Colleen McCullough - Las Señoritas De Missalonghi

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La escritura mágica de Colleen McCullough consigue, en Las señoritas de Missalonghi, transportar al lector a un mundo fascinante que participa por igual de la realidad y de la ensoñación. Missy Wright, la protagonista de la novela, es una mujer soltera que, a sus 33 años, compensa los tonos grises y difíciles de su vida con la lectura de novelas románticas. Missy arrastra una vida sin alicientes en la localidad australiana de Byron. Una existencia llena de estrecheces económicas y la convivencia con su madre y su tía constituyen las referencias vitales en que se mueve nuestra heroína cotidiana. Hasta que, inesperadamente, entra en escena John Smith, un desconocido que proyecta instalarse en el valle cercano a la casa en que habita Missy. A partir de aquí, despuntará un mundo de felicidad y entrega que colmará las ilusiones, hasta entonces frustradas, de la protagonista del relato. El hechizo del amor hará milagros y Missy alcanzará una vida llena, por encima de las mezquinas tensiones familiares y la marginación femenina de que había sido víctima. Las señoritas de Missalonghi es una descripción exacta y brillante de la vida en una remota localidad australiana y, también, un verdadero cuento de hadas.

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– Me imagino que tiene una posición económicamente desahogada -comentó Missy-. Sé que su generosidad conmigo lleva a pensar que es rico, pero sospecho que la verdad es que es un hombre en verdad generoso. Desde luego, nunca, nunca lo pondré en un aprieto por gastar demasiado. No obstante, sí que necesito un poco de ropa decente, que no sea marrón: un par de vestidos de invierno y un par de verano me bastarán. ¡Oh, madre, todo es tan bonito allá abajo en el valle! No tengo ningunas ganas de llevar vida social; tan sólo deseo estar a solas con mi John.

Drusilla mostró de pronto un aire preocupado.

– Missy, es muy poco lo que podemos ofrecerte como regalos de boda. Pero creo, Octavia, que podríamos prescindir de la ternera de Jersey, ¿no?

– ¡Naturalmente que podemos prescindir de la ternera! -dijo Octavia.

– ¡Eso sí que es un hermoso regalo de boda! Nos encantará la ternera.

– Antes deberíamos enviarla al toro de Percival -dijo Octavia-. Pronto estará a punto, así que no tendréis que esperar mucho tiempo, y con un poco de suerte también os dará una ternera el año que viene.

Drusilla consultó el reloj de la cocina.

– Si quieres pasar por la tienda de Herbert y por la de Maxwell, Missy sugiero que salgamos ya. Y luego, a lo mejor nos da tiempo de almorzar algo con Julia en su salón de té y darle la noticia. ¡La sorpresa que le vamos a dar!

Octavia se retorció suavemente las articulaciones y no experimentó dolor alguno.

– Yo también voy -anunció con firmeza-. No os iréis sin mí un día como hoy. Aunque tenga que arrastrarme a cuatro patas, también voy.

Y así, a última hora de la mañana, Drusilla se paseó por el centro comercial con su hija de un brazo y su hermana del otro.

Fue Octavia quien vio acercarse a la mujer de Cecil Hurlingford por el lado contrario de la calle; la señora Hurlingford era la esposa del reverendo Cecil Hurlingford, ministro de la Iglesia anglicana de Byron, y era temida por todos por su lengua.

– Te mueres de curiosidad, ¿verdad, vieja escoba? -murmuró Octavia entre dientes, sonriendo e inclinándose de manera tan fría y distante que la señora Hurlingford decidió atravesar la calle para ver qué pasaba con el trío Missalonghi.

Entonces Drusilla completó la derrota de la señora Hurlingford soltando una repentina carcajada y señalándola con su tembloroso dedo.

– ¡Oh, Octavia, la señora Hurlingford no ha reconocido a Missy! ¡Creo que piensa que nos acompaña una de las mujeres de Caroline Lamb Place!

Las tres mujeres de Missalonghi estallaron en carcajadas y la señora Hurlingford apresuró el paso en dirección al salón de té de Julia para alejarse de aquel descaro alboroto, aparentemente dirigido sólo a ella.

– ¡Qué escándalo! -gritó Octavia con entusiasmo.

– Cuanto más, mejor -dijo Missy, entrando en el bazar de Herbert Hurlingford.

Toda la experiencia fue de lo más tonificante, empezando por la expresión pasmada de tío Herbert, que parecía un bacalao cuando Missy se puso a comprar camisas y pantalones de hombre para ella, y siguiendo por el terror atónito de James cuando le pidió metros de tafetán azul lavanda, seda de color de albaricoque, terciopelo de color ámbar y lana color púrpura. Cuando Missy se dirigió a James, Herbert logró recuperarse un poco y tuvo la intención de manifestar sus sentimientos despachando de su local a aquella descarada; pero luego, cuando pagó las compras en oro, cambió de opinión y le cobró con toda humildad. Aunque la visita de Missy lo había dejado perplejo, sólo la mitad de su ser le prestaba atención, porque la otra mitad se preguntaba qué estaría pasando en la planta embotelladora donde se estaba celebrando la asamblea extraordinaria de accionistas. Los Hurlingfords, intrínsecamente comerciantes, habían enviado a Maxwell como representante, reconociendo que tenía la lengua más rápida y viperina, y comprendiendo que lucharía por ellos tanto como por sí mismo. Al fin y al cabo, el negocio tenía que continuar como siempre y, si la planta embotelladora y sus actividades subsidiarias como los baños y el hotel y el balneario comenzaban a ir de capa caída, las tiendas iban a ser mucho más importantes que nunca para sus respectivos propietarios.

– Puedes entregar todo esto en Missalonghi esta tarde, James -dijo Missy con tono solemne, y estampó un soberano de oro en el mostrador-. Toma, esto por las molestias. Y, ya que estamos, puedes pasar también por la tienda de tío Maxwell y recoger mis compras. ¡Vamos, madre, tía Octavia! Vayamos a almorzar con tía Julia.

Las tres mujeres de Missalonghi salieron de la tienda con más empaque y majestuosidad que cuando habían entrado.

– ¡Oh, qué divertido es esto! -dijo Octavia ahogando una risa y caminando con casi absoluta normalidad.

Missy también estaba disfrutando, pero de un modo más profundo. Le había impresionado sobremanera descubrir que, en efecto, le habían ingresado las mil libras prometidas en el banco, y aún más el hecho de ser tratada con gran deferencia por Quintus Hurlingford, el director del banco; John Smith le había dado instrucciones de pagarle todos los reintegros en oro, puesto que el depósito había sido en oro. ¡Mil libras!

Bueno, ya tenía las telas para sus vestidos, sus camisas, sus pantalones y, además, varios pares de bonitos zapatos. Verdaderamente, no necesitaba nada más. Si se quedaba con cien libras de aquellas mil, serían más que suficientes hasta que volvieran a asignarle la misma cantidad al año siguiente por la misma época. Después de todo, ¿cuándo había poseído más de uno o dos chelines? En consecuencia, invertiría el grueso de la asignación en comprar una calesa tirada por un pony para su madre y su tía Octavia. El pony no arrasaría su campo como lo haría un caballo más grande, lo podrían manejar sin dificultades y nunca más tendrían que ir andando a todos lados, o que rebajarse a pedir que les enviasen algún medio de transporte. ¡Sí, irían a la boda de Alicia como dos señoras, en una elegante calesa!

Las cien libras que la venta de las acciones le habían reportado a Julia ya habían sido invertidas; la mitad del salón de té estaba vallado con cuerdas y había dos obreros afanados arrancando el papel de las paredes y lijando.

Cuando terminó de disculparse por el desorden, Julia pudo armarse del valor necesario para poder digerir todo el esplendor del atuendo de Missy.

– Son un vestido y un sombrero soberbios, querida -dijo-, pero el color ¿no te parece un poco chillón?

– Completamente -admitió Missy sin avergonzarse-. Pero, oh, tía Julia, estoy tan harta del marrón, y ¿se te ocurre un color más alejado del marrón que éste? Además, me sienta bien, ¿no te parece?

Sí, pero ¿le sienta bien a mi salón de té?, era la pregunta que Julia hubiera querido hacer, pero enseguida decidió que sería imperdonable criticar a su benefactora. Y debido a las obras de remozamiento había pocos clientes; sólo le quedaba confiar en que nadie pensara que había decidido abrir sus puertas a las de Caroline Lamb Place. ¡Ah! ¡Debía de ser eso lo que refunfuñaba la esposa de Cecil Hurlingford! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Mientras tanto, había llevado a las mujeres de Missalonghi a su mejor mesa, y poco después les servía un surtido de bocadillos y pasteles y una enorme tetera.

– En la pared voy a poner un papel rayado de color crema, dorado y rojo -dijo, sentándose para unirse a sus huéspedes-, y haré tapizar de nuevo las sillas con tela que haga juego, pero más viva. Haré pintar de dorado las molduras del techo y pondré canarios en jaulas doradas y macetas de palmeras por todos lados. ¡Que Los De Al Lado -dijo, inclinando la cabeza con desdén hacia la pared que compartía con el Olimpus Café- se atrevan a competir con esto!

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