Colleen McCullough - Tim

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El pájaro espino, la magnífica novela de Colleen McCullough, ha sido best seller en muchos países del mundo por su notable calidad literaria y el denso contenido humano que la distingue. Tim es una novela anterior de la misma autora, que no le va en zaga en forma alguna. Plantea el viejo problema de la edad en el amor, mejor dicho, de la diferencia de edades en el amor. Tim es un joven obrero de veinticinco años, hijo de un matrimonio humilde, que posee la belleza y la perfección física de un Adonis griego. Conserva, empero, una mente infantil, poco desarrollada. Mary es una solterona de más de cuarenta años que ha encontrado su tranquilidad espiritual consagrándose a su trabajo, hasta que, inesperadamente, un día ve a Tim. Estudio penetrante de psicología humana, escrita con dignidad y sencillez, Tim es otra notable creación de Colleen McCullough.

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– Ron… -musitó ella.

– Aquí estoy, querida. Ya estamos en el hospital. Te van a arreglar en un dos por tres, ya verás.

– Ron… yo no sé…

– ¿Sí, mi amor? -las lágrimas corrían por sus mejillas.

– Es… Tim… siempre nos ha preocupado… ¿Qué… va a pasarle… a Tim… si yo me voy?… Ron…

– Aquí estoy, mi amor.

– Cuida… a Tim… Cuídalo… ¡Pobre Tim…! ¡Pobre… Tim…!

Fueron ésas las últimas palabras que llegó a decir. Mientras Ron y Tim daban vueltas inútilmente frente a la entrada de la sala de emergencias, miembros del personal ya se habían llevado la camilla, perdiéndose de vista. Los Melville se quedaron mirando la puerta que se había cerrado hasta que los condujeron, firme pero gentilmente, a la sala de espera. Alguien vino al poco rato y les trajo té con bizcochos, negándose sonrientemente a darles noticia alguna sobre el estado de la paciente.

Dawnie y su esposo llegaron media hora después. El embarazo de Dawnie estaba ya muy avanzado y claramente se veía que su esposo se preocupaba mucho por ella. La joven avanzó trabajosamente hasta llegar junto a su padre y se sentó entre éste y Tim, llorando suavemente.

– Vamos, vamos, querida, -la consoló Ron-, no llores. Mamá se va a poner bien muy pronto. Cuando llegamos aquí estaba bien. Se la llevaron hace rato y no tardarán en decirnos cómo sigue. Sigue sentada y no llores más, piensa en la criatura, Dawnie; no debes tener impresiones fuertes a estas alturas.

– ¿Cómo sucedió? -preguntó Mick, encendiendo un cigarrillo y procurando no mirar en dirección de Tim.

– No lo sé. Cuando Tim y yo llegamos a casa, estaba inconsciente en un sillón, en la sala. No sé cuánto tiempo ha estado ahí. ¡Dios! ¿Por qué no me fui directamente a casa, después del trabajo? ¿Por qué diablos tenía que ir primero al «Seaside»? ¡Pude haberme ido a casa, al menos esta vez!

Dawnie se sonó la nariz.

– No tienes por qué culparte, papá -lo consoló-. Bien sabes que siempre llegas a casa a la misma hora entre semana. ¿Cómo ibas a saber que precisamente hoy ella iba a necesitarte? Mamá conoce muy bien tus costumbres. Le gusta que tomes tu cerveza después del trabajo y, además, con eso le das oportunidad de que ella haga lo que quiera en ese rato. Muchas veces le oí decir que es un descanso saber que no regresas a casa del «Seaside» sino hasta las siete, ya que así ella puede jugar al tenis hasta las seis y tener lista la comida, para ti y Tim, cuando llegáis.

– ¡Pero debí haberme dado cuenta de que no estaba bien!

– Papá; no tiene sentido que te hagas recriminaciones. Lo que pasó pasó. A mamá no le hubiera gustado que su vida o la tuya hubieran cambiado en absoluto y tú bien lo sabes. No gastes el tiempo enojándote por cosas que no puedes cambiar; mejor piensa en ella y en Tim.

– ¡Cristo Dios! ¡Eso es lo que hago! -repuso Ron en tono desesperado.

Todos volvieron a mirar a Tim, sentado quietamente en una silla con las manos apretadas una con otra, los hombros caídos en la postura de abandono que siempre adoptaba cuando estaba triste por alguna razón. Había dejado de llorar y tenía los ojos fijos en algo que no podía ver. Dawnie se acercó a él.

– Tim -le dijo quedamente, mientras le acariciaba un brazo.

El muchacho se estremeció hasta que al fin pareció darse cuenta de la presencia de Dawnie. Los azules ojos transfirieron su mirada fija del infinito a la cara de ella, mirándola tristemente.

– ¡Dawnie! -dijo, como si se preguntara qué estaría haciendo ella en ese lugar.

– Sí, Tim; aquí estoy. Vamos, no te preocupes ya por mamá. Se va a poner bien, te lo prometo.

– Mary dice que uno nunca debe hacer promesas que no pueda cumplir -dijo él sacudiendo la cabeza.

El rostro de Dawnie se endureció peligrosamente, y desvió su atención hacia Ron, ignorando a Tim completamente.

La noche estaba bien avanzada cuando el doctor Perkins entró en la sala de espera, con el rostro tenso y mostrando señales de fatiga. Todos se levantaron a un tiempo, como condenados cuando el juez se toca el birrete.

– Ron, ¿podemos hablar afuera un minuto? -preguntó suavemente.

El corredor estaba desierto, con los pequeños reflectores formando círculos en la iluminada franja de la que caía la luz, iluminando crudamente el suelo de mosaicos. El doctor Perkins le rodeó a Ron los hombros con un brazo.

– Se nos ha ido, amigo.

Pareció como que un peso terrible, insoportable, descendía sobre el pecho de Ron; desoladamente alzó el rostro para mirar la cara del viejo médico.

– ¡No puede ser!

– Ya no había nada que pudiéramos hacer. Sufrió un ataque al corazón, y luego tuvo otro a los pocos minutos de haber llegado aquí. Su corazón se detuvo. Tratamos de volver a hacerlo funcionar, pero ya era inútil, inútil. Sospecho que ya debía haber tenido problemas antes y que este súbito enfriamiento del tiempo y el tenis le hicieron mal.

– Ella nunca me mencionó que estuviera enferma. Yo no sabía nada. Pero así era Es; nunca se quejaba -Ron había recuperado el control y hasta podía hablar con fluidez-. ¡Doctor, no sé qué hacer! Tim y Dawnie están ahí… ¡Y creen que está bien!

– ¿Quieres que yo se lo diga, Ron?

– No -repuso Ron-. Yo lo haré. Simplemente concédame un minuto. ¿Puedo verla?

– Sí, pero que no la vean ni Tim ni Dawnie.

– Entonces, lléveme con ella ahora, doctor.

Habían sacado a Es de la sala de terapia intensiva y la habían puesto en un cuarto pequeño, a un lado del corredor, reservado para tales ocasiones. En su cuerpo ya no había rastro de los esfuerzos de los médicos, ya no había tubos ni cables y estaba cubierta hasta la cabeza con una sábana blanca. Ron sintió como si un puño gigantesco lo golpeara cuando se detuvo en el umbral, mirando aquella forma, extrañamente quieta, cuyos contornos se delineaban bajo la sábana. Ahí estaba Es y nunca más podría moverse; todo había terminado para ella, el sol y la risa, las lágrimas y la lluvia. No más; nunca más. Su porción en el festín de la vida se había acabado y ahora estaba en un cuarto tenuamente iluminado con una nívea tela cubriéndola. Sin fanfarria alguna, sin aviso previo. Sin siquiera tener oportunidad para prepararse, para un adecuado adiós. Simplemente acabada, terminada, ida. Ron se acercó a la cama, consciente del enfermizo y dulzón aroma de unos junquillos que estaban en un gran florero en una mesa cercana. Después, ya nunca pudo soportar el olor de los junquillos.

El doctor Perkins estaba al otro lado de la estrecha cama; levantó la sábana y volvió el rostro, mirando en otra dirección; ¿podría alguien alguna vez acostumbrarse a ver el dolor en otra cara, a aprender a aceptar la muerte?

Le habían cerrado los ojos y le habían cruzado las manos sobre el pecho; Ron la estuvo contemplando largo rato y por fin se inclinó para besarla en los labios. Sin embargo, eso que besaba no era Es; esos labios, desangrados y fríos, no eran los de Es; dejando escapar un suspiro, se volvió.

En la sala de espera tres pares de ojos se le clavaron en la cara cuando entró. Ron se detuvo, mirándolos a todos, y enderezó los flacos hombros.

– Se ha ido -dijo.

Dawnie rompió a llorar y dejó que Mick la abrazara; Tim tan sólo miró fijamente a su padre, como un niño perdido y confuso. Ron se acercó y tomó la mano de su hijo con mucha ternura.

– Salgamos a dar una vuelta, compañero -dijo.

Dejaron la sala de espera, atravesaron el corredor y salieron al aire libre. Afuera había una ligera claridad y el oriente se teñía de rosa y oro. La brisa de la madrugada les acarició el rostro suavemente y se alejó suspirando.

– Tim -dijo Ron cansadamente-, no tiene caso hacerte creer que mamá vaya a regresar algún día. Mamá murió hace rato. Se nos fue, compañero, se ha ido. Ya jamás podrá volver, se nos ha ido a una vida mejor, donde no hay dolor ni tristeza. Vamos a tener que aprender a vivir sin ella y eso va a ser muy duro, terriblemente duro… Pero ella quería que nosotros siguiéramos adelante sin ella; fue lo último que dijo, que siguiéramos adelante y que no la extrañáramos demasiado. La vamos a extrañar mucho al principio, pero pasado un tiempo, cuando ya nos hayamos acostumbrado, ya no va a ser tan difícil.

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