– Eso es -dijo majestuosamente.
Pero ganó la batalla la preocupación por causar sensación en la boda de Alicia; Octavia apartó de de su mente la tormenta de ideas sobre Missy.
– ¿Será suficiente encaje, Drusilla? -le preguntó ansiosa.
– Bueno, es suficiente para lo que había planeado en un principio, pero he tenido una idea mejor. ¡Me gustaría añadir el mismo encaje alrededor de todo el dobladillo de la sobrefalda… ¡Está tan de moda! Missy, ¿no te importará hacer tanto trabajo extra? Dilo sinceramente.
Ahora Missy se quedó perpleja: en toda su vida su madre no le había consultado nada, ni se había parado a pensar si lo que le pedía era excesivo. ¡Claro! ¡Era el problema del corazón! ¡Qué asombroso!
– No me importa en lo más mínimo -dijo con rapidez.
A Octavia se le iluminó la cara.
– ¡Oh, gracias! -Frunció la frente-. Ojalá pudiera ayudarte a coser, Drusilla. Es tanto trabajo para ti…
Drusilla miró el montón de crêpe de color lila que reposaba encima de su falda y suspiró.
– No te preocupes, Octavia. Missy hace todas las partes más trabajosas, como los ojales, dobladillos y aberturas. Pero tengo que admitir que sería maravilloso tener una máquina de coser Singer.
Naturalmente, aquello era imposible; las mujeres de Missalonghi confeccionaban su ropa a la antigua: cada centímetro de cada costura se cosía a mano. Drusilla se ocupaba del corte y de las costuras básicas. Missy de las partes más laboriosas; Octavia no era capaz de sujetar un instrumento tan fino como una aguja de coser.
– Siento tanto que tu vestido tenga que ser marrón, Missy -dijo Drusilla mirando a su hija suplicante-. Pero es una tela preciosa y te caerá muy bien, ya verá. ¿Te gustaría que le pusiera algunas borlas?
– ¿Y estropear el corte? Madre, tu cortas los patrones de manera soberbia y el corte se basta así mismo, sin ningún adorno -dijo Missy.
Aquella noche en la cama y a oscuras, Missy recordó los detalles de la tarde más bonita de toda su vida. Porque, no sólo él la había saludado, sino que había decidido claramente acompañarla a pie, charlando con ella como si fuera una amiga y no un miembro de aquel aburrido clan llamado Hurlingford. Qué guapo estaba. Sencillo, pero guapo. Y no olía a sudor, como muchos de los hombres Hurlingford tan respetables, sino a jabón perfumado y caro; lo había reconocido de inmediato porque, en las pocas ocasiones en que las mujeres de Missalonghi recibían aquel jabón como regalo, no lo consumían en sus cuerpos (el Sunlight era suficientemente bueno para aquel menester) sino que lo intercalaban entre los pliegues de su ropa en los cajones. Y sus manos podían estar curtidas por el trabajo duro, pero estaban limpias, incluso las uñas. También su cabello estaba inmaculado; sin señal alguna de pomada o aceite; sólo el brillo sano que puede verse en el pelaje de un gato recién aseado. John Smith, un hombre orgulloso y escrupuloso.
Lo que más le gustaban eran sus ojos, de aquel color de miel transparente y tan alegres. Ella no podía cree, no creería las historias que hablaban de deshonestidad o mezquindad. Por el contrario, habría apostado su vida por su integridad intrínseca y su sentido ético defendido con ferocidad. Podía imaginarse a un hombre así cometiendo un asesinato, tal vez, si lo espoleaban más de lo que un hombre puede resistir, pero no se lo imaginaba robando o engañando.
¡Oh, John Smith, cómo te quiero! Y te agradezco desde el fondo de mi corazón que volvieses a Missalonghi a preguntar cómo estaba.
A tan sólo un mes de su boda, Alicia Marshall se acercaba día a día a la manifestación más perfecta de su largo y glorioso florecimiento, y estaba dispuesta a disfrutar al máximo incluso de ese último y vertiginoso mes. La fecha había sido fijada dieciocho meses antes y no se le había ocurrido poner en duda lo favorable del tiempo o de la estación del año. Como había esperado, aunque de vez en cuando en las Montañas Azules las primaveras pueden ser tardías o lluviosas o azotadas por el viento, aquélla, la de aquel año, obedeciendo a los deseos de Alicia, llegaba con el feliz ensueño del paraíso.
– Y que no se atreva a ser de otro modo -dijo Aurelia a Drusilla, con un retintín en la voz que hacía pensar que, por una vez en la vida, la madre de Alicia podía desear que los planes de su hija se desbarataran.
La cita de Missy con el doctor de Sidney había sido concertada, pero una semana después de lo previsto; lo que fue una suerte para Missy, porque el martes que el doctor Hurlingford había pensado enviarla al especialista, Alicia no hizo su habitual viaje a la ciudad. Es que el jueves de esa misma semana iba a celebrar su despedida de soltera, cuya preparación no le permitía pensar en nada más, ni siquiera en la tienda de sombreros. La despedida de soltera no era una fiesta sin importancia en la que se hacen modestos regalitos y se habla de tonterías. Por el contrario, era una recepción formal para los parientes de Alicia de sexo femenino de todas las edades; una ocasión en la que todo el mundo tendría la oportunidad de ver y oír lo oque se esperaba de cada una de ellas en el Gran Día. En el cuso del festejo, Alicia anunciaría los nombres de sus damas de honor y mostraría los modelos y las telas con las que se engalanarían el séquito nupcial y la iglesia.
La única nota discordante la pusieron el padre y los hermanos de Alicia, que se la sacudieron de encima con una brusca impaciencia, desconocida hasta la fecha, cuando ella intentó conseguir su ayuda.
– ¡Oh, por el amor de Dios, Alicia, lárgate! -exclamó su padre, con más ímpetu en su voz de lo que ella podía recordar-. ¡Haz tu dichosa fiesta de despedida como sea, pero déjanos en paz! ¡A veces los asuntos femeninos son una molestia incordiante, y ésta es una de ellas!
– ¡Bien! -resopló Alicia, al tiempo que los cordones del corsé crujían peligrosamente, y se fue a quejar a su madre.
– Me temo que debemos andarnos con mucho tiento en este momento, querida -dijo Aurelia con expresión preocupada.
– ¿Qué demonios pasa?
– No lo sé con precisión, pero tiene que ver con las acciones de la Compañía Embotelladora. Están desapareciendo.
– ¡Tonterías! -dijo Alicia-. Las acciones no desaparecen.
– ¿Saliendo de la familia, entonces! Quizá sea eso lo que dijo -rectificó Aurelia de un modo vago-. Oh, no entiendo nada, mi cabeza no está hecha para los negocios.
– Willie no me ha dicho nada.
– Puede que Willie no lo sepa todavía, querida. No tiene mucho que ver con la Compañía ¿no? Al fin y al cabo, acaba de salir de la universidad.
Alicia hizo tabla rasa del odioso asunto con un gruñido y se fue a dar instrucciones al mayordomo para que en la fiesta sólo apareciesen criadas, puesto que se trataba de una fiesta exclusivamente para damas.
Como era natural, Drusilla fue, y Missy con ella; la pobre Octavia, que se moría de ganas de ir, se vio obligada a quedarse en el último momento, cuando ya estaba vestida con las mejores galas, porque Alicia olvidó enviar el carruaje que había prometido. Drusilla se había puesto su vestido de gorgorán marrón, contenta de no repetir vestido el día de la fiesta. Y Missy llevaba su vestido marrón de lino y el anticuado sombrero marinero que se había tenido que poner cada vez que la ocasión lo exigía durante los últimos quince años, incluidos todos los domingos para ir a la iglesia. Para la boda tendrían sombreros nuevos, pero no de Chez Chapeau Alicia; ya que habían comprado el material en la tienda del tío Herbert y los adornos finales se realizarían en Missalonghi.
Alicia estaba bellísima. Llevaba un vestido de crêpe de un suave color de albaricoque con bordados de color lavanda y un enorme ramillete de flores de seda del mismo color en un hombro. ¡Oh, pensó Missy, sólo por una vez me encantaría poder llevar un vestid como ése! Y podría soportar ese color de albaricoque, ¡estoy segura de que podría! Y también podría resistir ese tono de azul: está dentro de las tonalidades que se acercan al púrpura pálido.
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