Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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– ¿Y te ha concedido una gran dicha?

– Sí -respondió Ingmar-, he podido reparar el mal que he hecho.

El moribundo empezó a removerse en la cama.

– ¿Tienes dolores? -le preguntó Ingmar.

– No, pero estoy preocupado.

– Dime qué es.

– Ingmar, ¿no me estarás mintiendo para que pueda morir en paz? -dijo el viejo con mucha ternura. Ingmar, pillado por sorpresa, perdió la serenidad desmoronándose entre sollozos-. ¡Cuéntame la verdad! -pidió Stark Ingmar.

Al punto Ingmar se calmó y dejó de sollozar.

– Creo que tengo derecho a llorar cuando estoy a punto de perder a un amigo como tú.

La respuesta desasosegó todavía más al viejo, cuya frente se perló de sudor frío.

– Acabas de volver a casa, Ingmar -dijo-, y no sé yo si te iban llegando noticias de la finca.

– Sí, de eso que estás pensando me enteré en Jerusalén.

– Tendría que haber vigilado mejor lo que era tuyo -dijo Stark Ingmar.

– Te diré una cosa, abuelo: te equivocas si piensas algo malo de Barbro.

– ¿Que me equivoco, dices? -repuso el viejo.

– Sí -contestó Ingmar subiendo la voz-. Menos mal que he vuelto a casa, así al menos tendrá a alguien que la defienda.

El viejo quiso contestar pero Barbro, que había salido al comedor para preparar la bandeja con el café para los visitantes, había escuchado toda la conversación por la puerta entornada. Ahora entró rápidamente en la alcoba y se dirigió hacia Ingmar para decirle algo. Pero en el último momento pareció cambiar de opinión y se inclinó sobre el abuelo, preguntándole cómo se encontraba.

– Desde que he podido hablar con Ingmar me encuentro mejor -respondió él.

– Sí, sienta bien hablar con él -dijo Barbro, y fue a sentarse junto a la ventana.

Poco después quedó de manifiesto que Stark Ingmar se disponía para el tránsito. Yacía con los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Los presentes guardaban silencio para no molestarle.

Sin embargo, en su mente, Stark Ingmar no hacía más que retroceder al día en que muriera don Ingmar. Veía la alcoba tal como estaba cuando él entró para despedirse. Recordó a los pequeños rescatados por su amo, que estaban sentados en la cama junto a él cuando murió. Al rememorar este detalle se ablandó sobremanera. «¿Ve usted, don Ingmar, como es mucho más importante que yo? -musitó, convencido de que su amigo de juventud se encontraba muy cerca de él-. El párroco y el doctor están aquí, y su tapiz está extendido sobre mi pobre cuerpo pero me falta un niñito que juegue a los pies de la cama.» Apenas pronunciadas esas palabras, oyó que alguien le respondía: «Pues en la finca hay un niño por el que podrías realizar una buena acción desde tu lecho de muerte.»

Al oír aquello, Stark Ingmar sonrió. Creyó comprender lo que debía hacer. Con una voz ya muy debilitada pero todavía nítida, empezó a lamentarse de que el párroco y el médico tuvieran que esperar tanto rato a que muriera.

– Pero ya que el señor párroco se encuentra aquí -dijo-, aprovecho para decirle que en la casa hay un niño sin bautizar. Y me preguntaba si usted, señor párroco, no tendría la bondad de bautizarlo mientras espera.

La habitación estaba ya antes sumida en el silencio, pero tras aquellas palabras el silencio aún se hizo más profundo. No obstante, el párroco dijo:

– Qué buena idea por tu parte, Stark Ingmar. Hace tiempo que deberíamos haber pensado en ello.

Barbro se levantó de un brinco, consternada.

– No, ¿no querrá hacer eso ahora? -dijo. Había vivido en la creencia que el bautizo significaría anunciar quién era el padre del niño y por esa razón lo había pospuesto. «Tan pronto Ingmar y yo estemos definitivamente divorciados lo bautizaré», había pensado. Ahora no cabía en sí de espanto. Tampoco sabía de qué modo proceder ahora que Ingmar ya no iba a desposar a Gertrud.

– Podrías darme la satisfacción de realizar una buena acción en mi lecho de muerte -dijo Stark Ingmar, utilizando las mismas palabras que le había parecido escuchar hacía un momento.

– No puede ser -dijo Barbro.

Entonces intervino el médico a fin de que triunfara la voluntad del viejo.

– Estoy seguro de que Stark Ingmar respirará mejor si se le da la oportunidad de pensar en otra cosa que en la inminencia de su muerte.

Barbro se sentía como maniatada por aquello que le pedían en una habitación donde un hombre estaba a punto de exhalar su último suspiro. Débilmente, se quejó:

– ¿Acaso no pueden entender que es imposible?

El párroco se acercó a ella y le dijo con gravedad:

– Barbro, es necesario que tu hijo sea bautizado, entiéndelo.

– Sí, claro, pero hacerlo ahora no me parece apropiado -murmuró ella-. Mañana iré a la parroquia con el niño. No sería decoroso hacerlo hoy que Stark Ingmar está en las últimas.

– Ya ves que a Stark Ingmar le darías una gran alegría -se obstinó el párroco.

Hasta ese momento, Ingmar había permanecido callado e inmóvil. Pero ver a Barbro tan humillada e infeliz le sublevó profundamente. «Esto que le piden es muy difícil para alguien tan orgulloso como ella», pensó, incapaz de soportar que la persona que había amado y honrado más que a nadie se viese expuesta a la vergüenza y la deshonra.

– Olvida tu sugerencia -le dijo a Stark Ingmar-, es pedirle demasiado a Barbro.

– Se lo pondremos muy fácil, sólo tiene que traer al niño -terció el párroco.

– No, no, es completamente imposible -dijo Barbro mientras se devanaba los sesos buscando algo con que aplazar aquel bautizo.

Stark Ingmar se incorporó en el lecho y dijo poniendo énfasis en cada palabra:

– Ingmar, si no haces que mi último deseo se cumpla, te pesará mientras vivas.

Entonces Ingmar se levantó de golpe y se acercó a Barbro e, inclinándose sobre ella, le susurró:

– Ya sabes que una mujer casada no necesita poner ningún otro nombre en la partida de bautismo que el de su marido. -A continuación, dijo en voz alta-: Voy a avisar que traigan al niño. -Miró a Barbro, quien se estremeció en su asiento. «Parece a punto de perder la compostura», pensó.

Sin embargo, lo que horrorizaba a Barbro era el cambio sufrido por Ingmar. Parecía tan extenuado como si no le quedaran fuerzas para vivir. «Creo que le estoy matando del disgusto», pensó.

Ingmar salió y los breves preparativos no tardaron en llevarse a cabo. De la pequeña bolsa de mano que el sacerdote siempre llevaba consigo fueron sacados la sotana y el misal, y trajeron un cuenco con agua. A continuación entró la tía Lisa con el niño.

El párroco iba abotonándose la sotana.

– Ante todo debo saber qué nombre recibirá el niño -dijo.

– Barbro lo decidirá -propuso el médico.

Todos se volvieron hacia Barbro, cuyos labios se abrieron un par de veces pero no dejaron escapar ni un solo sonido. La espera se prometía interminable. Ingmar pensó: «Ahora recuerda el nombre que su hijo debería llevar si todo fuera como debería ser. Es la vergüenza lo que le impide hablar.» Se compadeció tanto de ella que su ira se desvaneció y el gran amor que albergaba por su esposa se apoderó de él. «¿Qué más da? De todos modos vamos a divorciarnos. Lo mejor sería que dejáramos que la gente creyese que el niño es mío, así ella salvaría su reputación y su buen nombre.»

Pero como no quería decir esto claramente, optó por sugerir:

– Como es Stark Ingmar quien ha propuesto este bautizo, opino que el niño debería llevar su nombre. -Y miró a su esposa mientras lo decía, para ver si ella captaba sus intenciones.

Pero en el momento en que él acabó la frase, Barbro se levantó y, avanzando despacio por la habitación, sé colocó frente al párroco. Acto seguido dijo con voz firme:

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