Jean-Pierre Luminet - El Incendio De Alejandria

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Luminet recurre a la erudición y la sensibilidad para narrar el destino de uno de los grandes símbolos de nuestra cultura. El incendio de Alejandría es un homenaje a la transmisión del saber más allá de las trabas ideológicas y religiosas.

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Amr hizo una pequeña mueca, indicando que el cumplido no le engañaba. Hipatia prosiguió:

– Una de mis siervas, que mantiene una relación demasiado estrecha, para mi gusto y en detrimento de su trabajo, con uno de tus lugartenientes, me ha dicho que tu valor te pertenece sólo a ti, pero que recibiste la sabiduría de tu abuelo, jefe de tu tribu, un hombre santo muy erudito y que vivió sus últimos años retirado, dedicado tan sólo a la contemplación de los astros y la meditación. ¿Es cierto que pasaste tu infancia a su lado?

– Mi lugarteniente no mintió a tu esclava, bella señora. Lamentablemente, mi venerable abuelo murió antes de haber conocido la palabra del Profeta.

– Tampoco Aristóteles la conoció. Sin embargo, por su sapiencia merece, al igual que tu abuelo, el paraíso.

– Si está escrito… Pero no me fastidies cantando las alabanzas del tal Aristóteles, como hace tu tío. Diríase que este lugar sólo contiene las obras de ese pesado.

Filopon, tras su larga barba, farfulló unas palabras de descontento, mientras su sobrina y Rhazes se miraban casi riendo. Al verlos, Amr se relajó.

– Vamos, radiante juventud -les reprendió-, un poco de respeto por los ancianos… Y por sus manías. Por lo que a mí se refiere, estoy entre vuestras dos edades.

Hipatia percibió en esta última frase una pizca de celos hacia el joven médico. Cierto es que Rhazes, no sin fatuidad, se mantenía muy cerca de la muchacha, como si hubiera entre ambos algo más que amistad. Ella se apartó ligeramente.

– Ignoro si tu abuelo se hubiera enorgullecido de tu conquista guerrera -dijo-, pero estoy segura de que si te hubiera visto en posesión de estas setecientas mil obras, te habría pedido que lo pensaras dos veces antes de destruirlas.

La expresión del general se ensombreció. ¿Cómo hacer comprender a esa gente que la decisión no dependía de él sino del califa Omar? Sólo pudo repetir el argumento al que se agarraba y que le parecía cada vez más especioso.

– ¿Qué hay en estos libros que el Profeta no nos haya enseñado?

Hipatia puso una cara de niña irritada. Eso la hacía más encantadora aún.

– Dejémoslo, te lo ruego -sugirió-. Y dime, más bien, si a tu abuelo le hubiera gustado responder a estas cinco preguntas. ¿Dónde está el centro del Universo? ¿Cuántos movimientos pueden describir los planetas? ¿Cuál es la forma y la dimensión de la Tierra en la que tú y yo vivimos? ¿De dónde recibe su luz la Luna? ¿Cuántas estrellas hay en el cielo?

– ¡Qué extraño es eso, Hipatia! Cuando mi abuelo y yo, tendidos de espaldas, en la noche del desierto, contemplábamos la bóveda celestial, él se hacía en voz alta estas mismas preguntas. Y me arrastraba en su vértigo. ¿Están las respuestas entre estos muros?

– Tal vez sí. Tal vez no. Sólo sé que puedo curar tu vértigo. Pero, antes, ¿te gustaría saber, al menos, cómo, desde hace mil años, los hombres han ido amontonando aquí todos esos libros, por qué prodigio? Cuando sepas «cómo», tal vez entonces puedas responder a la pregunta «por qué».

– Eso sí es prudente, hermosa y joven dama, aunque creo adivinar que vas a contarme la historia de una nueva torre de Babel.

– Eres en efecto como todos los hombres, Amr, si juzgas y condenas antes de saber. Por eso hacéis la guerra. Ahora bien, lo que voy a contarte es una historia de paz y no de guerra, una historia de saber y no de poder.

– Una historia de mujer, en suma.

– ¿Por qué no? La Biblioteca es sin duda una mujer cuyos secretos nadie puede agotar.

Lo había dicho casi en un susurro, con una voz cálida y levemente velada. Amr quedó profundamente conmovido. Tosiendo para ocultar su turbación, dijo en un tono en exceso marcial:

– Cuenta pues, comenzando por el principio. Si me convences, intentaré a mi vez persuadir al califa Omar de que no destruya nada de esto. -«Convencerme o hechizarme, hermosísima bruja», pensó el soldado que se creía ya bajo el influjo de un maléfico hechizo. Luego prosiguió-: Cuéntame primero quiénes fueron los locos que quisieron, tan tonta como orgullosamente, reconstruir en mil años, sobre cueros de becerros u hojas de plantas, lo que Dios había tardado siete días en crear.

– Para contarte la invención de la Biblioteca -replicó Hipada-, tendrás que escuchar a mi tío. Él conoce su historia mucho mejor que nadie en el mundo. Podría creerse, incluso, que conoció a sus fundadores -añadió riendo.

Amr no pudo ocultar su despecho. La voz de Hipada era como una música encantadora. Pero el árabe se resignó a escuchar la del anciano, algo vacilante. A fin de cuentas, ¿no se parecía esa voz a la de su abuelo, el eremita que antaño intentaba desvelar con él el misterio de las estrellas?

MILENIO

El Universo en rollos

(Primer curso de Filopon)

Antes de la Biblioteca, hubo la ciudad. Y, ¿sabes, Amr?, el nacimiento de una ciudad se asemeja a la aparición de un ser nuevo que va a crecer, a desarrollarse, a morir a veces, lo mismo que una criatura humana.

Alejandro sólo tenía veintitrés años cuando trazó el contorno de la ciudad el veinticinco del mes egipcio de Tybi, hace de eso un milenio. [1]Tras haberse adueñado de Egipto, aquel al que llamaban «el rey de las cuatro partes del mundo» decidió fundar allí una ciudad griega que fuera grande y llevara su nombre. Por consejo de su arquitecto, Deinokrates, estaba a punto de medir y cercar cierto emplazamiento cuando, mientras dormía, tuvo una maravillosa visión. Un hombre de aspecto venerable apareció junto a él y recitó estos versos: «En la mar tempestuosa existe un islote. Está delante de Egipto y lo llaman Faros.»

Alejandro se levantó de inmediato y acudió a Faros, que en aquel tiempo era aún una isla, pero que ahora está unida al continente por una calzada. El arquitecto vio que la ubicación era favorable y Alejandro le ordenó trazar el plano de la ciudad adaptándolo a la configuración del terreno. Puesto que Deinokrates no tenía tiza, tomó harina y trazó en el suelo negruzco un círculo en cuyo interior dibujó mediante líneas rectas la figura de una clámide, aquel manto corto y hendido que el Conquistador solía ponerse en los hombros. El plano encantó al rey. Pero entonces, una multitud de pájaros de todas las especies acudieron del río para posarse como enjambres en el paraje, y no dejaron la menor mota de harina. Alarmado por el presagio, Alejandro fue a consultar a los adivinos, pero éstos le exhortaron a mantener la confianza.

El Conquistador ordenó, pues, construir la ciudad. Cuando hubieron edificado la mayor parte de los cimientos y fueron visibles los límites de la población, Alejandro la dividió en cinco partes, en las que hizo grabar cinco inmensas letras: A, B, G, D, E. La A de Alejandro, la B de basileus , que significa rey, la G de genos , la raza, la D de Dios, la E de edificación. De hecho, son las cinco primeras letras del alfabeto y servían para designar cada uno de los barrios de aquella ciudad incomparable, para cuya construcción Alejandro siguió fielmente las lecciones de Aristóteles, su antiguo preceptor. Te bastará leer, Amr, la Política del Filósofo, para hallar allí todas las consideraciones que justifican la instalación de una ciudad en esta región hostil, pantanosa e insalubre.

Alejandro Magno, que se lanzó muy pronto a la conquista de otras partes del mundo, no vivió lo suficiente para ver terminada su ciudad. Tampoco Aristóteles vino jamás a la ciudad ideal que había soñado y que su glorioso alumno había fundado. Él Filósofo murió, por lo demás, en el exilio, un año después de Alejandro. También fue expulsado de Atenas uno de sus más eximios discípulos, Demetrio de Falero, que había gobernado con puño de hierro la ciudad ática durante diez años.

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