Jack Ludlow - Los dioses de la guerra

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La profecía se ha cumplido, Aulo Cornelio y Lucio Falerio han muerto. Uno defendiendo Roma de un poderoso enemigo y el otro intentando salvar el prestigio del Imperio. Su amistad se había quebrantado el día del festival de Lupercalia, día en el que nace Marcelo, hijo de Lucio, y Áquila, bastardo de la esposa de Aulo y el caudillo celtíbero Breno. Marcelo Falerio descubre en los legajos heredados de su padre la traición y la corrupción. Quinto y Tito, herederos de Aulo, formarán parte ahora de las legiones que llevarán al triunfo de Roma. Tras un complejo entramado de personajes, finalmente en la última batalla se desencadenará el destino final de cada uno de ellos. Áquila conocerá a su verdadero padre a quien entregará a los romanos en señal de victoria y el amuleto del águila con las alas extendidas que cuelga desde siempre de su cuello hará posible el reencuentro con su madre.

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Todos sus instintos le decían que dejara todo como estaba y volviese a sus barcos a toda prisa, porque no podía estar seguro de que sus hombres hubiesen matado a todos los guardias y alguno podría haber escapado. Lo inquietante de esa idea era que sus hombres sabían del hallazgo, pues uno de entre sus filas había sido el que lo había descubierto primero. Provocaría una revuelta si sugiriese que dejaran atrás un tesoro como ese, y, ¿qué dirían en Roma cuando oyesen que había tenido una fortuna en sus propias manos, las posesiones de un enemigo de la República, y simplemente la había dejado para que este se volviera a apoderar de ella?

En vano trató de encontrar una explicación satisfactoria, aunque con sólo estar aquí resultaba evidente. Había combatido durante su campaña de una forma mesurada, haciendo lo justo para hostigar a su enemigo y mantenerlo ocupado sin ni siquiera molestar tanto a los lusitanos como para que su eliminación fuese un asunto de suma importancia para la supervivencia de la tribu. El hecho de que esta estrategia se la hubiese impuesto la limitación de recursos no alteraba nada en absoluto, pero el saqueo de este lugar sagrado podría cambiarlo todo. Nada los enfurecería más que el hecho de que sus objetos sagrados cayesen en manos de un enemigo y reunirían todas sus fuerzas para atacarle con el único objetivo de recuperarlos. Aun así, marcharse sin el tesoro sería enviarles una señal aún menos aceptable, que implicaría que Roma tenía miedo del poder de los dioses lusitanos, tanto miedo como para que las legiones se viesen obligadas a huir sin tocar nada tras haber matado a los guerreros encargados de custodiarlo.

– Traed cuerdas y palas -gritó-. ¡Deprisa!

El elevado círculo de piedras se mantenía en su sitio por su propio peso, que con el paso del tiempo había hecho que se hundiera en el suelo, así que hizo que la mitad de sus hombres cavaran por un lado de la base mientras los otros formaban una pirámide humana, para que uno de ellos pudiese llegar tan alto como para atar cuerdas alrededor de las partes más altas. A Regimus se le asignó la tarea de preparar el tesoro; el camino de regreso a la playa era demasiado escabroso para los carros, así que a cada hombre se le daría lo que pudiera cargar, aunque Marcelo sospechaba que nunca llegaría el tesoro completo. Alguna porción sería birlada, pero ese era el precio que tendría que pagar.

Los zapadores terminaron su tarea, tras extraer la tierra hasta llegar a la base de las piedras, que descansaban sobre un lecho de roca. Una de ellas cayó por sí misma, sin avisar, y casi aplasta a los zapadores; y mientras continuaban los trabajos, se ofrecía más de una oración, en silencio, a los dioses romanos, pues esto se veía como una manifestación de la ira de los dioses celtas. Las demás fueron derribadas, hasta que todas las piedras yacían con descuido sobre la espesa hierba.

Después se pusieron en fila y llenaron sus morrales con el botín. Algunos habían atado sus capas y se las habían colgado por encima de los hombros. Marcelo observaba, apreciando a la luz de las antorchas la delicadeza artesanal que se había invertido en la confección de aquellos objetos. También veía la desnuda codicia en los ojos de sus hombres y se le ocurrió que, con objetos tan valiosos encima, alguno de ellos podía intentar desertar.

– Volvamos a la playa sin hacer ni una parada. Los que estén heridos se quedan aquí.

– ¿Y qué se hace con las cosas que lleve encima? -preguntó una voz desde la oscuridad.

– Habrá que dejarlas con él. Podríais tomaros el tiempo justo para sacarlo de su miseria y decir una oración por él. Después de lo que hemos hecho esta noche, no me gustaría que nadie cayera en manos de hombres que saben que hemos saqueado su templo sagrado: acabaría sobre ese altar, bien despierto, mientras le cortan el corazón lentamente.

El cielo se había teñido de gris y el sol estaba a punto de salir, así que ya llevaban allí demasiado tiempo, y hacía rato que se les había pasado la hora de marcharse, así que salieron a paso ligero, formando una sola columna de legionarios cargados. Marcelo se había detenido a hacer recuento de sus hombres, contándolos según pasaban corriendo por su lado, cuando vio que les perseguían. El destello del sol naciente, que relumbraba en puntas metálicas de lanzas, llamó su atención e hizo que mirar con más esfuerzo hacia las crestas que rodeaban por ambos lados el largo y ancho valle. El movimiento de las diminutas figuras se hizo evidente, pues cabalgaban a paso firme en sus pequeños ponis y superarían con facilidad a sus legionarios, que ya tenían los pies destrozados. Intentó calcular lo lejos que habían llegado, cuáles eran sus oportunidades de alcanzar la playa antes de que aquellos jinetes dieran con ellos; también si sería mejor detenerse y luchar.

Su mente tomó una decisión por lo que vio después: unos lusitanos a pie, tantos que no podía contarlos, bajaban de una de las crestas y corrían para atraparlos. Estaban a una buena distancia, pero aquellos jinetes habían sido enviados para cortarles la ruta de escape, para que así, una vez juntos, pudieran aplastar su pequeña fuerza. Marcelo tiró la mayoría de las cosas que cargaba, quedándose sólo con sus armas y unos objetos preciosos que había arrancado de las varas de madera. Fue adelantando a la columna, diciendo a sus hombres que hicieran los mismo que él, que se bebieran su agua y arrojaran lo que no pudieran consumir, que tiraran sus sacos de polenta, la sal y el pan y que corrieran, cada uno a su propio ritmo. Siguió mirando atrás, seguro de que los que iban a pie no estaban ganando terreno, pero los jinetes ya estaban cerca, mientras que ellos estaban aún a gran distancia de la playa y la seguridad de su barco.

Corriendo al lado de Regimus, vio que jadeaba con dificultad, pues sus piernas estaban más acostumbradas a la cubierta de un barco que a este esfuerzo en tierra firme, mientras su mente repasaba varias alternativas. Los jinetes le adelantarían, de eso no tenía dudas, y tendrían que pasar a través de ellos o se enfrentarían a una muerte horrenda, muy posiblemente, como ya había dicho antes, atados al altar sacrificial. Podían dispersarse en pequeños grupos e intentar escapar por el terreno más escabroso de las colinas salpicadas de peñascos, pero entonces los guerreros que venían tras ellos contarían con la ventaja del terreno llano, que les daría mucha más velocidad.

Para cuando aquellos pensamientos se habían concretado, los jinetes ya estaban junto a ellos y vio que los primeros de cada lado tiraban de las cabezas de sus ponis y descendían de las crestas, seguidos en fila de a uno por los demás. Desde esos lugares aventajados habrían elegido el lugar para detener a los romanos y darían por sentado que, según su propia experiencia, los legionarios formarían un frente defensivo para enfrentarse a la caballería, igual que él sabía que a la larga eso convendría a sus propósitos.

– ¡Falange! -gritó a Regimus.

El hombre lo miró enloquecido, como si no tuviese ni idea de lo que le estaba diciendo su jefe, hasta que Marcelo lo agarró del brazo haciendo que fuese más despacio y, al mismo tiempo, levantó su otra mano para detener a los demás. Era muy probable que fuese una idea desquiciada, pues la jabalinas romanas no eran nada en comparación con los temibles dardos de la infantería de Alejandro el Macedonio, pero tenía la única virtud como táctica de que los lusitanos no se lo esperarían y, posiblemente confundidos, se detendrían antes de decidir cargar contra un sólido triángulo de lanzas.

No había tiempo para la elegancia, ni siquiera para aspirar a la perfección, e hizo lo mejor que pudo para explicar a sus hombres la teoría de esta extraña maniobra al mismo tiempo que ponía a cada uno en su sitio, mientras les decía que cubrieran sus cabezas con los escudos y apuntaran sus lanzas con el mismo ángulo hacia el hombre que tenían enfrente. Entonces, elevando su voz hasta el tono de mando más alto, les ordenó que se movieran y se colocó él en la punta del triángulo para marcar el paso. Los jinetes se habían repartido por el ancho fondo del valle, más numerosos en el medio de lo que lo eran en los flancos. Marcelo, con su lanza proyectada hacia delante, giró un poco hacia la derecha mientras se acercaban a la distancia de lanzamiento, alejándose así de la mayor concentración de enemigos.

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