guapos -dijo Ingmar.
– ¿Y tampoco cree que sea ciego?
– El doctor se va a reír de ti mientras viva, Barbro, por imaginarte algo así. Dice que te va a mandar un colirio para que le enjuagues los ojos. Y dentro de una semana tendrá los ojitos tan claros como cualquiera.
Barbro se precipitó hacia la alcoba. Ingmar le pidió que volviera.
– No te lleves al niño ahora -le dijo-. Stark Ingmar ha pedido que lo pongamos en la cama con él. Y dice que ahora está igual de bien que mi padre. Seguramente no querrá separarse del niño hasta que muera.
– No voy a quitarle el niño. Pero quiero hablar con el doctor personalmente.
Al regresar, pasó por delante de Ingmar y fue a detenerse frente a la ventana.
– Se lo he preguntado al doctor y ahora sé que es verdad. -Barbro alzó los brazos al cielo. Era como cuando un ave enjaulada recupera la libertad y extiende las alas-. Tú, Ingmar, no sabes qué es la desdicha -dijo-. Nadie lo sabe.
– Barbro -dijo Ingmar-, ¿puedo hablarte de nuestro futuro ahora?
Ella no le escuchaba. Había juntado las manos y empezaba a darle las gracias a Dios. Hablaba en voz baja y excitada, pero Ingmar la oía sin dificultad. Todo el dolor que había sentido por su hijo mermado se lo confiaba a Dios y luego le dio las gracias porque el niño fuera a ser como los demás; porque ella lo vería jugar y correr; porque iría a la escuela y aprendería el abecedario; porque con el tiempo sería un joven fuerte que manejaría el hacha y el arado; porque un día tomaría esposa y se convertiría en el amo de aquella antigua finca.
Cuando hubo dado las gracias a Dios por todo ello, se aproximó a Ingmar y le dijo con la cara radiante:
– Ahora sé por qué mi padre decía que los Ingmarsson son la mejor gente de la parroquia.
– Es porque Dios es más compasivo con nosotros que con el resto -contestó Ingmar-. Pero ahora, Barbro, quiero hablarte de…
Ella le interrumpió.
– No, es porque no os rendís hasta que conseguís reconciliaros con nuestro Señor -repuso-. ¿Qué habría sido de mi hijo si no te hubiera tenido a ti de padre?
– Es muy poco lo que he podido hacer por él -dijo Ingmar.
– Gracias a ti, la maldición le ha sido levantada -dijo Barbro con sentimiento-. Gracias a la peregrinación que hiciste todo ha salido bien. Fue lo único que me mantuvo en pie durante el invierno, en ocasiones se encendía la esperanza de que Dios sería misericordioso conmigo y con el niño, tan sólo por tu viaje a Jerusalén.
Ingmar agachó la cabeza.
– Que yo sepa, Barbro, en toda mi vida no he sido otra cosa que un pobre miserable -dijo con el ánimo igual de melancólico que hacía un momento.
Estaban sentados uno junto al otro en el banco empotrado. La esposa se arrimó a Ingmar; sin embargo, el brazo de él colgaba flojo hacia el suelo y su expresión se tornaba cada vez más lúgubre.
– Creo que estás enfadado conmigo -dijo ella-. Te estás acordando de lo dura y cruel que he sido contigo ahí fuera, en el camino. Pero tienes que saber que ha sido el momento más amargo de mi vida.
– Cómo quieres que esté contento -dijo Ingmar-, si todavía no sé cómo estamos tú y yo. Me dices cosas muy bonitas pero no contestas a mi pregunta de si te atreves a quedarte aquí conmigo como mi mujer.
– ¿No te lo he dicho? -se extrañó ella, sonriente. Y al punto la acometió un ramalazo del antiguo temor y se estremeció. Pero entonces paseó la vista alrededor, abarcó con los ojos toda la antigua sala, la ventana baja y alargada, los bancos pegados a la pared y el hogar donde generación tras generación se había ocupado de sus tareas a la lumbre de los leños de pino resinoso. Todo esto la llenó de confianza. Sintió que aquel lugar la protegería y cuidaría de ella-. No quiero vivir en ningún otro sitio que no sea bajo tu techo y en tu casa -dijo.
Al poco tiempo, el párroco abrió la puerta de la alcoba e indicó que entraran.
– Stark Ingmar ya ve los cielos abiertos -les dijo mientras ellos pasaban delante de él.
***
[1]Se refiere al denominado «rojo de Falun», pintura mineral con propiedades conservantes con la que tradicionalmente se pintan las casas rurales de la región sueca de Dalecarlia donde transcurre la acción. Aunque su fórmula es específica de la zona y se obtiene desde el siglo xvii a partir de óxido de hierro y productos del cobre extraído de las famosas minas de cobre de Falun, capital de Dalecarlia, es el almagre u óxido de hierro el que le da su característico color rojo oscuro. (N. de la T.)
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