Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– Realmente es grandísimo -comentó ella levantando el pene y dejándolo caer sobre el vientre de César.

– Sí, y está muy pegajoso -dijo éste; y se incorporó con agilidad y desapareció de la habitación. Cuando regresó, Servilia ya había recuperado la vista lo suficiente para observar que él era lampiño como la estatua de un dios, y que estaba formado con tanto cuidado como un Apolo de Praxíteles.

– Qué hermoso eres -le dijo mirándolo fijamente.

– Piénsalo si no puedes evitarlo, pero no lo digas -fue la respuesta de César.

– ¿Cómo puedo gustarte si tú no tienes vello? -Porque eres dulce, rolliza y jugosa, y esa línea de vello negro que te baja por la espalda me fascina.

– Se sentó al borde de la cama y le dirigió una sonrisa que hizo que el corazón le latiera a Servilia con más fuerza-. Y además, tú has disfrutado. Eso, por lo que a mí concierne, es la mitad de la diversión.

– ¿Es ya hora de irse? -le preguntó Servilia, sensible al hecho de que él no parecía tener intención de volver a tumbarse.

– Sí, es hora de irse.

– Se echó a reír-. Me pregunto si técnicamente esto se cuenta como un incesto. Nuestros hijos están comprometidos en matrimonio. Pero ella carecía del sentido de lo absurdo que tenía César, y frunció el entrecejo.

– ¡Pues claro que no!

– Era broma, Servilia, era una broma -le dijo él suavemente; se levantó-. Espero que la ropa que llevabas puesta no se arrugue. Todavía sigue en el suelo de la otra habitación. Mientras Servilia se vestía, César empezó a llenar el baño con agua de la cisterna; metía un cubo de cuero en ella y la vertía incansablemente en el baño. No se detuvo cuando ella se acercó para mirar.

– ¿Cuándo podremos volver a vemos? -le preguntó Servilia.

– No con demasiada frecuencia, si no dejará de gustarnos; y preferiría que no fuese así -respondió César sin dejar de echar agua en el baño. Aunque Servilia no era consciente de ello, ésta era una de las pruebas a las que César sometía a sus amantes; si la receptora del acto sexual empezaba a derramar lágrimas o a expresar grandes protestas para demostrar cuánto le importaba él, el interés de César decaía.

– Estoy de acuerdo contigo -dijo ella. El cubo se detuvo a mitad de la trayectoria; César la observó impresionado.

– ¿De verdad? -Absolutamente -dijo Servilia asegurándose de que tenía los pendientes de ámbar bien enganchados en su sitio-. ¿Tienes otras mujeres? -De momento no, pero eso puede cambiar cualquier día. Ésta era la segunda prueba, más rigurosa que la primera.

– Sí, es verdad que tienes una fama que has de mantener; lo comprendo.

– ¿Lo dices de veras? -Claro.

– Aunque el sentido del humor de Servilia era rudimentario, sonrió un poco y añadió-: Ahora comprendo lo que todas las mujeres dicen de ti, ya ves. Voy a estar tiesa y escocida durante días.

– Entonces veámonos de nuevo el día después de las elecciones de la Asamblea Popular. Me presento para el cargo de curator de la vía Apia.

– Y mi hermano Cepión para el de cuestor. Mi marido, naturalmente, se presentará antes de eso para el cargo de pretor en las centurias.

– Y tu otro hermano, Catón, sin duda saldrá elegido tribuno militar. Servilia arrugó la cara, endureció la boca y los ojos se le volvieron de piedra.

– Catón no es mi hermano, es mi hermanastro -puntualizó.

– Pues eso dicen también de Cepión. La misma yegua, el mismo semental. Servilia tomó aliento y miró a César con compostura.

– Soy consciente de lo que dicen, y creo que es cierto. Pero Cepión lleva mi mismo apellido y, por lo tanto, lo reconozco como hermano.

– Muy sensato por tu parte -dijo César. Y continuó trabajando con el cubo; Servilia, tras asegurarse de que su aspecto era aceptable, aunque no tan impecable como unas horas antes, se marchó. César se metió en el baño con rostro pensativo. Aquélla era una mujer fuera de lo corriente. ¡Un tormento sobre seductoras plumas de vello negro! Qué cosa más tonta para causarle a él su caída. Caída hacia abajo, como el vello. Un buen juego de palabras, aunque accidental. Ahora que se habían convertido en amantes, no estaba muy seguro de que ella le resultase más simpática, aunque César sabía que tampoco estaba dispuesto a despedirla. Además, ella era una rareza en otros aspectos, aparte de en su carácter. Las mujeres de la clase a la que pertenecía Servilia que sabían comportarse entre las sábanas sin inhibición eran tan escasas como los cobardes en un ejército de Craso. Incluso su querida Cinnilla había conservado el recato y el decoro. Bien, así era como se las educaba, pobrecillas. Y, como César había caído en la costumbre de ser honrado consigo mismo, tuvo que admitir que no haría nada por tratar de que Julia fuera educada de otro modo. Oh, también había marranas entre las mujeres de su clase, ya lo creo, mujeres que eran tan famosas por sus artimañas sexuales como cualquier puta, desde la difunta gran Colubra hasta la ya entrada en años Precia. Pero cuando a César le apetecía una juerga sexual desinhibida, prefería procurársela entre las honradas, francas, prácticas y decentes mujeres de Subura. Hasta el día que había conocido a Servilia en ese terreno. ¿Quién iba a imaginarlo? Y además, ella no iría por ahí cotilleando sobre su aventura amorosa. Se volvió del otro lado dentro del baño y alcanzó la piedra pómez; era inútil usar una strigilis con el agua fría, un hombre tenía que sudar para poder frotarse.

– Y ahora, ¿qué parte de todo esto le cuento yo a mi madre? -le preguntó al gris pedacito de piedra pómez-. ¡Qué extraño! Ella es tan distante que normalmente no me resulta difícil hablar con ella de mujeres. Pero creo que llevaré puesta la toga de color púrpura oscuro de censor cuando mencione a Servilia. Las elecciones se celebraron puntualmente aquel año, primero las de las centurias, para elegir cónsules y pretores, luego toda la gama de patricios y plebeyos en la Asamblea Popular para escoger a los magistrados menores, y finalmente las tribus en la Asamblea Plebeya, que restringía sus actividades a la elección de los ediles plebeyos y los tribunos de la plebe. Aunque según el calendario era el mes de quintilis, y por ello debía de haber sido el punto álgido del verano, las estaciones se iban quedando rezagadas porque Metelo Pío, pontífice máximo, se había mostrado reacio durante varios años a insertar aquellos veinte días extra en el mes de febrero cada dos años. Quizás no fuera tan sorprendente, pues, que Cneo Pompeyo Magnus -Pompeyo el Grande- se viera movido a visitar Roma para contemplar el oportuno proceso de la ley electoral en la Asamblea Plebeya, ya que el tiempo era primaveral y apacible. A pesar de que se tenía a sí mismo por el Primer Hombre de Roma, Pompeyo detestaba la ciudad y prefería vivir en sus propiedades situadas en el norte de Picenum. Allí era prácticamente un rey; en Roma, sin embargo, sabía que la mayor parte del Senado lo odiaba más incluso de lo que él odiaba a Roma. Entre los caballeros que dirigían el mundo de los negocios de Roma, Pompeyo era extremadamente popular y tenía muchos adeptos, pero ese hecho no podía aliviar la sensible y vulnerable imagen de sí mismo cuando ciertos miembros del grupo senatorial de los boni y de otras camarillas aristócratas dejaban claro que no lo tenían por otra cosa que por un advenedizo presuntuoso, un intruso no romano. Su árbol genealógico era mediocre, pero en modo alguno inexistente, porque su abuelo había sido miembro del Senado y había entrado por su matrimonio en una familia impecablemente romana, los Lucilios, y su padre había sido el famoso Pompeyo Estrabón, cónsul, general victorioso de la guerra italiana, protector de los elementos conservadores en el Senado cuando Roma había estado amenazada por Mario y Cinna. Pero Mario y Cinna habían ganado, y Pompeyo Estrabón murió a causa de una enfermedad en el campamento situado a las afueras de la ciudad. Los habitantes del Quirinal y el Viminal culparon a Pompeyo Estrabón de la epidemia de fiebre entérica que había hecho estragos en la sitiada Roma y arrastraron su cuerpo desnudo por las calles atado a un asno. Para el joven Pompeyo fue un ultraje que nunca había perdonado. Su oportunidad se había presentado cuando Sila volvió del exilio e invadió la península Itálica; con sólo veintidós años, Pompeyo había reclutado tres legiones de veteranos de su padre muerto y las había hecho marchar para reunirse con Sila en Campania. Consciente de que Pompeyo le había hecho chantaje obligándole a asumir un mando conjunto, el habilidoso Sila lo había utilizado para alguna de sus empresas más dudosas que lo llevarían hacia la dictadura que luego ostentó. Incluso después de retirarse y morir, Sila cuidó de esta espiga ambiciosa y presuntuosa al introducir una ley que permitía que le fuera encomendado el mando de los ejércitos de Roma a un hombre que no perteneciese al Senado. Porque Pompeyo le había tomado antipatía al Senado y se negó a pertenecer a él. Luego habían seguido seis años de la guerra de Pompeyo contra el rebelde Quinto Sertorio en Hispania, durante los cuales Pompeyo se vio obligado a revalidar su capacidad militar; había ido a Hispania completamente confiado de que aplastaría en seguida a Sertorio, pero se encontró frente a uno de los mejores generales de la historia de Roma. Al final resultó que, sencillamente, cansó a Sertorio hasta rendirlo. Así que el Pompeyo que regresó a Italia era una persona muy cambiada: taimado, sin escrúpulos, empeñado en demostrar al Senado -que lo había mantenido escandalosamente escaso de dinero y de refuerzos en Hispania-, al cual él no pertenecía, que podía refregarle la cara en el polvo. Y Pompeyo había procedido a hacerlo con la connivencia de otros dos hombres: Marco Craso, victorioso contra Espartaco, y nada menos que César. Con un César de veintinueve años tirando de los hilos, Pompeyo y Craso utilizaron la existencia de sus dos ejércitos para obligar al Senado a permitirles que se presentaran como candidatos al consulado. Ningún hombre había sido elegido nunca para la más importante de todas las magistraturas sin haber sido como mínimo miembro del Senado, pero Pompeyo se convirtió en cónsul senior y Craso en su colega. Así, este extraordinario hombre de Picenum, a pesar de ser excesivamente joven para el cargo, alcanzó su objetivo por la vía más anticonstitucional, aunque había sido César, seis años más joven que él, quien le había enseñado cómo hacerlo. Para aumentar aún más la desgracia del Senado, el consulado conjunto de Pompeyo el Grande y Marco Craso había sido un triunfo, un año de fiestas, circos, alegría y prosperidad. Y cuando acabó, ambos hombres declinaron aceptar el mando de provincias; en lugar de ello se retiraron a la vida privada. La única ley importante que ellos habían puesto en vigor restituía plenos poderes a los tribunos de la plebe, a quienes la legislación de Sila había dejado prácticamente en la impotencia. Ahora Pompeyo estaba en la ciudad para ver a los tribunos de la plebe que saldrían elegidos para el año siguiente, y eso intrigaba a César, que se los encontró a él y a su multitud de clientes en la esquina de la vía Sacra y el Clivus Orbius, justo a la entrada del Foro inferior.

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