Colleen McCullough - Las Mujeres De César
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– Aceptar el ofrecimiento del joven Bruto. Aquello complació a Servilia; sonrió ampliamente por primera vez desde que él la conocía y reveló definitivamente que tenía la comisura derecha de la boca menos fuerte que la izquierda.
– ¡Excelente! -dijo; y dejó escapar un suspiro a través de una sonrisa pequeña y tímida.
– Tu hijo significa mucho para ti.
– Lo es todo para mí -repuso ella simplemente. Había una hoja de papel encima del escritorio; César la miró fugazmente y dijo: -He redactado un pacto legal como es debido para el compromiso matrimonial de tu hijo y mi hija -dijo-, pero si lo prefieres podemos dejar el asunto en un terreno más informal durante una temporada, por lo menos hasta que Bruto lleve algún tiempo como hombre adulto. Podría cambiar de opinión.
– No lo hará, y yo tampoco -contestó Servilia-. Concluyamos el trato aquí y ahora.
– Si es eso lo que deseas. Pero debo advertirte que una vez que un pacto está firmado, ambas partes y sus guardianes están sujetos legalmente y se les puede llevar a pleito por rompimiento de promesa, y también se les puede obligar a satisfacer una compensación igual a la cantidad a que ascienda la dote.
– ¿Cuál es la dote de Julia? -preguntó Servilia.
– La he fijado por escrito en cien talentos. Aquello provocó en ella un grito ahogado.
– Tú no tienes cien talentos para dárselos de dote, César!
– En este momento no, pero Julia no alcanzará la edad de contraer matrimonio hasta que yo sea cónsul, porque no tengo intención de permitir que se case antes de que haya cumplido los dieciocho años. Y cuando llegue ese día, tendré los cien talentos para su dote.
– Creo que sí, en efecto -dijo Servilia-. Sin embargo, eso significa que si mi hijo cambia de idea yo me quedaré cien talentos más pobre.
– ¿Ya no estás tan segura de su constancia? -le preguntó César con una sonrisa.
– Exactamente igual de segura que antes -repuso Servilia-. Concluyamos el trato.
– ¿Tienes poder legal para firmar en nombre de Bruto, Servilia? No me ha pasado por alto que ayer dijiste que Silano es el paterfamilias del muchacho. Servilia se humedeció los labios.
– Yo soy la custodia legal de Bruto, César, no Silano. Ayer me preocupaba que pensases mal de mí por acudir a ti en persona en lugar de enviar a mi marido. Vivimos en casa de Silano, de la cual él es, sin duda, el paterfamilias. Pero mi tío Mamerco fue el albacea testamentario de mi difunto marido y de mi grandísima dote. Antes de que me casase con Silano, el tío Mamerco y yo pusimos en orden mis asuntos, lo cual incluía las propiedades de mi difunto marido. Silano aceptó de buena gana que yo retuviera el control de lo que es mío y actuase como custodia de Bruto. El acuerdo ha funcionado bien, y Silano no se entromete.
– ¿Nunca? -le preguntó César con ojos chispeantes.
– Bueno, sólo en una ocasión -confesó Servilia-. Insistió en que yo debía enviar a Bruto a la escuela en lugar de retenerlo en casa con un preceptor. Comprendí la fuerza de sus argumentos y accedí a intentarlo. Con gran sorpresa por mi parte, la escuela resultó ser algo bueno para Bruto. El muchacho tiene una tendencia natural hacia lo que él llama la intelectualidad, y si hubiera tenido a su propio pedagogo dentro de casa esa tendencia se habría visto reforzada.
– Sí, un pedagogo particular tiende a hacer eso -comentó César con seriedad-. Bruto todavía va a la escuela, naturalmente.
– Hasta finales de año. Después irá al Foro y a un grammaticus, bajo el cuidado del tío Mamerco.
– Una elección muy acertada y un espléndido futuro. Mamerco es también pariente mío. ¿Cabría la posibilidad de que me permitieras participar en la educación retórica de Bruto? Al fin y al cabo, estoy destinado a ser su padre político -dijo César al tiempo que se ponía en pie.
– Me encantaría -dijo Servilia, consciente de una inmensa e inquietante decepción. ¡No iba a ocurrir nada! ¡Su instinto se había equivocado terrible, espantosa, horriblemente! César dio la vuelta a la mesa hasta situarse detrás de la silla de Servilia; ésta creyó que lo hacía con intención de ayudarla a marcharse, pero de algún modo las piernas se negaron a responderle; se vio obligada a permanecer sentada como una estatua; se sentía realmente mal.
– ¿Sabes -oyó decir a César con una voz completamente diferente y gutural- que tienes una deliciosa crestita de vello que te baja por la espina dorsal hasta donde alcanzo a ver? Pero me doy cuenta de que nadie la cuida como es debido, está arrugada y desordenada tanto hacia un lado como hacia el otro. Ayer pensé que era una lástima. César comenzó a acariciarle la nuca justo debajo del gran moño que formaba el cabello de Servilia, y ésta primero pensó que la estaba tocando con la punta de los dedos, unos dedos lisos y lánguidos. Pero César tenía la cabeza inmediatamente detrás de la suya; rodeó a Servilia con ambas manos y le cogió los pechos. El aliento de él le refrescaba el cuello como un soplo de brisa sobre la piel húmeda, y entonces comprendió lo que César estaba haciendo. Le estaba lamiendo aquel crecimiento de vello superfluo que ella tanto odiaba y que su madre había despreciado y ridiculizado hasta el día en que murió. Lo lamió primero por un lado y luego por el otro, siempre en dirección hacia la cresta de la columna vertebral, avanzando lentamente hacia abajo, cada vez más hacia abajo. Y lo único que Servilia pudo hacer fue quedarse sentada presa de sensaciones que ni siquiera había imaginado que existieran, quemada y empapada en una tormenta de emociones. Aunque había estado casada durante dieciocho años con dos hombres muy diferentes, en toda su vida jamás había tenido ocasión de conocer nada parecido a aquella fiera y penetrante explosión de los sentidos que surgía hacia afuera partiendo del foco de la lengua de César y que se sumergía en ella para invadirle los pechos, el vientre y el alma. En cierto momento logró ponerse en pie, no para ayudarle a desatar el ceñidor que la rodeaba por debajo de los pechos, ni para desprender de sus hombros las capas de ropa que llevaba puestas y que acabaron cayendo al suelo -eso lo hizo él sin ninguna ayuda-, sino exclusivamente para permanecer de pie mientras él seguía con la lengua la línea de vello hasta que ésta disminuía y se hacía invisible allí donde empezaba la hendidura entre las nalgas. Si él sacase un cuchillo y me lo hundiese en el corazón hasta la empuñadura, pensó Servilia, no sería capaz de moverme ni un centímetro para impedírselo. Ni siquiera querría impedírselo. Nada importaba salvo la gratificación que sentía de una parte de sí misma, que ella nunca había soñado siquiera que poseyera. La ropa de César, toga y túnica, permanecieron en su sitio hasta que él llegó al final del viaje con la lengua, y entonces Servilia notó que César daba un paso atrás para separarse de ella, pero no pudo volverse y situarse frente a él porque si soltaba el respaldo de la silla, se caería al suelo.
– Oh, así está mejor -le oyó decir-. Así es como debe estar siempre. Perfecto. Volvió a acercarse a ella y la obligó a darse la vuelta, tirándole de los brazos para que le rodeara por la cintura, y Servilia sintió por fin el contacto de la piel de aquel hombre; levantó el rostro para recibir el beso que él no le había dado todavía. Pero en lugar de eso, César la cogió en brazos y la condujo hasta el dormitorio, donde la colocó sin esfuerzo sobre las sábanas que ya había dejado abiertas de antemano. Servilia tenía los ojos cerrados, lo único que podía sentir era la presencia de él moviéndose por encima de ella y a su lado, pero los abrió cuando César le puso la nariz en el ombligo e inhaló profundamente.
– Dulce -comentó; y luego fue bajando hasta el mons Veneris-. Rollizo, dulce y jugoso -dijo riéndose. ¿Cómo era posible que se riera? Pero sí, se reía; después, cuando Servilia abrió los ojos de par en par al ver la erección de César, éste la atrajo hacia sí y la besó por fin en la boca. No como Bruto, que le metía la lengua hasta adentro y con tantas humedades que llegaba a revolverla; tampoco como Silano, cuyos besos eran reverentes hasta el punto que resultaban castos. Aquello era perfecto, algo con que deleitarse, a lo cual unirse, haciéndolo durar. Una mano le acariciaba la espalda desde las nalgas hasta los hombros; los dedos de la otra exploraban con suavidad entre los labios de la vulva, lo que la hacía temblar y estremecerse. ¡Oh, qué lujo! ¡La gloria absoluta de no preocuparse por qué impresión estaba produciendo, de no importar si era demasiado echada hacia adelante o demasiado retraída! A Servilia le daba lo mismo lo que pudiera pensar César de ella. Aquello era para ella. Así que se subió encima de él y le agarró la erección con ambas manos para conducirla a su interior; luego se sentó encima y comenzó a mover las caderas hasta que se puso a gritar de éxtasis, tan traspasada y paralizada como un animal atravesado por la lanza de un cazador. Finalmente cayó hacia adelante contra el pecho de aquel hombre, tan lacia y acabada como aquel animal muerto. Pero César no había acabado con ella. El acto sexual continuó durante lo que parecieron horas, aunque Servilia no supo en qué momento alcanzó él su propio orgasmo, o si hubo muchos o sólo uno, porque César no produjo sonido alguno y permaneció en erección hasta que de repente se detuvo.
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