– Así que esto es lo que has sacado en claro -dijo Barbro con extrañeza.
– No sé si esto puede servirnos de consuelo a todos -prosiguió Ingmar-, pero pienso que si yo hubiese heredado la finca de Ingmarsgården intacta, tal como estaba a la muerte de mi padre, y encima su buen nombre, no habría sido bueno para mí. No se me ocurre qué habría podido hacer con mi vida. Seguramente habría pasado los días tumbado sin hacer nada. En mi corazón me he rebelado muchas veces contra Dios, pero ahora le agradezco que haya destrozado mi felicidad porque, de ese modo, he podido contribuir a reconstruirla.
– Sí, eso está muy bien para el que lo consigue.
– También hay otra cosa con la que tuve que armarme de paciencia.
– ¿Ah sí?
– Me costó mucho aceptar que fueran los mejores de entre nosotros los que se fueran de la parroquia y emigraran a una tierra dura donde no les esperaba nada más que calamidades.
– ¿Y también a eso le encontraste explicación?
– No, no lo tengo claro del todo, pero de lo que sí me di cuenta es de que algo se avecina en Tierra Santa. Nuestro Señor ha congregado allí a gentes de todos los países. Es como si hubiese enviado una avanzadilla, algunos son destinados a las ciudades, otros a las zonas rurales. Ojalá pueda vivir lo suficiente para ver el día en que todos ellos se levanten y despierten a ese país dormido.
Barbro soltó un suspiro. Ingmar pensaba en cosas muy alejadas de su realidad. Ya no le preocupaban asuntos que la concernieran a ella.
– Me gustaría saber si yo allí también encontraría tanto consuelo como tú -dijo.
– Seguro que también aprenderías algo.
– Si estuviera segura me iría mañana mismo.
– Opino que te convendría ver los distintos pueblos que pululan por las calles de Jerusalén. -Barbro quiso saber qué utilidad le reportaría eso a ella-. Pues porque ahí conviven árabes y turcos y judíos y rusos, en fin, gentes de todo el mundo, a pesar de lo cual siguen siendo ellos mismos.
– Ahora no sé a qué te refieres.
– Me refiero a que allí nunca ves que alguien se duerma una noche como árabe y se despierte como griego.
– No, pero…
– Tampoco creo que eso pase aquí en nuestra tierra -añadió Ingmar con extrema dulzura-. Quien un día es una rosa no será un cardo al siguiente.
– Ahí te equivocas, hay rosales tan mal cuidados que lo único que dan son pinchos y espinas.
En ese momento llegaban a Ingmarsgården e Ingmar abrió el portón para que ella pasara. El portón de la entrada estaba cubierto por una superestructura y flanqueado por dos fachadas laterales, ahí nadie les vería. Entonces Ingmar, incapaz de controlarse por más tiempo, rodeó a Barbro con sus brazos y la estrechó con fuerza.
– No, no… Pero ¿qué significa esto? -exclamó ella procurando soltarse.
– Significa… significa que no voy a casarme con Gertrud. Ella no me quiere. Quiere a Gabriel.
– ¡Ay, no puede ser! -Una renovada felicidad corrió por las venas de Barbro. Sin embargo, de un tirón deshizo el abrazo porque, por más que le pesara, sintió que sería injusto permitir que Ingmar uniera su vida a la de ella-. Hay otras cosas que se interponen entre nosotros.
– Lo otro no me importa. ¿Crees que voy a renunciar a ti por culpa de unos cotilleos de viejas?
Barbro se puso lívida. Comprendió que sólo quedaba un modo de desalentarlo.
– ¿Tampoco me preguntas nada sobre el niño que he tenido mientras tú estabas fuera?
– Las cosas no son tal como las has pintado a la gente.
– ¿Crees que no?
– Te lo has inventado para apartarme de ti, pero yo te conozco. Si ese niño no fuera mío, tú ahora estarías en el fondo del río.
– Pues para que lo sepas, no ha faltado mucho.
– ¡No te calumnies a ti misma, Barbro! -La inquietud hizo que su voz sonase temblorosa-. ¡No me mientas!
– No te miento -repuso ella con aspereza. Y apartó el brazo de él, que ya no ofreció ninguna resistencia, y entró en la casa.
Stark Ingmar yacía en el lecho de la alcoba. No tenía dolores pero el corazón le latía muy débilmente, y su respiración se iba dificultando por momentos. «Qué duda cabe que moriré en este día de hoy», pensó.
Mientras había estado solo, el violín permaneció a su lado. El moribundo hería débilmente las cuerdas, sacando notas sueltas a partir de las cuales él escuchaba melodías y baladas enteras. Cuando llegaron el médico y el párroco, apartó el violín y empezó a hablar de cosas extraordinarias que le habían ocurrido en su vida. Hacían referencia, principalmente, a don Ingmar y a los diminutos seres del bosque que durante mucho tiempo habían sido benévolos con él. Pero desde aquel aciago día en que Hellgum taló el rosal que crecía a las puertas de su cabaña, la vida se había vuelto amarga para él. Gnomos y elfos habían dejado de serle favorables y de cuidarle, y a partir de entonces empezaron los achaques y un sinfín de dolencias. «Ya puede el señor párroco creer -dijo- que me he alegrado mucho esta noche cuando ha venido don Ingmar a decirme que ya no tendría que vigilar su finca por más tiempo, sino que pronto podría descansar.»
Su actitud era muy solemne y resultaba obvio que creía a pies juntillas que iba a morir. El párroco quiso decir algo respecto a que no daba la impresión de estar muy enfermo; pero el doctor, sin embargo, que le había examinado y auscultado el corazón, dijo muy serio: «No crea, no crea, Stark Ingmar sabe lo que se dice. No está aquí postrado aguardando la muerte en vano, no.»
Cuando Barbro entró para desplegar el magnífico tapiz sobre él, el viejo palideció ligeramente.
– El final se aproxima -dijo, y acarició la mano de Barbro-. Quiero darte las gracias por esto y por todo lo que has hecho. Y perdóname que haya sido duro contigo últimamente.
Ella sollozó. Había tanta aflicción acumulada en su interior que le costó muy poco romper a llorar. El viejo volvió a acariciarle la mano y sonrió al verla llorar.
– Pronto tendremos a Ingmar aquí -dijo.
– Ya ha llegado -dijo Barbro-. Yo sólo he venido primero a decírtelo.
Cuando Ingmar entró, el viejo se incorporó trabajosamente en el lecho y le tendió la mano.
– Bienvenido seas -dijo.
Ingmar no era el mismo que había sido unas horas antes. Parecía cansado y abatido.
– No imaginaba que fueras a darme el disgusto de morirte el día de mi llegada -dijo.
– No me culpes por eso -contestó el viejo como excusándose-. Seguro que recordarás que don Ingmar me prometió que iría con él tan pronto volvieses de la peregrinación.
Ingmar se sentó en el borde de la cama. El anciano se puso a acariciarle la mano y guardó silencio. Era perceptible que la muerte se aproximaba. Stark Ingmar palidecía por momentos y en el pecho la respiración le silbaba pesadamente.
Barbro salió de la habitación y entonces el abuelo aprovechó para interrogar a Ingmar.
– ¿Regresas satisfecho? -le preguntó escudriñándolo severamente.
– Sí -dijo Ingmar muy tranquilo, y le dio unos golpecitos en la mano-. El viaje ha merecido la pena.
– Por aquí han corrido rumores de que traerías a Gertrud contigo.
– Sí, ha venido conmigo y se va a casar con Gabriel, el hijo de Hök Matts.
– Y tú, Ingmar, ¿estás conforme?
– Plenamente conforme -respondió con decisión.
El abuelo lo miró interrogante. Sacudió la cabeza. Daba la impresión de que mucho de todo aquello se le escapaba.
– ¿Qué le pasa a tu ojo? -dijo.
– Lo perdí en Jerusalén.
– ¿Y con eso también estás conforme? -preguntó el viejo.
– Ay, abuelo, ya sabes que a aquel que obtiene una gran dicha nuestro Señor siempre le pide algo a cambio.
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