Colleen McCullough - Las Señoritas De Missalonghi

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La escritura mágica de Colleen McCullough consigue, en Las señoritas de Missalonghi, transportar al lector a un mundo fascinante que participa por igual de la realidad y de la ensoñación. Missy Wright, la protagonista de la novela, es una mujer soltera que, a sus 33 años, compensa los tonos grises y difíciles de su vida con la lectura de novelas románticas. Missy arrastra una vida sin alicientes en la localidad australiana de Byron. Una existencia llena de estrecheces económicas y la convivencia con su madre y su tía constituyen las referencias vitales en que se mueve nuestra heroína cotidiana. Hasta que, inesperadamente, entra en escena John Smith, un desconocido que proyecta instalarse en el valle cercano a la casa en que habita Missy. A partir de aquí, despuntará un mundo de felicidad y entrega que colmará las ilusiones, hasta entonces frustradas, de la protagonista del relato. El hechizo del amor hará milagros y Missy alcanzará una vida llena, por encima de las mezquinas tensiones familiares y la marginación femenina de que había sido víctima. Las señoritas de Missalonghi es una descripción exacta y brillante de la vida en una remota localidad australiana y, también, un verdadero cuento de hadas.

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Sintiendo que ya había indagado bastante, Missy cambió de tema, pasando a contar a su marido las trifulcas de la Compañía Embotelladora de Byron y la situación en que se hallaban su madre y sus tías a consecuencia de todo ello. John Smith la escuchaba con toda atención, con una sonrisa rondándole las comisuras de los labios, y, cuando ella terminó su relato, la rodeó con el brazo, la atrajo hacia él y la retuvo así.

– Bueno, señora Smith, la primera vez que me lo pediste, no quería casarme contigo, pero te confieso que me reconcilio más con la idea cada vez que abres la boca, por no hablar de las piernas -dijo-. Eres una mujer sensata, tienes el corazón en su sitio y eres una Hurlingford de los Hurlingford, lo que me da un montón de poder que no esperaba poseer -continuó-. Es interesante cómo se van desarrollando las cosas.

Durante el resto del trayecto a casa, Missy permaneció en silencio de pura dicha.

A la mañana siguiente, John Smith se puso un traje, cuello de camisa y corbata, todos ellos con un corte muy esmerado y sumamente elegantes.

– Sea lo que sea, debe de ser mucho más importante que tu boda -dijo Missy sin un asomo de resentimiento.

– Lo es.

– ¿Vas lejos?

– Sólo hasta Byron.

– En ese caso, si me arreglo rápido, ¿puedo ir contigo hasta casa de mi madre, por favor?

– ¡Buena idea, mujer! Espérame allí esta tarde y me podrás presentar a mi familia política cuando pase a recogerte. Con seguridad tendré un montón de cosas que contarles.

Va a ir todo bien, pensó Missy mientras iba en el carro con su vestido rojo brillante y su sombrero del mismo tono, sentada al lado de su elegante marido. No me importa haberlo conseguido con trucos y engaños. Le gusto. Le gusto de verdad y, sin darse cuenta, ya se ha movido un poco para acomodarse a su vida. Cuando haya transcurrido el año, podré decirle la verdad. Además, si tengo suerte, puede que para entonces sea la madre de su hijo. Le dolió mucho que su primera mujer no deseara tenerlos y, ahora que está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, los hijos serán aún más importantes para él. Será un padre excelente, porque es capaz de reír.

Antes de salir para Byron la había llevado al otro lado del claro, donde pensaba construir su casa, a la vuelta del recodo. Ella descubrió que la cascada caía desde tanta altura que, en un día de invierno, el agua nunca llegaba al fondo del valle sino que formaba remolinos que se desintegraban y llenaban el aire de nubes irisadas. Y, sin embargo, había una inmensa piscina debajo, amplia y tranquila, que más adelante fluía por un angosto desfiladero y se convertía en un río atormentado de cascadas. Una piscina con el color turquesa de la cerámica egipcia, opaco como la leche, denso como un jarabe. Le mostró que el origen de toda aquella agua estaba en una gruta de debajo del barranco, en la que nacía una enorme corriente subterránea.

– Ahí hay un afloramiento de piedra caliza -le explicó él-. Por eso la piscina tiene ese color tan especial.

– ¿Y es aquí donde vamos a vivir, en medio de tanta belleza?

– En todo caso, donde yo voy a vivir. Dudo de que estés aquí para verlo. -Su cara se contrajo-. Una casa no se construye en un día, Missy, en especial si la construye uno mismo. No quiero una horda de hombres merodeando por aquí, meándose en la piscina, emborrachándose los sábados y contándoles a todos los curiosos que pasan por aquí lo que ocurre en mi valle.

– Creía que habíamos hecho un pacto de no hablar de mi salud. Sea como sea, no la construirás solo: también tendrás mis manos dijo Missy animadamente-. Estoy familiarizada con el trabajo duro, y la cabaña es tan pequeña que no me ocupará mucho tiempo. Según dijo el doctor, es lo mismo que me quede en cama como que trabaje como un peón. Un día sucederá y ya está.

Cuando terminó de hablar, él la cogió en sus brazos y la besó como si disfrutara haciéndolo, y como si ya le resultara un poco valiosa. Por fin, partieron rumbo a Byron algo más tarde de lo previsto, pero a ninguno de los dos le importó.

Drusilla y Octavia estaban en la cocina cuando Missy entró sin llamar. Se quedaron mirándola estupefactas, intentando asumir todo el esplendor de aquel exótico vestido de encaje escarlata, amén del sombrero inclinado con su desgarbado adorno de plumas de avestruz teñidas de rojo.

No se había convertido en una belleza de la noche a la mañana, pero había adquirido algo que llamaba la atención, y su porte era demasiado orgulloso para ser confundida con una prostituta. De hecho, parecía más una refinada visitante de Londres que una de las moradoras de Carolina Lamb Place. Y no cabía ninguna duda de que el color le sentaba divinamente.

– ¡Oh, Missy, estás preciosa! -chilló Octavia, sentándose enseguida.

Missy la besó y besó a su madre.

– ¡Qué agradable saberlo, tía! Porque he de reconocer que me siento preciosa. -Y les sonrió triunfante-. He venido a deciros que he me casado -anunció, agitando su mano izquierda antes sus narices.

– ¿Quién? -preguntó Drusilla radiante.

– John Smith. Nos casamos ayer en Katoomba.

De repente, ni a Drusilla ni a Octavia les importó que todo el pueblo de Byron lo llamase presidiario o cosas peores; había rescatado a Missy de los múltiples horrores de la soltería y debía ser amado por ello con gratitud, respeto y lealtad.

Octavia no esperó a que se lo pidieran y saltó a poner el agua a hervir, moviéndose con más agilidad y facilidad que hacía muchos años, aunque Drusilla no se percató; estaba demasiado concentrada mirando el anillo de boda de la muchacha, convincentemente macizo.

– La señora Smith -dijo para ver cómo sonaba-. Pues, ¡bendita seas, Missy, suena bastante distinguido!

– ¿Dónde está? ¿Va a venir a vernos? -preguntó Octavia.

– Tenía que hacer unas cosas en Byron, pero espera tenerlas solucionadas esta tarde, y quiere conoceros cuando me venga a recoger para llevarme a casa. Creo, madre, que, para aprovechar el día, tú y yo podríamos ir a Byron. Tengo que comprar provisiones y quiero ir a la tienda de tío Herbert a escoger algunas telas para hacerme vestidos. ¡Porque he terminado para siempre con el marrón! No lo emplearé ni para trabajar. Trabajaré con una camisa y unos pantalones de hombre, porque son mucho más cómodos y prácticos y ¿quién va a verme?

– ¿No es una suerte que hayas comprado una máquina de coser Singer, Drusilla? -dijo Octavia desde el fogón, demasiado feliz por el rumbo que habían tomado los acontecimientos para preocuparse de los pantalones.

Pero Drusilla tenía algo tan importante en la cabeza que ni las máquinas de coser Singer ni los pantalones podían hacerle sombra.

– ¿Podrás pagar todo eso? -preguntó angustiada-. Yo te los puedo confeccionar, pero las telas de Herbert son tan caras, ¡en especial cuando una se sale del marrón!

– Parece que realmente puedo. John me dijo anoche que esta mañana me ingresaría mil libras en el banco. Sostiene que una esposa no tiene que andar pidiendo a su marido cada céntimo que necesita, ni rendirle cuentas del más mínimo gasto. Todo lo que me pidió es que no superase la asignación que me da: ¡mil libras al año! ¿Te imaginas? ¡Y los gastos de la casa van aparte! Puso cien libras en una lata de café Bushell vacía y dice que la irá rellenando y que no quiere ver las facturas. ¡Oh, madre, todavía estoy sin aliento!

– ¡Mil libras!

Octavia y Drusilla se quedaron mirando a Missy con respeto y perplejidad.

– Entonces debe de ser un hombre rico -dijo Drusilla, e hizo algunos cálculos mentales tras los cuales comprobó que por fin podría pavonearse delante de Aurelia, Augusta y Antonia. ¡Ja! No sólo Missy había llegado al altar antes que Alicia, sino que además empezaba a parecer que se había llevado al mejor candidato.

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