– ¡Leonardo!
El sonido de su nombre sobresaltó al artista; dio un respingo involuntario y, en un acto reflejo, tapó el frasco de tinta para evitar que se derramase.
Un viejo amigo del taller de Verrocchio que salía de la plaza se le acercó.
– Sandro -dijo Leonardo, cuando su amigo llegó a su lado-. Tienes el aspecto de un príncipe.
Sandro Botticelli sonrió. Algunos años mayor que Leonardo, a los treinta y cuatro estaba en la plenitud de su vida y de su carrera. Desde luego vestía principescamente, con una capa roja con ribetes de armiño; una gorra de terciopelo negro cubría sus cabellos rubios, cortados a la altura de la barbilla, algo más corto de lo que marcaba la moda actual. Como Leonardo, llevaba el rostro afeitado. En sus ojos verdes, de párpados gruesos, brillaba la insolencia que siempre había marcado sus maneras. A Leonardo le gustaba; tenía un extraordinario talento y un corazón generoso. El año anterior, Sandro había recibido varios grandes encargos de los Médicis y Tornabuoni, entre ellos La primavera, que era el regalo de bodas de Lorenzo para su primo.
Sandro observó el boceto de Leonardo con una sonrisa torcida.
– Vaya, veo que intentas robarme mi trabajo.
Se refería al mural pintado en una fachada cercana al palacio de la Signoria, parcialmente visible detrás del patíbulo ahora que la multitud se dispersaba. Había recibido el encargo de Lorenzo en aquellos terribles días posteriores a la muerte de Juliano: representar a cada uno de los conspiradores Pazzi colgados de la horca. Las imágenes de tamaño natural inspiraban tanto terror como se había pretendido. Allí estaban Francesco di Pazzi, totalmente desnudo y con la sangre seca en su muslo herido, y Salviati, con las vestiduras de arzobispo. Los muertos aparecían de cara al espectador; un recurso impactante, aunque no era la representación exacta de los hechos. Como Botticelli, Leonardo había estado en la piazza della Signoria en el momento en el que a Francesco, a quien habían sacado de su cama, lo habían empujado desde la ventana más alta del palacio y lo habían ahorcado desde el propio edificio para que todos lo viesen. Un momento más tarde, lo siguió Salviati quien, en el instante de su muerte, se volvió hacia su compañero conspirador y -ya fuese por un violento espasmo involuntario o por un momento final de rabia- clavó los dientes en un salvaje mordisco en el hombro de Francesco. Fue una imagen grotesca, tan absurda que incluso Leonardo, sobrecogido por la emoción, no la registró en su libreta. Las pinturas de los otros condenados, incluido micer Iacopo, estaban a medio acabar; pero faltaba un asesino: Baroncelli. Era probable que Botticelli hubiese tomado unos apuntes para terminar el mural. Pero al ver el boceto de Leonardo, se encogió de hombros.
– No tiene importancia -dijo en tono risueño-. Dado que soy lo bastante rico para vestir como un príncipe, desde luego puedo permitir que un pobre como tú complete el trabajo. Tengo cosas mucho más importantes de las que ocuparme.
Leonardo, vestido con la túnica de artesano, larga hasta las rodillas y hecha de lino barato, y una capa de lana gris oscuro, se guardó el boceto debajo del brazo y dedicó a su amigo una exagerada reverencia como muestra de gratitud.
– Eres excesivamente bondadoso, mi señor. -Se irguió-. Ahora vete. Eres un pintor de alquiler, y yo un verdadero artista, con mucho que hacer antes de que descargue la lluvia.
Sandro y él se despidieron con sonrisas y un breve abrazo; luego Leonardo volvió a observar a la multitud. Siempre le alegraba ver a Sandro, pero la interrupción lo había irritado. Había demasiado en juego. Con expresión ausente, metió la mano en la bolsa sujeta al cinturón y acarició un medallón de oro del tamaño de un florín. En el frente, en bajorrelieve, aparecía el título duelo público. Debajo, Baroncelli alzaba la daga por encima de la cabeza mientras Juliano miraba la hoja con expresión de sorpresa. Detrás de Baroncelli se encontraba Francesco di Pazzi, con el puñal a punto. Leonardo había hecho el boceto de la escena con la mayor exactitud posible, aunque, a beneficio del espectador, Juliano aparecía de cara a Baroncelli. Verrocchio había hecho el molde a partir del dibujo.
Dos días después del asesinato, Leonardo había enviado una carta a Lorenzo de Médicis:
Mi señor Lorenzo, necesito hablar en privado contigo referente a un asunto de la máxima importancia.
Pero no recibió respuesta. Lorenzo, sumido en el dolor, se había encerrado en el palacio, convertido en una fortaleza custodiada por docenas de hombres armados. No recibía visitas, y las cartas que solicitaban su opinión o favor se amontonaban, desatendidas.
Transcurrida una semana, Leonardo pidió prestado un florín de oro y acudió a la puerta del bastión de los Médicis. Sobornó a uno de los guardias para que entregase una segunda carta inmediatamente, mientras esperaba en la loggia y contemplaba cómo la lluvia limpiaba las calles adoquinadas.
Mi señor Lorenzo, no vengo a pedir favores ni a hablar de negocios. Tengo una información crucial sobre la muerte de tu hermano, que solo tú puedes oír.
Fue admitido unos minutos más tarde después de haber sido cacheado a fondo; algo ridículo, porque nunca había tenido un arma ni tampoco sabía cómo utilizarla.
Pálido y desanimado, vestido con una sencilla túnica negra, Lorenzo, con el cuello vendado, recibió a Leonardo en su despacho, rodeado de obras de arte de increíble belleza. Miró a Leonardo con ojos nublados por la culpa y el dolor; sin embargo, en ellos se leía el interés por escuchar lo que quería a decirle el artista.
En la mañana del 26 de abril, Leonardo había estado a unas pocas hileras del altar de la catedral de Santa Maria del Fiore. Quería formular a Lorenzo algunas preguntas sobre un encargo que él y su antiguo maestro Andrea Verrocchio habían recibido para hacer un busto de Juliano, y esperaba hablar con el Magnífico después del oficio. Leonardo iba a misa solo por cuestiones de trabajo; pensaba que el mundo natural era mucho más impresionante que cualquier catedral hecha por el hombre. Mantenía muy buenas relaciones con los Médicis. En los últimos años, había estado en ocasiones durante meses en la casa de Lorenzo como uno de los muchos artistas empleados por la familia.
Para sorpresa de Leonardo, aquella mañana en la catedral, Juliano había llegado tarde, desaliñado, y en compañía de Francesco di Pazzi y su empleado.
Leonardo encontraba bellos por igual a hombres y a mujeres; todos eran dignos de su amor, pero llevaba una vida solitaria por decisión propia. Un artista no podía permitir que las tormentas del amor interrumpiesen su trabajo. Sobre todo evitaba a las mujeres, porque las exigencias de una esposa e hijos hubiesen hecho imposible sus estudios del arte, del mundo y de sus habitantes. No quería ser como su maestro Verrocchio, que desperdiciaba su talento aceptando cualquier trabajo, ya fuese confeccionar máscaras para el carnaval o dorar los escarpines de una dama, para alimentar a su familia. Nunca tenía tiempo para experimentar, observar y mejorar las técnicas.
Ser Antonio, el abuelo de Leonardo, había sido quien le había inculcado esa idea. Antonio había querido profundamente a su nieto, sin importarle que fuese el hijo ilegítimo de una sirvienta. Mientras Leonardo crecía, solo su abuelo se había dado cuenta del talento del chico; le regaló un cuaderno y carboncillos un día, cuando Leonardo tenía siete años y estaba sentado sobre la fresca hierba con un estilo de punta seca y una áspera tabla de madera, dedicado a estudiar cómo el viento movía las hojas de los olivos. Ser Antonio -siempre atareado, erguido y de mirada aguda a pesar de sus ochenta y siete años- se acercó a él y miró los resplandecientes olivos.
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